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La amenaza fantasma

Diario personal coronavirus

Elena Cabrera

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Faenas domésticas que no quieres que te pasen durante la cuarentena: caries en las muelas, que se rompan las gafas, una infestación de chinches en casa, una gotera, que tu hija tenga deberes de flauta, que se te caiga el móvil al váter, que se desconfigure el router, que se rompa la lavadora. ¿Qué llevarías peor? A mi amiga M. le ha pasado al menos una de estas cosas, si no dos.

M. está en cuarenta preventiva junto a su marido y sus dos hijas pequeñas debido a que un compañero de trabajo dio positivo. Eso quiere decir que no pueden ni bajar a por el pan. De todas formas, están perfectamente, no tienen síntomas y no parecen enfermos. Por si su vida no fuera lo suficientemente complicada, M. trabaja en la televisión y es una de esas titanas que está montando programas con todo el equipo desde sus casas. Que luego lo vemos y decimos “mira, qué gracioso, cada uno en su casa” (de hecho, mi hija Eleonor dice “me encanta la cuarentena porque así puedo ver dónde vive la gente de la tele”) pero sacar un programa así, y que quede bonito, no debe ser fácil.

A M. se le ha roto la lavadora... con la ropa dentro. ¿Verdad que habíais sentido un escalofrío cuando lo leísteis en el primer párrafo? En estos tiempos de desinfección brutal, millones de lavadoras en todo el mundo giran y giran enérgicamente varias horas al día. El día que su lavadora decidió cometer alta traición, M. se había acostado a las cuatro de la mañana preparando el programa que tenían que grabar. No sé si esto es una cosa solo mía, pero lo voy a confesar y así lo vemos: a mí los electrodomésticos siempre me han dado miedo. En algún curso de la EGB tuve un libro de lecturas en el que había un cuento que se titulaba La rebelión de los electrodomésticos. Un cuento de terror. La nevera se comía lo que tenía dentro. La lavadora desgarraba la ropa. La batidora arrancaba dedos. Bueno, quizás no era tan así pero se quedó enganchado a mis pesadillas de esa manera. Posteriormente, la canción homónima de Alaska y los Pegamoides siempre me ha dado mal rollo.

M., con cinco horas de sueño encima, contestó al amotinamiento de su lavadora con un sonoro “¡esto es el colmo!”, procediendo a efectuar su primera maniobra de guerra (el JEMAD estaría orgulloso de ella): llamada al servicio técnico. No tenía ni idea de lo que ocurriría al otro lado de la línea; es más, no sabía ni siquiera si habría otro lado de la línea. Pero lo hubo. Le dijeron que “en principio” el servicio técnico sí funciona “pero solo en determinadas zonas de Madrid” debido “al coronavirus”. Ella se quedó extrañada por ese mapa de guerra que desconocía, no sabía que hubiera zonas rojas o líneas Maginot en la capital. El operador telefónico sometió a M. a un implacable interrogatorio (encender, apagar, revisar filtro, etcétera), que ella superó con creces, pero no la sublevada lavadora, el cual dio por resultado que se le sería enviado un técnico a su casa. Esto es un gran acontecimiento, pues nadie ha entrado (ni salido) de la casa de M. desde hace diez días. Su amiga P. le sugirió que no fuera tonta, que aprovechara y le pidiera al técnico que le subiera la compra.

Antes de colgar, el operador preguntó si alguno de los miembros de la casa tiene COVID-19. M. dijo no. “Pero eso sí —añadió— estamos en cuarentena preventiva”. Puedo imaginar tres segundos de silencio al otro lado de la línea. El operador le contestó: “Ya le llamaremos”. Pasó la mañana sin noticias, temiendo que la lavadora (con la ropa dentro mojada) se iba a quedar también en cuarentena preventiva hasta que finalice el estado de alarma. Pero poco antes de la hora de comer sonó el teléfono, era el técnico avisando que pasaría al día siguiente. Advirtió que iría con guantes, mascarilla y pidió por favor que se le respetara la distancia de seguridad.

Yo estoy segura que, de la alegría, a M. le dieron ganas de abrazar al técnico cuando lo vio aparecer por la puerta de su casa en la hora pactada. El técnico tiene más de 50 años y viene con la protección que ya había anunciado. Tras dar su pronóstico (reservado) sobre la lavadora, le dice que necesita piezas y que volverá mañana, o quizá no, pues no trabaja todos los días. Se va. Inesperadamente, cuatro horas después, suena el telefonillo y es de nuevo él, acompañado de una puerta de lavadora. Comienza la instalación, para lo que se quita los guantes y la mascarilla. “Manipula cosas”, me cuenta M.

El mecánico le explica que además de tener la puerta rota, tiene bacterias. En estos tiempos, esa amenaza es intolerable, por lo que el hombre se saca de la manga un limpiador bacteriológico por 10 euros… o dos por 15 euros. Mi amiga le compra dos. Una cosa lleva a la otra y M., que simpática es un rato, le da palique al técnico mientras hace su trabajo. “Y lo del coronavirus, cómo lo llevas?”, pregunta ella, que es algo que ya preguntamos cotidianamente, como quien comenta el buen tiempo. Y ahí es cuando el hombre le dice algo inesperado: que su madre está en una residencia de la tercera edad, enferma con coronavirus, que fue a verla la semana pasada y que estaba fenomenal..., que esto del coronavirus “son exageraciones”. M. dio dos pasos hacia atrás, procurando no dejar de sonreír. Una amenaza invisible surgió en la cocina de M., un escalofrío como el que sentía yo cuando, en mis noches de EGB, me levantaba a por un vaso de agua al grifo del fregadero y veía a los electrodomésticos en penumbra… esperando para agarrarme por la espalda. “Yo me iba pegando cada vez más a la pared del pasillo...”, me cuenta M.

Toca firmar y pagar (la factura también daba miedo, pero ese es otro tema). El técnico le tiende a M. su bolígrafo y ella coge uno propio con disimulo. Luego pasa la tarjeta por el datáfono como si se acabara de pintar las uñas y marca las teclas del pin con aprensión. El técnico se va y M. se dedica a limpiar la tarjeta y el boli con alcohol. Mira la lavadora, que vuelve a sonreír con su boca redonda, y se da cuenta de que el hombre la ha dejado mal encastrada.

Después de esta pequeña batalla, sigo dándole vueltas a lo de los miedos irracionales. En realidad, todos los miedos lo son, incluso los que están justificados. Se parece mi miedo de niña a ser succionada por la aspiradora a mi miedo de adulta a tocar un datáfono sucio. Es la amenaza fantasma, el lado oscuro que pasa desapercibido. Entre amigas, nos contamos estas historias como válvulas de escape, porque nos sirven, como los relatos, para acotar esos miedos, envolverlos en forma de cuento y guardarlos de nuevo en la cajita de la que salieron.

¿Situación actual? 56.188 casos confirmados de COVID-10 en España, 245.039 en Europa y 416.686 en el mundo. En Star Wars, después de La amenaza fantasma, viene El ataque de los clones. Yo ahí lo dejo.

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