Fui uno de esos hombres educados en la idea de que la vida ha de seguir un itinerario en el que vamos cubriendo etapas sucesivas. Entre ellas, firmar una hipoteca, casarse y formar una familia. Después, suponíamos, los días entraban en una dinámica cómoda y hasta placentera. Tras una adolescencia confusa y católicamente represora, decidí ajustarme al seguro y relativamente cómodo marco heteronormativo. Iluso y cobarde. Con bendiciones canónicas, como debía ser. Y sí, me casé con dudas y temores, pero también enamorado. Ahora que miro hacia atrás sin iras hacia mí mismo, puedo afirmar que hubo amor y un proyecto conjunto, ilusiones compartidas y, lo mejor de todo, un hijo que ha sido siempre una especie de puente, a veces sobre aguas turbulentas, y un espejo en el que descubrir y asumir nuestras fragilidades.
Engañaría a quien dijera que la separación de mi compañera fue fácil. Ninguna lo es. Pero la nuestra, como mínimo, no provocó ningún terremoto que nos dejara con el suelo abierto en canal. En nuestro caso, la complejidad tuvo que ver con mi cruzada personal contra mis fantasmas. Con mi reconocimiento como hombre que, igual que se había enamorado de una mujer, podía hacerlo de otro hombre. En este proceso, mi compañera, que hoy por hoy lo sigue siendo aunque no tenga un calificativo consensuado socialmente para nombrarla, nunca adoptó el papel de justiciera o despechada. Al contrario, fue la que más me ayudó a abrir ventanas, la que más y mejor me escuchó, la que siempre me animó a no traicionarme. Ella, que siempre ha peleado contra un mundo no hecho a medida de las mujeres autónomas, me enseñó entonces como nunca antes nadie lo había hecho el arte de la generosidad. Gracias a ella, empecé a desarmar mi masculinidad.
Fue así como empecé a escribir una novela de la que me quedan todavía muchos capítulos pendientes. Desde aquella Navidad en la que en nuestra casa parecía haber un cable de alta tensión recorriendo las habitaciones, empezamos, en vez de a destruir, a construir lo que ahora tenemos. Tal vez sin ser muy conscientes, a tientas, con inseguridades y congojas, nos empeñamos en aprovechar las ruinas para construir otro edificio. Quizás porque la casa no se había destruido del todo, sino que más bien solo había sido atravesada por rayos que habían dejado muchas grietas en las paredes. En este devenir, la madre de mi hijo siempre tuvo y tiene un papel central, ya que ella siempre ha sido, además de más valiente que yo, más capaz de gestionar las emociones, de buscar salidas a los laberintos y de aplicar su filosofía de entrenadora a las cosas más cotidianas.
Sin ella habría sido mucho más difícil, por ejemplo, gestionar la comunicación a nuestro hijo de lo que estaba pasando entre nosotros. Ella fue la principal comunicadora y yo, como fiel reproductor de los mandatos de género, me quedé en un segundo plano. Eso sí, nunca olvidaré una conversación cortita pero rotunda que tuve con él, los dos metidos en la cama, y yo tratando, ante todo, de explicarle que todo iba a discurrir sin problemas para él. Tal vez uno de los aciertos fue ir haciéndolo parte de un proceso que tuvo sus días y hasta sus meses, de manera que en ningún caso sintiera que estaba viviendo una mudanza radical. Juntos, y sin aspavientos, fuimos recorriendo los distintos capítulos, sin que nos llegara a empachar una bola de acontecimientos.
Cuando alguien me pregunta por el secreto de esta aventura, o por una especie de manual de instrucciones, me cuesta responder. Solo percibo, en la distancia de los años transcurridos desde entonces, que siempre hemos sabido mantener el equilibrio entre la autonomía de cada uno y el espacio compartido, en el que nunca nos hemos movido como extraños sino como esos amigos que conocen bien sus debilidades y riquezas. Hemos ido resolviendo las organizaciones rutinarias, pero fundamentales, en el uso de los tiempos, de nuestros espacios y de nuestros propios proyectos, en permanente diálogo. Sin tener un plan preestablecido. De hecho, estuvimos varios años sin formalizar el divorcio, en el que optamos por la custodia compartida, y de hecho le llevamos las tareas hechas a nuestro abogado que se limitó a plasmar por escrito nuestra praxis previa.
Procuramos siempre atender como prioritario el bienestar de nuestro hijo pero sin olvidar la importancia también de nuestros tiempos de trabajo, de ocio o de inquietudes personales. La madre de mi hijo, volcada desde siempre en el mundo de atletismo y por tanto con duras exigencias de horas de entrenamiento o de viajes los fines de semana, fue la que en muchos casos me dio pautas para tratar de hacer compatibles las vidas de dos adultos muy ocupados con la responsabilidad que suponía atender a nuestro hijo. Bendito móvil y benditas aplicaciones que nos han permitido ir modificando agendas sobre la marcha, ir apagando incendios e ir cambiando de planes con una cierta tranquilidad. Mi hijo vivió tan directamente esta forma de organizarnos que, cuando ya alcanzó una cierta madurez, fue él quien también se convirtió en partícipe de algunas decisiones y cuando llegó a la adolescencia vivió incluso con alegría, y como un mundo de posibilidades, la realidad de tener dos casas y dos mundos en los que, entiendo, él nunca se sintió un extraño.
De hecho, desde hace apenas un año, su madre y yo somos casi vecinos y vivimos a escasos metros a pie, como si el destino nos estuviera llevando a un singular punto de partida. En ningún caso, además, sentimos que nuestro hijo usara esta situación para hacernos chantaje emocional, más allá de hechos puntuales en la turbulenta adolescencia, pero nada serio que nos hiciera saltar las alertas.
Nos hemos equivocado, hemos rectificado y sobre todo nos hemos cuidado. Cuidar: ese verbo que ahora parece la muletilla imprescindible en cualquier discurso igualitario y que a mí me remite, insisto, desde la práctica, no desde la mera teoría, a la escucha y la conversación, a los buenos tratos, a la delicadeza y a la alegría. Gracias a la conjugación de ese verbo, siempre en presente imperfecto, nuestros mundos no se han divorciado y sigue habiendo pasarelas entre nuestras casas. Todo ello al tiempo que hemos procurado que quienes nos rodean, y nos quieren bien, sean conscientes y partícipes de ese escenario. Algo que, por cierto, no ha dejado de provocar en muchas ocasiones la incomprensión, como mínimo, desconfianza de quienes viven instalados en el rencor.
En estos años de reajustes y descubrimientos, la madre de mi hijo, a la que me niego llamar “mi ex”, porque siento que así la estoy expulsando de mi vida, hemos compartido confidencias y dudas, soledades y conquistas, y hemos disfrutado al máximo del crecimiento de esa personita a quien nunca mantuvimos en la inopia de la fantasía. Por todo ello, creo que sobran las explicaciones de por qué yo me sentí tan feliz hace unos meses cuando ella decidió formalizar la relación que ahora tiene con un tipo estupendo, al que siempre saludo con un abrazo sincero. Verla tan radiante, como si lo tuviera todo por descubrir, del brazo de nuestro hijo, y haciéndome parte esencial de la fiesta, de su fiesta, fue uno de los momentos más emocionantes de mi vida.
Entonces asumí, con más claridad que nunca, que habíamos elegido el camino correcto, que habían merecido la pena los insomnios y las rebeldías. No seré yo quien afirme que nuestra experiencia sea modélica, ni que ni ella ni yo seamos ejemplares, pero sí que me gusta reivindicarla como una alternativa que procura sosiego y que hace más anchas las vidas. Que suma y hasta multiplica. Y que supone una apuesta revolucionaria por el amor que ya quisieran muchos poliamorosos y otras tribus deconstruidas. Un amor que se parece, a ratos al menos, a ese “amor camaradería” que reclamaba Alejandra Kollontai en los años 20 del pasado siglo. Siempre en construcción, como alegremente demuestra el gerundio, ese tiempo verbal en el que tal vez resida el secreto de una vida buena y de esa siempre inestable felicidad que alcanzamos a vivir en este jodido mundo que nos ha tocado en suerte.