Me llamó mientras yo intentaba decidir entre comprar melocotones o manzanas. Estaba en casa de un amigo y se suponía que vendría a comer.
—Voy a pasar por casa del papa para recoger unas cosas y cuando llegue tengo que hablar contigo.
Su voz era rara y me preocupé.
—No me asustes. ¿Qué ha pasado?
—Nada, es que he estado hablando con mis colegas y... —se detuvo un segundo y respiró hondo— Buff… Llevo mal esto de despedirme.
—¿Despedirte? —Su voz empezó a variar hacia los agudos, como pasa cuando queremos decir algo sin llorar.— Es que el Eric que vive en Olot nos ha dicho que hay trabajo allí y vamos a ir con dos más. Su abuela nos ha ofrecido su casa mientras encontramos curro. Llevaba unos cuantos meses buscando trabajo y parecía una buena oportunidad.
—Pues muy bien, ¿no?
Intenté sonar lo más natural posible pero las rodillas me tintineaban y la garganta se me cerraba. Le dije que no se preocupase por nosotros y que lo esperaba esta tarde. Hice un par de bromas para encapsular la sorpresa y salí de la frutería sin comprar nada. Me detuve unos metros más adelante porque el corazón se me iba a salir del pecho y supe que ese 5 de julio se grabaría a fuego en mi memoria. Allí estaba, bajo un sol de justicia, viendo pasar 19 años.
Una llamada telefónica me decía a las 7 de la tarde que la espera había acabado y que al otro día a las 8 tenía que estar en el Ministerio porque me darían a Ezequiel, un bebé de 8 meses. Dos años y medio de peritajes, psicólogos, pruebas y cuestionarios llegaban a su fin. Con su padre salimos corriendo a un centro comercial para comprar lo mínimo que necesitaba.
En el pasillo de los pañales preguntamos a una señora qué talla usaba un bebé de esa edad y como no lo tenía claro, nos llevamos un paquete de cada. La cuna plegable y media sección de productos para bebé fueron al carro también. No pegamos ojo en toda la noche y llegamos una hora antes. Era un 28 de mayo helado en la Córdoba de Argentina. El café que tomé con su padre es una escena que atesoro porque fue nuestra particular sala de partos.
El equipo de Adopción nos indicó que debíamos pasar primero por el Juzgado a firmar los papeles y luego volver. Mis padres nos llevaban en su coche porque estábamos muy nerviosos para conducir. Al salir del Juzgado mi compañero insistió en parar en una tienda de deportes. Mi padre daba voces porque íbamos muy tarde hasta que lo vio salir con los ojos brillosos y una mini camiseta roja del Club Atlético Independiente. Los argentinos respetamos más el fútbol que la religión.
Media hora después, una asistenta social me mostraba un bebé dormido con mejillas rosadas, orejas de duende y chupete verde. La personita más hermosa que había visto en mi vida. Lo puso en mis brazos luego de sentarme porque me iba a caer al suelo de la emoción. Él se despertó, miró alrededor y siguió durmiendo como si nada. Las mujeres del equipo me explicaron el tipo de leche que estaba tomando y las medidas correctas en el biberón. No entendí una palabra, pero no pedí que lo repitiesen por miedo a que se arrepintieran. ¡¿A quién se le ocurriría dar un bebé a una mujer que no sabía preparar un biberón?!
Volví a la tarde, seis meses después, donde le expliqué al pediatra que algo grave le pasaba al niño porque se daba cabezazos contra la pared y se metía los dedos para vomitar. El hombre que rondaba los 60 y sabía más por viejo que por médico lo revisó y concluyó:
—Lo que tiene el niño es que usted está embarazada.
—No, doctor. Yo no puedo quedar embarazada.
—Vaya a la farmacia y compre un test de embarazo. Los niños son cachorros y perciben los cambios en la madre. Sabe que viene un hermano y por eso la pataleta.
Así fue como me enteré que estaba embarazada de ocho semanas y que mi hijo era un bichito muy observador. Dos niños pequeños, el Corralito, emigrar al otro lado del mundo, un divorcio, otro niño, la adolescencia a pares, podrían ser una explicación para la velocidad en la que habían pasado estos años. Nos preocupamos tanto por llegar a fin de mes que deshojamos calendarios sin darnos cuenta de que pasa la vida.
Diecinueve años después, la parte fundamental de mi tarea como madre había terminado. La siembra había acabado y solo quedaba confiar. Con una llamada supe de su existencia y con otra entendí que ya era un hombre. ¿Habría hecho bien las cosas? ¿Sabría defenderse solo? ¿Estaría yo a la altura de lo que correspondía ese día?
Cuando llegué a casa empecé a rebuscar en los armarios de la cocina. Preparé dos bolsas con cacao, galletas, macarrones, tomate frito, sobres de sopa, botes de garbanzos y latas de atún. Me justificaba diciendo que era para la abuela de Eric, pero sabía que en realidad era mi manera de cuidarlo un poco más allá de la puerta de casa. Llegó la tarde y mi niño con ella. Da igual la barba y la edad que dice su DNI, será siempre mi niño.
—Mamá, que me voy a una casa de familia, no a una acampada —bromeó.
Ha aprendido de su madre a usar el humor para enfrentar los días difíciles.
—Da igual, esa pobre mujer va a alimentar a una marabunta y toda ayuda es poca.
Guardó su ropa de camarero para terminar de armar las maletas y sacó a pasear a su perro después de jugar un buen rato con él. Al volver, nos encontramos en el pasillo, nos miramos a los ojos para ver en ellos lo que no podíamos decir y lo abracé como aquel día que me lo pusieron en los brazos.
—No te olvides de que te quiero muchísimo y estoy muy orgullosa de vos —le susurré.
No pudo contestarme porque estaba llorando con una sonrisa enorme. Cruzó la puerta de casa con todo el amor posible en la mochila. Creo que amar profundamente a nuestros hijos es la mejor defensa que podemos darles frente al mundo. Busca tu futuro, cielo. Yo guardo tu pasado por si alguna vez lo necesitas.