Nací el Día de la Lotería del año 1980 en Santiago de Compostela. Soy hijo de la modélica transición y de la verbena, pues resulta que mi madre había hecho un trío junto a su novia de aquel entonces con un chico más joven en unas fiestas de pueblo. De aquel encuentro se quedó embarazada y a pesar de que pensó en irse a Holanda para abortar, decidió que no, que tenía 29 años y un trabajo estable y que iba a ser madre. Se separó de su novia y siete meses después tuvo mellizos prematuros.
En este sentido mi madre era una puta para la sociedad, una mujer bisexual, disfrutona, egoísta porque era capaz de pensar en sí misma, todo lo contrario al ideal de la feminidad y de lo que ha de ser una “buena” mujer, pero también era una mala mujer para el sistema legal, puesto que al ser madre soltera no le hicieron un libro de familia en el Registro Civil sino que le dieron un libro de filiación.
Las madres solteras, las que no estaban casadas, no eran consideradas una familia. En aquel momento las únicas familias monoparentales reconocidas eran las formadas por mujeres viudas, es decir, siempre había de existir o de haber existido un padre reconocido para poder llamar a eso “familia”. Así que todas las veces cuando era pequeño y tuve que llevar una fotocopia al colegio del libro de familia presentaba, en su defecto, algo que sonaba a enfermedad terminal. ¿Por qué no pone en el tuyo familia? ¿No tienes padre? Jaja, huérfano, jaja. ¡No soy huérfano! Jaja, huérfano, jaja.
Que no lo llamen familia, que no lo llamen matrimonio
Pero esto no es todo, claro, en mi libro de filiación dice que soy hijo de mi madre con estado civil soltera (por si a alguien se le olvidaba) y de un tal José, a efectos identificadores. Sí, el espacio del patriarca, del dueño del latifundio de la realidad, no se podía quedar hueco, vacío. Así que ese dato, tal cual, se trasladó a mi DNI y en él pone que mi padre es José. Supongo que mi padre es carpintero, de origen humilde y esposo de mi madre y también de la Virgen María. A veces pienso en escribir a un programa de televisión para que le manden una carta, para conocerlo y que nos separe una pantalla y llorar y decir que quiero abrazarle y que papá cómo te he echado de menos y ay hijo cómo te pareces a mí y que la gente aplauda enloquecida y vivieron felices y completos, por fin, para siempre.
¿Cómo voy a echar de menos algo que no conozco y que no sé lo que es? Es como decir que echo de menos vivir en París cuando jamás he estado allí. Pura melancolía impuesta por la normatividad.
Pienso en cómo se ordena el mundo, en qué es lo importante, pienso en que en un documento que acredita, desde hace más de 70 años, la identidad, los datos personales que en él aparecen y la nacionalidad española de su titular (esto que a tantas personas les cuesta conseguir) con carácter oficial y fidedigno, un certificado de verdad absoluta, se ha preferido que hubiera una mentira, un nombre ficticio, un padre que no existe, a asumir la diversidad de nuestros afectos, de nuestros vínculos y de nuestras realidades.
También pienso en lo alargada que es la sombra del estigma sobre las mujeres como mi madre, que cuestionaron con sus existencias, con sus formas de vida, el patrón impuesto. De todas esas mujeres libres que se negaron a que les hicieran una fotografía fija, cuyos deseos las movieron de lugar, que pusieron sus cuerpos para abrir camino a las demás. Pienso en las marcas institucionales y sociales, en la necesidad de hacerlas sentir culpables, con miedo, para que así se queden paralizadas, para que regresen al lugar estipulado, para que se arrepientan, para que busquen la protección del hombre, del Estado, del padre y del Todopoderoso.
Lo que siempre han querido que sintiera con respecto a mi filiación es vergüenza y, sin embargo, lo que consiguieron es que sintiera un profundo orgullo por mi familia, porque lo que soy, no es otra cosa que un maravilloso hijo de puta.