Nuria (Madrid, 45 años) y Felipe (Madrid, 45 años) llevan unos días un poco preocupados. Aroa, su única hija, de 12 años, comienza el instituto y tanto ella como sus padres, cada uno por causas diferentes, no pueden evitar estar nerviosos. “Es que no es lo mismo el colegio que el instituto –se reafirma Nuria– aunque lo bueno es que en primero y segundo de la ESO no les dejan salir del recinto, ni siquiera a comprar el bocadillo, y eso nos tranquiliza, la verdad”. Seguramente, detrás de esta microescena familiar se vean reflejados cientos de miles de madres y padres en nuestro país. Sin embargo, ese regusto agridulce ante el cambio, ante el hecho de que sus hijos y sus hijas se hacen mayores sin remisión, cobra una dimensión diferente en familias como las de Nuria, Felipe y Aroa. Porque los tres tienen una discapacidad intelectual.
Según la Convención sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad, aprobada por Naciones Unidas el 13 de diciembre de 2006 y ratificada por España, todas las personas con discapacidad tienen derecho a formar una familia y decidir el número de hijos que quieren tener. Pero más allá del papel, las parejas con discapacidad con menores a su cargo siguen siendo hoy una minoría lastrada en la mayor parte de las ocasiones por los prejuicios y los tabúes.
“La discriminación que se produce en el ámbito de la discapacidad intelectual es interseccional”, sostiene Silvia Sánchez, directora de Estrategia y Desarrollo de Plena Inclusión Madrid. “Ya solo en el ámbito laboral, la tasa de empleo del colectivo es cuatro veces menor que en el resto de la población, por ejemplo. Si a eso le sumamos la infantilización a la que se suele someter a las personas con discapacidad intelectual por parte de la sociedad, las posibilidades para que puedan formar una familia se diluyen casi completamente”.
Una historia poco habitual
Nuria y Felipe se conocieron en la Red, en una de aquellas salas de chat de Terra que ahora parecen el paleolítico de Internet pero que durante mucho tiempo fueron punto de encuentro de soledades compartidas. “Aquel día, justo antes de acostarme, me conecté y encontré a una chica que estaba teniendo problemas con su Messenger”, cuenta Felipe. La coincidencia dio pie la conversación; esta, a siguientes quedadas virtuales; y, poco tiempo después, a la primera cita cara a cara. “Quedamos varias veces y enseguida decidimos ser pareja. Un año más tarde, ya estábamos buscando piso”, completa Nuria.
Y lo encontraron en Leganés (Madrid), en el barrio de toda la vida de Felipe –“sigo comprando en la misma pollería en la que compraba mi madre”–, aunque necesitaron el aval de sus padres para poder hacer frente a la hipoteca. “Yo trabajo en la lavandería de un centro especial de empleo de Ilunion”, señala Felipe, “y Nuria, en un colegio, así que nuestros sueldos no nos daban para hacer demasiadas cosas”.
“En líneas generales, las personas con discapacidad intelectual perciben sueldos bajos”, afirma Raquel Rodicio, técnico de Proyectos de la asociación AFANIAS, organización de referencia de Nuria. “El caso de Felipe y Nuria representa el contrapunto positivo respecto a otras historias similares. Ellos representan la imagen de una familia que ha salido adelante a pesar de todo porque disponen de apoyos familiares. Pero, lamentablemente, su historia no es la habitual”, concluye.
Corresponsabilidad motivada por las circunstancias
A las siete de la mañana suena el despertador en casa de Nuria, Felipe y Aroa. Con los primeros rayos de luz entrando por la ventana, cada uno se prepara para afrontar la jornada. Hoy es el primer día que Aroa acudirá al instituto y, por eso, parece mucho más introvertida de lo que es en realidad. “Está muy nerviosa”, reconoce Nuria. “Y nosotros también, porque los días que Felipe tenga turno de mañana no llegará a casa hasta las cuatro y la niña va a tener que comer sola. A ver cómo se apaña”. Felipe interviene para mostrar confianza en su hija: “El microondas lo sabe utilizar. Se va a manejar bien, seguro”.
Cuando Aroa nació, en cambio, trabajadores sociales y algún médico no tenían muy claro que ellos fuesen a ser capaces de cuidar a una niña. Tampoco dentro de sus propias familias mostraban demasiada confianza. “Mi suegra intentaba siempre que no me quedase sola con Aroa”, recuerda Nuria. “Tuve que pelearlo mucho hasta conseguir que confiasen en mí. Hasta conseguí hacer un viaje sola en el tren con ella cuando todavía era un bebé”, se enorgullece. Felipe también tuvo que atravesar su desierto particular hasta lograr desarrollar vínculos con la niña: “Al principio me daba miedo cogerla en brazos por si se me caía, pero enseguida aprendí a cambiarle los pañales y aprendí rápido los trucos que me daban mis compañeros de trabajo que ya tenían hijos”. Nada que le diferenciara de cualquier padre primerizo.
Con un año y medio, a Aroa le diagnosticaron un retraso madurativo que no le permite aprender a la misma velocidad que el resto de niños y niñas de su misma edad. “El año pasado, a mitad de curso, buscamos a una profesora particular de matemáticas para que le echase una mano, porque no se le dan bien, la verdad”, se lamenta Nuria. “Pero conseguimos que aprobase. Nunca ha sido una niña de grandes notas, pero ha ido aprobando todo siempre”. De ahí que esta mañana se les agolpen a los tres un montón de dudas: ¿dispondrá de apoyos en el instituto? ¿Conseguirá tener un grupo de referencia? Este último aspecto es un tema que a Nuria le preocupa abiertamente: “A mí me costó mucho tener amigas en el colegio. No lo conseguí hasta que me cambiaron a un centro de Educación Especial”, recuerda. Tal vez por eso, Nuria y Felipe han favorecido siempre un ocio activo que los tres comparten. “Nos gusta mucho salir a dar paseos o con la bicicleta. Y los juegos de mesa nos encantan”, cuenta Felipe.
Antes de salir de casa, el reparto de tareas domésticas está plenamente automatizado. Mientras Nuria prepara el desayuno, Aroa deja su habitación ordenada y Felipe hace lo propio con el salón. Hoy les toca turno de mañana y la casa estará vacía hasta la hora de comer. “Yo me encargo más de las comidas y Felipe y la niña, de la limpieza y de la compra”, cuenta Nuria. “De hecho, enseñamos a Aroa a tirar el pañal a la basura y a echar la ropa sucia a la cesta cuando tenía tres años”. Una corresponsabilidad no forzada, motivada exclusivamente por las circunstancias: “Es que los horarios de Nuria no nos dejan más remedio”, añade Felipe. Durante mucho tiempo, he sido yo quien se ha encargado de dejar a la niña en el colegio, de hacer la compra y limpiar la casa cuando tenía turno de tarde“.
Aroa coge la mochila y sale la primera. Detrás le siguen sus padres que, antes de cerrar la puerta, cruzan sus miradas por un instante. Cualquiera que lo hubiese visto se habría dado cuenta de que en ese gesto, casi imperceptible, había algo de miedo pero mucho también de orgullo. Ya son las ocho, en las calles de Leganés arranca un nuevo día y en la vida de Nuria, Felipe y Aroa, un nuevo capítulo.