Si en los años setenta lo normal era crecer con tres hermanos o más en casa, a día de hoy, y según el Instituto Nacional de Estadística (INE), el número de hijos por mujer es de 1,34 y bajando. Esos datos nos sitúan en un escenario en el que, a diferencia de las familias de la época ye-yé, crecer sin hermanos es la norma en vez de la excepción.
Sin embargo, muchas madres y padres siguen teniendo que justificarse ante los demás y ante sí mismos por no tener más de un 'heredero' porque, entre los múltiples mitos que habitan en la paternidad y la maternidad, se encuentra el estigma del hijo único. Antes o después, las familias con un solo hijo van a tener que enfrentarse a la idea generalizada de que crecer en solitario le hace a uno egoísta, con dificultades para socializar y caprichoso.
Pero, ¿de dónde viene la creencia de que tener hermanos es mejor que no tenerlos? Andrea A., empresaria boliviana de 36 años afincada en España desde 2013, es madre soltera de un solo hijo (Mario, de 3 años) y reflexiona: “Yo vengo de una sociedad, y creo que la española era parecida, en la que cuando nací la falta de recursos se suplía con el apoyo de la familia. Concretamente, los hermanos eran un valor que garantizaba apoyo, cuidados, ayuda doméstica y también económica. Era mucho más fácil salir adelante en un grupo de dos o más adultos y varios chicos y chicas de distintas edades que en grupos familiares pequeños, ya que en el primer caso, todos podíamos aportar un granito de arena al conjunto. Actualmente es distinto”.
Patricia Castaño, socióloga especializada en familia, coincide en esta visión, según la cual los beneficios que se atribuyen a las familias numerosas pueden tener que ver con la función que los hermanos cumplían hace años. Añade que “en los años tanto previos como posteriores a la Transición, en España se vivía una situación marcada por el deseo de progresar pero, al mismo tiempo, con la herencia de una sociedad profundamente religiosa y conservadora en un marco económico estrecho. Ese contexto particular condicionaba la forma de ver lo que estaba bien o mal, influyendo poderosamente en decisiones como el número de hijos deseable para que una familia fuera considerada de bien”.
Para Castaño, que los hijos únicos fueran etiquetados de egoístas o problemáticos era “una forma de estigmatizar a las familias que no cumplían con las necesidades sociales y religiosas de la época. Y estas creencias están tan arraigadas que, aunque la sociedad y las realidades familiares hoy sean muy distintas, aún perviven”.
Tener como hermanos a los amigos
Los estereotipos vinculados a los hijos únicos no solo existen en España. La psicóloga americana Susan Newman –autora de Educar a un hijo único, entre otros títulos sobre el tema– o el profesor de la Universidad de Warwick Dieter Wolke –que ha investigado extensamente las relaciones familiares y su impacto en la salud mental–, llevan años analizando este fenómeno y derribando barreras en torno a una idea que inculca miedos innecesarios en muchas familias de países desarrollados.
“En los últimos 30 años”, menciona Newman en un reciente artículo publicado en su web, “muchos estudios refutan la idea de que es mejor o incluso necesario que los niños tengan hermanos y hermanas. Los hermanos no son automáticamente útiles, no son la panacea para los problemas de comportamiento ni necesariamente brindan un trampolín para el crecimiento emocional y social. Tampoco son una garantía de infancia enriquecida”.
Así lo creen las personas que, como Rafael M., arquitecto de 46 años, tienen un solo hijo (Mateo, de 10 años) de manera meditada y consciente. “Mi mujer y yo veíamos que las parejas muchas veces se resienten con la llegada del segundo y, además, que los hermanos tienen que crecer compitiendo por una atención que, si ambos padres trabajan, es difícil obtener. Por no hablar de que económicamente los gastos se multiplican”. Por eso, cuando llegó el momento tanto él como su pareja pensaron que no tener más hijos les permitiría “darle una calidad de vida, afectiva y como padres, que de otra manera no creo que pudiéramos”.
“Creo que hoy en día no son tan necesarios los hermanos como cuando yo crecí”, continúa Rafael, “entre otras cosas porque observo que la mayor parte de los amigos de nuestro hijo son también hijos únicos, de modo que sus amigos son esos hermanos que no tiene dentro de casa. Considero que podemos darle a nuestro hijo un espacio y una intimidad en su hogar que de otra manera no sería posible y, en paralelo, compartir la vida con otros niños”.
Bibiana Infante, psicóloga clínica y experta en infancia y adolescencia, aboga sin embargo por una postura intermedia: “Siempre recalco que dar un hermano o hermana a nuestro hijo es un maravilloso regalo y, aunque tener hermanos no garantiza nada, sí es cierto que ayuda a los niños a convivir con personas de su edad desde pequeños, y con ello van adquiriendo habilidades de vida”. Eso no es incompatible, continúa, con que los padres de hijos únicos traten de que sus hijos “estén y convivan con otros niños, primos y amigos, con frecuencia”.
La clave: el tipo de vida, más que los hermanos
La clave de que algunos niños y niñas devengan en adultos con problemas a la hora de empatizar, compartir o trabajar en equipo no estaría tanto en si han sido criados o no con hermanos y hermanas, sino más bien en otros factores que tienen también peso en el proceso de socialización. Entre ellos, la presencia –en casa o fuera de ella– de chavales de distintas edades y de tiempo y espacios adecuados para jugar y relacionarse. Lo explica Maria José Garrido Mayo, Doctora en Antropología y especializada en Etnopediatría y Antropología de la Maternidad y la Infancia, quien defiende que según diversos análisis antropológicos, los hijos únicos pueden tener “un desarrollo exactamente igual” que los que tienen hermanos.
Para Garrido, los posibles problemas de socialización residen más en “el tipo de vida que tenemos en la actualidad en las familias: padres y madres que trabajan buena parte de la jornada, y bebés y niños con actividades escolares y extraescolares que superan la jornada legal en Europa”. Actividades, resalta, “siempre supervisadas por adultos”, lo que con lleva que no haya tiempo “para el juego libre, tan necesario para el desarrollo de los niños y para las relaciones entre ellos”.
Los hijos únicos, añade Garrido, “siempre han existido en todas partes, por distintos motivos, como por ejemplo enviudar; pero no se criaban solos sino que convivían con primos de todas las edades, ejerciendo de manera natural un aprendizaje vivencial sin adultos”. Recuerda que “hace sólo una generación, los niños disponíamos de mucho más tiempo libre, con niños de nuestra propia familia o vecinos de nuestra edad, en las calles y parques de nuestro vecindario, lo que proporcionaba en la infancia una autonomía e independencia considerables. Si los niños están y crecen solos no es por no tener hermanos, sino por un cúmulo de circunstancias bien distintas”.
Quizá no se trate, concluyen varios expertos, de determinar qué es mejor o peor, sino de valorar cada situación en sus matices y tratar de educar de acuerdo a ellos. “Desde la psicología Adleriana –dice la psicóloga Bibiana Infante– sí vemos diferencias en cuanto a caracteres según el orden de nacimiento, el número de hermanos, los años de diferencia y el sexo. Es muy interesante ver las similitudes que suele haber según estos factores”.
En ningún caso, cree Infante, los hallazgos en esta materia deben servir “para poner unos esquemas de familia frente a otros”, sin para afrontar cada reto: “Las familias con hijos únicos se van a enfrentar a unas situaciones distintas a las que se enfrentan las familias que tienen que criar a dos o más. Y ahí es donde debemos incidir, en que cada cual sepa gestionar bien su situación”. No cree, en cualquier caso, que tener hermanos sea la clave de la felicidad, ni de los niños ni de los adultos: “Hay muchos otros factores que influyen en un buen desarrollo socio-emocional en las personas. Todos ellos dependen del clima que se genere en el hogar, en las aulas y en los entornos de los más pequeños”.