Cada nueva hazaña en la desescalada, Eleonor y yo la vivimos como una aventura. “¡Y ahora, vamos a coger el metro!”, le digo, como si acabara de proponerle un viaje en globo, la vuelta al mundo en 80 días o bajar hasta el centro de la Tierra. Mi hija me mira con incredulidad y valora sus opciones. Me contesta: “Goya no está tan lejos, no me importa ir andando”. La miro atónita. Le ha dado canguelo. Nunca la había visto tan dispuesta a caminar dos kilómetros.
Venga, le digo, llevamos mascarillas, intentaremos no tocar nada, he traído gel y son solo tres estaciones. Estoy intentando convencerla porque la llevo a unos grandes almacenes para comprarle un regalo de cumpleaños y me temo que, si se cansa por el camino, el Amanecer de los muertos de Zack Snyder va a ser una comedia ligera al lado de nuestra experiencia.
Era la primera vez que bajábamos al subterráneo y mirábamos a nuestro alrededor con asombro y aprensión. Noté que habían eliminado objetos y obstáculos, que las escaleras y el vestíbulo se veían más limpias y despejadas. Contribuía a ello la ausencia de gente, de eso Eleonor se dio cuenta enseguida y no paraba de señalar a la nada: “Mira, mamá, no hay NADIE”. Nos llamó la atención, como siempre en esta pandemia, la comunicación de la emergencia: los carteles con medidas de seguridad, las indicaciones en el suelo para marcar la distancia de seguridad, los carteles recordando la obligatoriedad de las mascarillas y los mensajes por megafonía.
Cuando llegamos al andén, acabábamos de perder un tren y hubo que esperar más de diez minutos por el siguiente. El Metro de Madrid anterior al coronavirus no se caracterizaba por su gran frecuencia. Era lógico que ahora, con los viajeros a medio gas, tampoco. Al menos y a diferencia de un sábado primaveral sin pandemia, había tan poca gente que se podía pillar asiento. Pasamos los diez minutos observando a la gente con descaro. Ya me había dado cuenta, paseando por la calle, que vamos con la mascarilla como si nos tapara la cara entera, en lugar de solo media. A veces dan ganas de decirle al otro: oiga, deje usted de mirarme, si no fuera porque yo también lo estoy haciendo, fijamente.
Frente a nosotras, en el andén contrario, dos amigas se sientan juntas en un banco. Eleonor, pequeña gestapillo, emite un informe: “Mira, mamá, esa lleva la mascarilla en el cuello y la otra colgando de la oreja”. Pues sí, le contesto, bajándole con discreción el dedo que había levantado. “¿Se puede hacer eso?”, me preguntó. No recuerdo qué le contesté, espero que algo cabal, porque estaba más atenta a una penosa escena de ligoteo que sucedía en torno a las chicas y que estaba pasando bajo el radar de Eleonor. Un chico se había acercado a su banco y les decía “qué pena que no nos podamos sentar tres”. Eleonor seguía diciéndome cosas pero a mí se me fue la cabeza pensando en que el coronavirus era como el tiempo o como cualquier otra cosa: una buena excusa para entablar conversación. Las chicas ni le miraron, sin levantar la cabeza del móvil que sostenían entre ambas, riéndose no se sabe de qué. El chaval, humillado, se fue a sentar al siguiente banco.
Eleonor había pedido un puf para su noveno cumpleaños y sacrifiqué la sorpresa del regalo por la posibilidad de que ella misma lo eligiera, lo cual le hizo sentir muy mayor. Nos pateamos arriba y abajo el edificio de estos grandes almacenes, al igual que mi madre lo hacía conmigo cuando yo tenía su edad. Recuerdo los atascos en la sección de perfumería y el mareo que sentía con la mezcla de olores. Recuerdo el amontonamiento en las escaleras mecánicas y como siempre alguien te daba con el pico de una bolsa voluminosa. Recuerdo, también, que a menudo me perdía y acababa dándole la mano a la señora que no era. Todas esas cosas no le podían suceder este sábado a Eleonor porque había pegatinas para marcar la distancia en las escaleras y, a pesar de que había muchísima gente —más que en la guerra diría mi madre, pero en esta ocasión yo diría que más que en el metro— también se creaban grandes huecos entre los núcleos familiares.
A la hora de pagar, había cola. “¡Esto parece Navidad!”, dijo a su compañera el empleado que estaba a punto de atendernos. Cuando estuve delante de él repitió lo mismo pero alterando el orden de las palabras. “Lo del coronavirus ya se ha acabado”, me dijo, mientras tecleaba números en la caja registradora. “Qué va, pero qué dices”, le contesté, un poco alarmada. El dependiente levantó la vista y me dirigió una mirada que incluía una ceja arqueada y en ella podía leerse la expresión “era ironía”.
El hombre miró alrededor, negó con la cabeza e hinchó los mofletes. Instintivamente, me retiré unos centímetros más hacia atrás y me eché gel hidroalcóholico del bote a disposición de los clientes. El empleado le pidió a Eleonor que lo hiciera también y, mirándola con intensidad, como uno de esos personajes secundarios que se cruzan en la vida del héroe y le dan un consejo que nunca olvidan, le dijo: “tú siempre que veas uno de estos, te pones”. Eleonor asintió y obedeció, muy seria.
Tomamos el metro para volver a casa, arrastrando un puf enorme dentro de una bolsa de plástico. En el vagón todos nos miraban, pero con razón. Yo arrastraba un saco rojo gigantesco al hombro, como Papá Noel, y mi hija correteaba a mi alrededor, cabalgando feliz en un subidón de endorfinas, vistiendo una diadema de unicornio y una chaqueta de las Pink Ladys de Grease, una de sus pelis favoritas. Somos una pareja extraña. Si yo me hubiera visto desde fuera, también le preguntaría a mi madre si aquello se podía hacer.
Salimos a la superficie y me doy cuenta de la hora: son casi las nueve de la noche. En el mundo del comercio no existen los aplausos de las ocho. Tampoco en muchas calles residenciales, pero en la mía sí. “Nos los hemos vuelto a perder”, le digo a Eleonor. Ella, asombrada como si esta fuera su primera primavera, mira al cielo y le cuesta creer que sea tan tarde. De camino a casa, con el puf gigante a cuestas, con la diadema de unicornio en su cabeza y con los bailes a mi alrededor, consigo explicarle que el solsticio de verano ocurrirá a la vez que acabe el estado de alarma y, con él, este diario, en la noche más corta del año.
Las danzas rituales de Eleonor, sumadas a las historias que le voy contando sobre el día más largo del año, me hacen recordar los ritos paganos de la película The Wicker Man, donde desaparece una niña, y se me pega a la piel una sensación inquietante que intento que se vaya en el baño de mi casa, cuando me lavo intensamente las manos y los brazos con agua y jabón.
Mientras preparaba la cena, Eleonor preguntó en alto: “¿Qué hora es?”. “¡Las 21:37!”, le grité desde la cocina. “Y entonces, ¿por qué aplauden?”, dijo. Dejé lo que tenía entre manos y salí al balcón. Efectivamente, mis vecinos estaban aplaudiendo con una energía desbordante a las 21:37, acompañando las palmas con gritos y vítores a la sanidad pública y la clase obrera. Me uní a ellos, por supuesto. 21:37, y porqué no.
Al día siguiente, la pequeña resistencia de mi pasaje volvió a salir a las ocho en punto, para un aplauso que coincidió con un gol del Real Madrid. Pues sí, ha vuelto el fútbol, con público de mentira y ruido de ambiente falso. Me siento como el dependiente de la tienda, rodeado de la nueva normalidad, pretendiendo que “lo del coronavirus ya se ha acabado”. Hay días que la vida parece una película.
El número de contagios que marcan la situación actual es de 243.928 casos confirmados en España; 2.354.844, en Europa y 7.670.887, en el mundo.