Hace algunas semanas, la actriz Sarah Paulson era portada de The Edit y, entre sus declaraciones, se difundió, con grandes dosis de aprobación, ésta: “Soy una mujer de cierta edad que eligió no tener hijos, y que ha hecho de su carrera su prioridad. Soy el capitán de mi propio barco, y nunca he buscado que nadie valide eso, para mí está bien”.
La amamos por todo, es símbolo por visibilizar su lesbianismo y haberse convertido en figurón incuestionable con cuarenta y pico años. Paulson nació el mismo año que yo, en la década de las reivindicaciones y luchas feministas más radicales que se recuerdan (quizá las del presente estén empezando a hacer sombra), y todavía siente que necesita explicar su decisión de no haber tenido hijos; sin embargo, frente a la difusión de ese fragmento de entrevista, sentí un inmediato rechazo. Me cuestioné cosas.
Que cualquier mujer con cierto papel público tenga que explicarse acerca de sus decisiones, relaciones o uso del propio cuerpo, es reflejo del paternalismo con el que se nos trata. Que Paulson abandere el discurso de la “emancipación” (soy una mujer independiente, y he elegido no ser madre y por tanto no cuidar) es también reflejo de una conocida trampa del feminismo liberal.
¿Qué pasa cuando confrontamos una declaración como ésta con los discursos que, desde la reivindicación del cuidado de la vida como valor de reproducción social, buscan generar sensibilidad y políticas públicas sobre la realidad cotidiana de la crianza y el cuidado de otros seres “no independientes”? ¿Cómo hacemos para hacer entender que la reivindicación del trabajo de cuidados no significa que las mujeres –a las que se socializa habitualmente para ello– tengan que seguir haciéndolo, sino que busca otorgar valor público a una enorme bolsa de tareas que habitualmente se solucionan en privado? ¿Qué pasa con el ingente trabajo no remunerado que realizan las mujeres en los hogares y qué pasará con él cuando nos bajemos todas porque nos hemos “liberado”?
Veámonos brevemente en una ficción futurista, que siempre es útil: sitúala dentro de veinte, treinta o cien años. Nuestras madres y abuelas ya no están. La “liberación”, la oportunidad de elegir el propio destino, ha llegado a las mujeres de todas las capas sociales. Hay trabajo para todos (esta es la parte más futurista). Dado que tener hijos es una opción, y que está mal valorada y penalizada socialmente (la decisión es individual y sus consecuencias se asumen en privado), sólo un dos por ciento de las mujeres se convierten en madres.
Estas mujeres, a veces en parejas heterosexuales y otras no, son vistas como estoicas monjas que anteponen las necesidades de otros a las propias, y se desenvuelven solas, preocupadas por sus hijos, porque alrededor todo el mundo es tan independiente que nadie tiene tiempo siquiera de considerar la situación. Ellas lo han elegido, ¿verdad? Que se arreglen.
Ejercer la empatía, procurar afecto a los otros humanos (hijos o cualquiera), preocuparse de sus necesidades es un destino vital de débiles, de subalternos, de fracasados. En este mundo, el antiguo ideal de alcanzar las metas que antes estaban reservadas a los hombres es accesible para cualquiera, no sólo mujeres blancas y progres. Progresivamente, hemos llegado a la utopía de no hacernos cargo de nadie, de cuidar a nadie. Quien tiene hijos es más o menos un donquijote de la feminidad del pasado. Una paria.
Qué nos pasa en ese mundo distópico cuando lleguemos a viejos, en fin, lo vislumbraron medianamente rarezas de la ciencia ficción. No sigo con la historia.
La madre como cuidadora
Las palabras de Sarah Paulson son portadoras del ideal del feminismo liberal: “Yo primero, yo independiente” y ponen el índice en otra cuestión: la identificación de la madre con la cuidadora. Ya decía Silvia Federici, más o menos cuando nacimos ella y yo, que ser madre y ama de casa era un destino peor de la muerte (lo sigue siendo, para tantas cuyo único destino prefigurado está en casarse, tener hijos, y abandonar cualquier posibilidad de vida política y pública). El feminismo de corte marxista y el feminismo liberal se dieron la mano en la distopía, sin quererlo. Aunque uno fue más lejos que el otro.
Han sido duras y largas décadas de desembarazarnos del destino de ama de casa y cuidadora, de manera desigual. Como este proceso ha sido un movimiento por capas, ese discurso (autonomía, independencia, foco en lo profesional, acceso al poder y libertad de movimientos) tiene un evidente sesgo de clase y raza: mientras algunas nos liberábamos, otras debían seguir cuidando (a sus proles y a las nuestras, por resumir: el problema del cuidado y la reproducción sólo se trasladaba a otras menos privilegiadas).
Vistas así las cosas, vistos los giros del mundo, continuamos encerrando el asunto de los cuidados en la función de madre. Porque la distopía no se ha cumplido. El “primer mundo” pobre en crisis económica, como es el caso de nuestro país, reencuentra la función de madre como un lugar deseable, con sus contradicciones, apuros y malabares para conciliar, con una casi absoluta ausencia de políticas públicas y una tímida participación de los hombres (padres).
Los discursos de “liberación” feminista son difíciles de sostener, si no es en íntima amistad con el capitalismo: en teoría, es un objetivo a expandir a todas las mujeres pero contiene un mantra de cierta perversión. El ideal de “liberación” dice: produce todo lo que puedas, actúa libre, consume, proclama tu independencia, no visibilices necesidades ni vínculos. Como nuestras interrelaciones y afectos no tienen valor, como aquello que hacemos en lo privado no es visible, queda como tendencia personal, opción individual, un plus añadido a tu ser libre.
La individualidad, una ficción
Paulson, como tantas antes, ha escalado con dificultad los peldaños hasta el lugar que ocupa, pero cuando declara “soy el capitán de mi propio barco” niega décadas de luchas colectivas que lo han permitido; por otro lado, expresar al mundo que eres una mujer independiente es una manera de negar los trabajos que te han llevado hasta ahí. La individualidad independiente es una ficción mantenida en un contexto que premia esa identidad mientras invisibiliza el esfuerzo de quienes nos han permitido ser quienes somos: otro trillón de mujeres, habitualmente nuestras madres. Aunque no sólo.
Negarse a cuidar, cuarenta años más tarde de aquellos movimientos, parece seguir siendo algo medianamente revolucionario. Y da algo de pena. Para ello se han tenido que silenciar las perspectivas y las voces de las que no podían negarse a hacerlo, y de tantas que han sido el soporte de sus familias y sus comunidades. Frente al feminismo que se alía con el neoliberalismo en la negación de la responsabilidad social (quien tenga dinero que pague los cuidados), hay otra forma de organizar la sociedad distinta del “yo soy el capitán de mi propio barco”.
En las últimas décadas ha emergido una poderosa economía feminista alimentada por discursos no blancos o del primer mundo, sino incorporando las voces de aquellas que cuidan y sostienen: la economía feminista ha tratado de poner luz sobre todo eso de la reproducción de la vida, abriendo espacios de análisis y debate, sobre la organización de los hogares, sobre el reparto de las tareas y la invisibilización de todo ello, tareas asumidas por mujeres, por la inercia y la división sexual del trabajo. En cuanto el feminismo abre el foco desde su blanco culo y se intersecciona con los discursos de otras clases, razas y procedencias, empezamos a ver cuánta ficción encierra esa conocida “liberación”.
El problema es que esos movimientos que inciden en el valor del trabajo tradicionalmente asignado a mujeres siempre corren el riesgo de ser confundidos con una reivindicación de asumirlos. Sabemos que “cuidarnos” es un valor de cohesión y de riqueza, y que no ha de ser nuestro (de las mujeres), pero tampoco podemos regalarlo al sistema.
Sin embargo, en el mundo de Sarah, al otro lado de la liberación queda el mundo de las madres: no se ve más allá. La lectura que sale de ahí es obvia: tú te las arreglas. En ese mundo, las mujeres pobres, por ejemplo las inmigrantes, que pretenden alguna ayuda social cuando son madres, son abusadoras o parásitas. Y así queda todo. Y seguimos sin politizar lo privado.
Querida Sarah, queridas adalides de la liberación: que no tengas hijos propios es algo genial, pero no vale con quitarse de enmedio una; nos quitamos de todas, pero todas. Las guatemaltecas, marroquíes y bangladesíes también dejarán de venir a nuestras casas por los salarios de miseria que pagamos al cuidado.
Sólo nos queda averiguar quién nos va a cuidar cuando ya nadie cuide.