eldiario.es presenta 'Operación Chanquete', novela veraniega por entregas escrita por Isaac Rosa e ilustrada por Manel Fontdevila. Una mirada crítica a la nostalgia y la mitificación de los años ochenta, protagonizada por un misterioso grupo de jóvenes activistas, que con sus espectaculares acciones denuncian la falta de futuro. Una historia de intriga y humor llena de precarios, submileuristas, becarios y gente que no se ha enterado de que la crisis ya pasó.
Crazy Ibiza Loco Mía
-Esto es una bomba, Carmela –me dijo mi subdirector, cuando le enseñé el contenido del pendrive.
-Esto es una bomba, Carmela –me dijo la inspectora Velasco por teléfono al día siguiente, después de leer la noticia que publicamos y pedirme copia del pendrive.
-Esto es una bomba, Carmela –me dijo mi padre cuando se lo expliqué esa misma tarde.
-Sí, pero es una bomba sin carga –respondí en los tres casos-. Un falso aviso de bomba. O más bien una advertencia de lo que son capaces de hacer.
Cuando metí el pendrive en mi ordenador por primera vez, apareció en pantalla un vídeo musical: Loco Mía.
Ya estamos, pensé. Estaba cada vez más harta de tanto cachondeo con la nostalgia.
Hasta que no acabó la canción entera, con su baile de abanicos, no pude acceder al contenido del pendrive. Y así pasó cada vez que en las horas siguientes lo fui a abrir, para mostrárselo a mis jefes, o para trabajar con la información que contenía. Siempre que lo conectaba, salía el vídeo y tenía que verlo entero. A la cuarta o quinta vez ya se convirtió en broma interna, y cada vez que volvía a sonar, subía el volumen y toda la redacción se ponía a hacer el baile del abanico detrás de mi mesa, todos cantando:
Disco Ibiza Loco Mía
Moda Ibiza Loco Mía
Loco Ibiza Loco Mía
Sexo Ibiza Loco Mía
Mar Ibiza Loco Mía
Sol Ibiza Loco Mía
Marcha Ibiza Loco Mía
Crazy Ibiza Loco Mía
Pero no era eso lo más interesante que contenía el pendrive, claro. Además del vídeo de Loco Mía había 150 carpetas. Cada una contenía decenas de archivos. Cada carpeta se refería a un cliente. 150 clientes. Particulares casi todos. Entre los archivos había correos electrónicos, expedientes, informes, declaraciones fiscales, poderes notariales, movimientos bancarios, notas registrales, contabilidad.
Cogías una de esas carpetas, cualquiera, montabas las piezas como en un mecano, encajando unas con otras, atendiendo a la cronología, leyendo los cruces de correos, y en seguida se entendía todo perfectamente: cómo pagar menos impuestos. Cómo ocultar patrimonio. Creación de sociedades instrumentales. Cobrar a través de una empresa ficticia para pagar impuesto de Sociedades en vez de IRPF. Préstamos simulados entre varias firmas para ocultar transferencias y gastos. Contratación de productos opacos. Empresas pantalla. Testaferros. Cuentas en el extranjero.
Solo faltaba un dato, un pequeño detalle, una minucia: la carga explosiva, la que podría convertir todos esos documentos en noticia del año, y facilitar el trabajo a la inspección fiscal durante una temporada: el nombre de cada cliente. No estaban. Habían sido eliminados o tapados en cada documento para ocultar la identidad. Y lo mismo con aquellos datos que permitirían su identificación: direcciones, nombres de empresas, números de cuentas, pagadores.
Teníamos información sobre las trampas fiscales de 150 españoles de elevados ingresos, pero no sabíamos quiénes eran. En algunos casos, atendiendo a los datos disponibles, podía adivinarse la actividad del particular. Futbolistas, había unos cuantos. Presentadores y colaboradores televisivos, intuimos varios. Ejecutivos de compañías, eran los más abundantes. Grandes propietarios. Empresarios. En algún caso incluso sospechábamos quién era, mis compañeros apostaban nombres. Pero no los podíamos confirmar, ni por tanto publicar. Nos habían desvelado la intimidad fiscal de toda esa gente, pero sin decirnos quiénes eran. Una vez más, amagaban sin golpear. Solo querían mostrar su fuerza, sin usarla. No todavía.
Lo que sí aparecían eran los nombres de los despachos de asesoría fiscal de donde habían salido los documentos. Despachos conocidos por los servicios que prestaban, siempre forzando al límite la legalidad fiscal, y por lo que ahora veíamos, también traspasándola. Eso fue lo primero que publicamos, al día siguiente: quiénes eran las empresas que se dedicaban a facilitar trampas fiscales a clientes importantes. Y cuáles eran sus trampas habituales.
Los despachos respondieron cuestionando que esos documentos fuesen suyos, negaban ese tipo de prácticas, y garantizaban la seguridad y confidencialidad de sus clientes. Supongo que cuando algunos de esos clientes, ante las primeras revelaciones, se pusieron nerviosos y llamaron a sus asesores, los despachos cambiaron de estrategia: reconocieron su vinculación con esos documentos, aunque aseguraron que estaban manipulados. Lo siguiente que hicieron fue denunciar en el juzgado el robo de información, un delito de revelación de secretos. Acusaron a un hacker. Así, sin más: “un hacker”, esa figura fantasmal al que siempre puedes culpar si tu seguridad interna es una birria y has dejado a tus clientes con el culo al aire.
-No ha sido ningún hacker –dije en la reunión de redacción, a la mañana siguiente.
Estábamos agotados, habíamos pasado toda la noche revisando documentos, cruzando datos, haciendo comprobaciones… y bailando Loco Mía hasta el amanecer. Ahora estábamos en la sala de reuniones, todo el que no estaba de vacaciones se había sumado, algunos incluso habían vuelto del veraneo al enterarse.
-No ha sido ningún hacker -dije-. Han sido los propios trabajadores.
-¿Trabajadores de esos despachos? –preguntó el director, que había interrumpido sus vacaciones.
-Bueno, para ser más exactos, no eran trabajadores: hacían el trabajo como cualquiera, estaban en las oficinas como cualquiera, echando las mismas horas y alguna más, pero no cobraban ni tenían derechos. Aunque sí tenían acceso a toda la documentación.
-¿Estás hablando de…?
-Becarios, sí. Creo que han sido becarios, que pasaron por esos despachos. Aunque también podrían ser informáticos, de empresas externas que prestan servicios a esos mismos despachos. Por poder, podrían ser hasta las limpiadoras, que se quedan a solas con los ordenadores cuando todo el mundo se marcha, y solo necesitan un pendrive y unas pocas instrucciones. Por lo que sé, el tal Chanquete y su grupo cuentan con mucha gente dispuesta a colaborar en “la causa”, gente con acceso a información sensible. Gente con ganas de liarla. Gente muy harta, que no tiene nada que perder.
-A ver si lo entiendo –puso orden el director, fue numerando con los dedos-: tenemos camareros con cámara oculta. Tenemos taxistas y conductores VTC grabando conversaciones. Tenemos vigilantes de seguridad sacando imágenes de las cámaras. Y ahora también tenemos becarios hartos de trabajar gratis, o informáticos igualmente hartos de sus condiciones laborales, o hasta limpiadoras más hartas aún. ¿Voy bien?
Asentí, y siguió su recapitulación:
-También tenemos un grupo de activistas disfrazados de Verano Azul, capitaneados por Chanquete, que usan la nostalgia como arma política, y que encima están infiltrados por la policía. Y que tienen preparadas más acciones. ¿Me dejo algo? Carmela… ¿Carmela? ¿Carmela, me oyes?
Pero yo no estaba escuchando, porque acababa de recibir un SMS en mi móvil. Sí, un SMS, que no es de los ochenta pero es lo más retro que puede uno usar en un smartphone.
-Esto es una bomba, Carmela –me dijo mi subdirector, cuando le enseñé el contenido del pendrive.
-Esto es una bomba, Carmela –me dijo la inspectora Velasco por teléfono al día siguiente, después de leer la noticia que publicamos y pedirme copia del pendrive.