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La canción del profeta

21 de marzo de 2024 22:38 h

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Dentro de unos meses, se publicarán en España múltiples críticas, comentarios y entrevistas sobre la novela Prophet Song (“Canción del profeta”) del irlandés Paul Lynch, que ganó el premio literario británico Booker en 2023. Todavía no se ha editado en español, pero cuando sea así interesará mucho como un retrato íntimo de lo que pasa cuando un régimen autoritario toma poco a poco tu país. Probablemente muchos leerán el libro viendo a su enemigo político favorito reflejado, aunque Lynch dice expresamente que no se trata de una novela política ni “distópica” y que no se ha inspirado en ningún partido concreto actual. 

Escuché al escritor hace unos días en el festival literario de Oxford y es tan intenso como su novela, escrita en tercera persona pero como un flujo de pensamiento que te quita el aliento y te lleva a creer que estás leyendo una narración en primera persona de una manera sorprendente. Te guía la voz de una mujer, que va contando cómo afecta a una familia concreta el desmoronamiento de Irlanda entre la sorpresa y la negación por el ascenso de algo que parece un partido de extrema derecha (“esto no va a pasar aquí”, “¿cómo van a hacer eso?”). 

Lynch dijo una frase en la charla del otro día que resume bien su novela y da que pensar: “El fin del mundo es una cosa local”. Si no pasa en tu casa, en tu pueblo, en tu país, es fácil que sea sólo una noticia en la televisión que te puede preocupar o indignar, pero que se queda en sonido ambiente mientras tu vida sigue como siempre.

Pero leyendo su libro, es más fácil imaginar sensaciones de tantas personas atrapadas ahora mismo en la guerra y la persecución. De hecho, el escritor cuenta que lectores de Ucrania y de Gaza le han dicho sentirse reflejados en su libro, contado a través de los ojos de una imaginaria familia acomodada irlandesa contemporánea. 

Lynch trabajó como periodista y le pregunté cómo había usado sus habilidades de reporterismo y escritura para la novela. Me contestó que le había servido cubrir las historias de refugiados sirios y que se había documentado extensamente leyendo diarios y libros sobre los sueños de los alemanes durante la dominación nazi. Como parte de su proceso de escritura de ficción, comentó que después hizo un esfuerzo para abstraerse de la información más concreta y así intentar crear un mito universal. 

El poder de las buenas novelas es que te ayudan a entender y tal vez empatizar con otras personas, salir de ti mismo y meterte en la conciencia del otro. También te ayudan a imaginar lo que podría pasar, que a veces es algo que nos falta, encerrados como estamos en nuestra propia y pequeña vida. 

Es fácil perderse lo importante que te puede afectar directamente en medio de la nebulosa del “debate” público, entre peleas, insultos y acosos que sirven a menudo para proteger a quienes abusan del poder político y económico. Como la protagonista de Canción del profeta, una tiende a pensar que en un país “normal” nada es existencialmente grave. 

En la novela también queda bien retratado cómo el gobierno autoritario se apodera de los medios y la impotencia de personas sin información de la que fiarse. Es un caso extremo que en España sigue sonando a ficción, aunque no en otros países.

Este miércoles mismo, cuando estábamos ojipláticos ante el acoso del jefe de gabinete de la presidenta de la Comunidad de Madrid a reporteros de elDiario.es y de El País y el uso de recursos públicos para ello, dos noticias sobre represalias contra periodistas inevitablemente empujaban a relativizar el caso español. 

Primero, el retraso otra vez de una audiencia de Chepe Zamora, periodista y fundador de El periódico en Guatemala, como una medida más para alargar el proceso y la tortura física y psicológica de un profesional que lleva más de 600 días en prisión tras un juicio sin garantías y denunciado por organizaciones de derechos humanos como un castigo para amedrentar a los periodistas. 

Y, a última hora del día, la expulsión de Xavier Colás de Rusia después de 12 años como corresponsal de El Mundo en Moscú y unas horas después de la pantomima de votación presidencial. 

Los problemas de la prensa en España son pequeños en comparación con los de la mayor parte del mundo e incluso con los de nuestro propio pasado. Que se lo pregunten a los periodistas que destaparon el terrorismo de Estado de los GAL durante el Gobierno de Felipe González y a quienes revelaron los papeles de Bárcenas durante el Gobierno de Mariano Rajoy. Y ni hablamos del riesgo personal durante décadas que sufrieron también muchos periodistas en el País Vasco y más allá, constantemente amenazados por el terrorismo de ETA. 

Pero la vida es lo concreto y lo de ahora. Es útil tener perspectiva, pero también centrarse en lo que tenemos el poder de cambiar o mejorar sin perder de vista lo puede pasar si aceptas poco a poco lo inaceptable. Los ataques de Isabel Díaz Ayuso y su jefe de gabinete a la prensa son inaceptables. Y los de Óscar Puente también son inaceptables. Se puede distinguir el grado de gravedad según las consecuencias del ataque, y a la vez decir que las dos cosas son inaceptables.

Son sólo dos casos recientes y que reflejan un escenario interesado y que no es exclusivo de un partido: conviene a muchos políticos y también a algunos periodistas –o pseudo-periodistas y sus “subproductos periodísticos”, como dice el gran reportero Pedro Águeda– enfangar toda la información algo crítica y meterla en el saco más genérico y denigrante posible tomando los ejemplos más cuestionables de la profesión y poniéndoles una etiqueta sin matices: chavismo, fachosfera, sanchismo, puritanismo, cancelación o cualquier otro atajo perezoso sin una definición clara. Una vez hechos y atados los sacos, es fácil utilizar la información que encaja y descartar la que no sirve para la pelea partidista del día.

Suelo recordar cómo Donald Trump explicó durante su campaña presidencial de 2016 por qué atacaba a los periodistas porque resume bien qué hay detrás de la bronca que a veces parece un espectáculo nimio. “¿Sabes por qué lo hago?”, le dijo Trump a Lesley Stahl, periodista del programa 60 Minutes de la CBS: “Lo hago para desacreditaros y rebajaros a todos y así cuando escribáis historias negativas sobre mí nadie os creerá”. Ocho años después, se puede decir que lo ha conseguido en gran medida y muchos han descubierto que está tirado imitarle.

En la joven democracia española se ha hecho mucho y a la vez queda mucho por hacer, también por parte de periodistas que caen demasiado a menudo en la pelea partidista como si fueran uno más del equipo político de turno (y no, no lo somos). Si soy sincera, cada vez soy menos optimista. 

La tarea requiere mucho trabajo y no dar nada por sentado. Mientras cada uno está a lo suyo, que es su vida más inmediata, no es tan impensable deslizarse hacia alguna versión del “fin del mundo” que casi canta al oído la novela de Paul Lynch.