La píldora sabe a menta pero me deja un camino áspero en la garganta. Funcional pero imperfecta, pienso. Y pienso también cómo el mundo –el orden de las cosas, vaya– nos quiere eficientes: competitivos, ambiciosos, flexibles, emprendedores a la vez que autorrealizados, informados, hiperconectados... Con un sorbo de café busco quitarme el regusto incómodo de haber comprado esa exigencia de una vida en grandes cuotas: cuanto más, mejor. Y que fluya siempre, claro que sí, ‘non stop’.
Por eso, intuyo, la fragilidad nos avergüenza. Por eso ellos no quieren saber cómo estás, aunque te lo pregunten. Supongo que temen verse reflejados, que tu fracaso sea su espejo. Que nadie lo sepa, que no se note. Y así el silencio engorda la distancia.
La soledad es un blíster a medias.
Releo una entrevista en la que Rosa Montero cuenta lo estigmatizada y aislada que se sintió el tiempo en que sufrió ataques de pánico. ¿Qué pasa si tu centro de control está fuera de control? ¿Cómo es el miedo cuando el peligro está dentro de ti, en tu propia cabeza?
Ataques de pánico. Mi primera adolescencia está teñida de ese desamparo en tercera persona, de ese amago de tragedia recurrente y sólido en su mentira que martirizaba a mi madre hasta dejarla exhausta. Miedo del miedo, tristeza del terror.
Medicarse, meditar, hablar de cualquier cosa hasta que se pasara la crisis, caminar en mitad de la noche frente a mis ojos de espectadora desorientada. Asimilar la vulnerabilidad cuando estás buscando seguridades es un ejercicio complejo. Ella se sentía morir y yo comprendía a medias, muy poco en realidad, de esa descarga salvaje de adrenalina que venía de las cavernas del tiempo a desparramarse por su sangre. Una sustancia destinada a mantenernos con vida –la alerta biológica ante un peligro– que se disparaba sin razón quitándole el aire a tal punto que parecía empujarla a un último suspiro.
Hace muchos años de eso. Ahora mi madre ya no está y el abismo de su ausencia amenaza con devorarme; de ahí que yo trague la pastilla que en el prospecto dice serotonina cerebro inhibidores selectivos y otras cosas que no entiendo. Curioso que ella también ensayara este mismo gesto de levantar su pequeñez de la mesa entre el índice y el pulgar para metérsela en la boca. Lo hacía para no dejarse arrastrar por aquel miedo indómito. Yo, para domesticar la tristeza. Para seguir siendo funcional y esconder el fiasco monumentalmente humano de no poder con todo.
No soy una excepción. En España, 2,5 millones de personas consumen psicofármacos a diario. La venta de antidepresivos creció un 45% en 10 años. Ya antes de la pandemia estábamos inmersos en otra sin hablar de ella: este era el rincón del mundo en el que más se tomaban benzodiacepinas.
Una gragea al día para evitarnos muchos ratos de llorar o meses de arrastrar los pies, para esquivar el lugar incómodo de la frustración o el desánimo. Nos medicamos para no abandonar nuestra carrera de hámsters en la rueda de un mundo que no se puede parar. Lo hacemos pensando en dejar de tener problemas, aunque probablemente sobre todo para no convertirnos en uno. Medicalizamos el sufrimiento para hacerlo compatible con la economía de mercado, sostiene el psicoterapeuta y sociólogo James Davies. Consideramos el dolor, dice, una disfuncionalidad que debe ser corregida.
¿Qué ‘desperfecto’ desataba en mi madre miedos tan atávicos? ¿Cuál dispara mi ansiedad y mi depresión? ¿Qué parte de esa ‘fragilidad del hámster’ conecta sus pastillas con las mías? Le doy un último sorbo al café y a la búsqueda de respuestas. Será la química, pero de repente veo claro que las certezas que busco son tan endebles como nosotros mismos, y que, como nosotros, a veces necesitan lo que la rueda imparable no les da. Tiempo. Y palabras.