Hace unos días, me contaba Evan Osnos, periodista del New Yorker, que su experiencia como corresponsal en China le había ayudado para cubrir la Presidencia de Donald Trump. Al principio, casi parecía una broma que él tuviera que explicar a sus colegas en Washington cómo tener cuidado con lo que decían por teléfono o en mensajes de texto.
“Ése es el tipo de cosa que tenías que hacer en China. No esperaba que eso pudiera pasar en Estados Unidos. Hemos tenido que ser cuidadosos de maneras en las que normalmente sólo lo somos en dictaduras. Es un ambiente muy complicado”, contaba el periodista.
No hay precedentes del nivel de hostilidad del presidente que considera a los medios en general “el enemigo del pueblo” y que señala en su cuenta de Twitter y durante sus mítines a los periodistas, a menudo por el nombre y sobre todo si son mujeres, para que sus seguidores se vuelvan contra ellos, les griten y los acosen. Richard Nixon detestaba a los periodistas, pero jamás actuó ni en público ni en privado como Trump.
Las palabras del presidente tenían consecuencias. Una reportera me contaba cómo le llegaban a su dirección de casa mensajes con esvásticas y amenazas contra su familia. Y esto ya desde la campaña de 2016. Hace mucho que dejó de mirar las menciones de su cuenta de Twitter.
Pero esta hostilidad del presidente y su equipo no ha sido ni mucho menos lo que ha marcado el día a día de los reporteros.
También los ataques y los insultos de sus propios lectores enfadados por no haberse sentido suficientemente informados sobre la posibilidad de que ganara Trump, enfadados si los medios cubrían a los votantes republicanos demasiado o demasiado poco, enfadados si los titulares no utilizaban la palabra “mentira” para referirse a las afirmaciones del presidente y enfadados si la utilizaban. Enfadados si reportaban los datos de las encuestas aunque lo hicieran con todas las precauciones y explicaciones posibles.
Esta semana de elecciones y recuento en Estados Unidos ha sido tal vez la prueba última de cómo intentar informar lo mejor posible en las circunstancias más difíciles en una democracia. Los periodistas en Estados Unidos no se juegan la vida por hacer su trabajo como sucede en México o como sucedía hace años en España. Pero sí luchan por hacer su papel con la amenaza de violencia y con dilemas constantes en una situación muy volátil.
La noche electoral tenían un reto especial: sabían que muy probablemente el presidente de Estados Unidos saldría a anunciar su victoria de forma prematura, sin esperar a que se contaran la mayoría de votos en todo el país y que pronunciaría falsedades, como que terminar de contar los votos es una conspiración para que él pierda.
La mayoría de los medios pasó esta prueba haciendo el “sandwich de la verdad”: primero la verdad, luego la mentira de Trump, y luego el recordatorio de la verdad. También elDiario.es: aunque no seamos tan cruciales para la opinión pública en cuestión, fuimos cuidadosos al matizar en cada titular sobre el escrutinio y el resultado que las palabras de Trump no eran verdad.
Además, está el delicado trabajo de anunciar el resultado en los estados en un país donde no hay una comisión electoral federal o un ministerio del Interior que dé todos los datos, sino que la mayoría de medios dependen de la agencia A.P., que recoge datos condado por condado y estima el ganador desde 1848, y que explica cada decisión. Mantuvo la cabeza fría hasta el que tal vez fuera estos días el hombre más presionado de Estados Unidos, el que decide la estimación del ganador en Fox News y que anunció antes que otros medios que Biden había ganado en Arizona para enfado de Trump con su cadena amiga.
Y todo esto era sólo una parte del reto. Está el de los reporteros sobre el terreno, en colegios electorales contando votos hasta la madrugada y con los seguidores de Trump protestando a las puertas pidiendo que se cuenten o que se dejen de contar votos, según el estado. Con escenas tan descorazonadoras como la de un grupo de personas (la mayoría blancas) gritando a las puertas del centro electoral de Detroit, que tiene una minoría negra significativa, que no se cuenten los votos.
Un recuerdo del duro pasado de Estados Unidos donde incluso después de que hubiera leyes que lo impidieran los estados sureños seguían inventando maneras para impedir que los negros participaran en las elecciones con requisitos como tests improvisados o quemar autobuses donde iban votantes o sus defensores.
Ante esta tensión, cada palabra importa. Y por mucho que sean esenciales los avisos que han puesto Twitter y Facebook advirtiendo sobre las falsedades acerca de los datos y por mucho que la desconfianza en los medios sea alta, sigue siendo clave lo que hacen la agencia A.P., la radio pública, los grandes periódicos y los medios locales. Cada palabra importa.
Es un orgullo compartir profesión (y amistad) con periodistas como Dustin Dwyer, en primera línea informando para la radio pública de Michigan, y Maryclaire Dale, la periodista experta en asuntos legales y encargada de contar la batalla judicial para A.P. en Pensilvania. Siempre centrados en los detalles, siempre al pie del cañón.
Suena rimbombante, pero personas como ellas son las que salvan la democracia en los momentos más oscuros: con información, con paciencia, con humildad y respeto.
El periodismo no puede arreglar todos los problemas de Estados Unidos -ni de España, ni del mundo. Ni siquiera reporteros tan buenos como Dustin y Maryclaire.
Cometemos errores, por supuesto. Algunos por falta de anticipación o imaginación. Entre los que se suelen achacar a los medios en general es no avisar suficiente de la pandemia, la crisis económica de 2007 o la victoria de Trump en 2016.
Pero nuestro trabajo esencial no es contar lo que pasará, sino contar lo que pasa y denunciar lo que pasa y no debería pasar. Y a veces eso requiere una paciencia difícil de conseguir, también por nuestras propias prisas y ganas de dar la noticia, la ilusión primera y última que nos mueve. Pero las noches y los días de esta semana electoral son una prueba de lo que podemos hacer bien que está a nuestro alcance.