Adversus paedagogos

Catedrático de Historia Antigua —
24 de septiembre de 2024 06:00 h

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En torno al año de nuestro señor de 1590, Galileo Galilei subió a lo más alto de la torre de Pisa para arrojar desde allí esferas de distintos tamaños con el fin de comprobar si las más pesadas llegaban al suelo antes que las más ligeras. En realidad, carecemos de pruebas sólidas de que lo hiciera y algunos historiadores, tal vez la mayoría, lo han puesto en duda. Yo leí la anécdota en el primer libro que escribió Ernesto Sábato, quien fue físico antes de dedicarse a la literatura, pero nunca fue historiador. De ella extrajo la enseñanza que nos interesa ahora: cuando la escolástica dominaba las universidades de Europa, Galileo la había desafiado, no mediante un silogismo o una ristra de ellos, sino mediante un experimento. La mecánica aristotélica aseguraba que el objeto con mayor masa tenia que caer más rápido. Desde hacía siglos, la autoridad del sabio de Estagira era incuestionable, pero no porque se hubiese demostrado empíricamente que, en efecto, las cosas sucedían de ese modo, sino porque la razón dictaba que así debía ser. 

Galileo demostró que la lógica aristotélica tenía poco que ver con la aceleración de los cuerpos en el vacío. Hoy, la pedagogía ocupa el lugar que tenía la escolástica en los inicios de la Época Moderna. Se enseñorea de los colegios y de las universidades, sus oficiantes son portavoces autorizados que poseen una jerga propia (competencias, rúbricas), que una y otra vez se abre paso hasta el BOE con espantosos resultados: en una célebre ocasión, reemplazaron la venerable “pizarra” por un monstruoso “panel practical de conocimiento”, para regocijo de Lázaro Carreter, que le dedicó uno de sus dardos.

No sirvió de nada. Ellos diseñan los planes de estudio como expertos que son en la materia. Ahora, han decidido que se eliminen las lecturas obligatorias del Bachillerato, que arrumbemos a los clásicos en beneficio de autores más atractivos para los jóvenes. Es un argumento tan lógico, tan aristotélico, que debería trasladarse también a otras materias. Al fin y al cabo, ¿qué hay de atractivo en las integrales? Eliminémoslas. Quien dice integrales, dice ecuaciones de segundo grado. Tampoco creo que a nuestros bachilleres les interesen mucho los Reyes Católicos o el Estatuto Real de 1834. Borrémoslos del temario. Lo mejor será que aprendan Historia con ritmos de reguetón. ¿Por qué les obligamos a hacer gimnasia si a ellos lo que les gusta es el fútbol? 

Cuando yo tenía 15 años, en 2º curso del antiguo BUP, en la primera clase de Historia de la literatura, el profesor puso delante de nuestros ojos aburridos un difícil poema de Vicente Aleixandre: “Dime, dime el secreto de tu corazón virgen,/ dime el secreto de tu cuerpo bajo tierra,/ quiero saber por qué ahora eres un agua,/ esas orillas frescas donde unos pies desnudos se bañan con espuma”. No entendimos casi nada, pero aprendimos que las palabras encerraban secretos y que algunos poetas tenían los mejores. A nosotros nos gustaban Enid Blyton y el Capitán Trueno, pero por suerte ninguno de ellos figuraba entonces en el currículo escolar. Aquellos versos de Aleixandre me han acompañado durante cuarenta y cinco años y seguirán haciéndolo hasta que la muerte o el Alzheimer se los lleve. Aquel año descubrimos un mundo poblado por seres extraordinarios: de Garcilaso a Unamuno y de Galdós a Quevedo. 

No tenemos ninguna torre de Pisa a la que subirnos para desvelar la falacia pedagógica, pero contamos con el informe Pisa. Año tras año, comprobamos que lo estamos haciendo mal, que los métodos pedagógicos no dan resultado, pero porfiamos en el error, incluso lo agravamos, en vez de cambiar el rumbo. Cerramos los ojos a las esferas que caen de la famosa torre, preferimos guiarnos por la lógica de la nueva escolástica, empobreciendo las aulas. A la vieja se le daban muy bien los silogismos, que aún se estudiaban cuando yo iba al colegio. Terminemos, pues, con uno que viene muy a propósito, pero del que sólo escribiré las premisas. La conclusión quiere ser una llamada a la resistencia. 

Todos los profesores son sabios.

Ningún pedagogo es profesor.