En las elecciones que han tenido lugar, el domingo 1 de septiembre, en los estados federados alemanes de Turingia y Sajonia, ha sucedido algo histórico, aunque previsible: por primera vez desde el final de la Segunda Guerra Mundial y la caída del nazismo, ha ganado las elecciones al parlamento de un estado federado alemán (land), un partido populista de extrema derecha, Alternativa para Alemania (AfD).
AfD ha sido el partido más votado en Turingia con un 32,8% de los votos, mejorando en 9,4 puntos su resultado anterior, y con 9,2 puntos de ventaja y nueve escaños sobre el segundo, la Unión Cristiano Demócrata (CDU). La izquierda (Die Linke) que había ganado las elecciones anteriores en este estado, en 2019, con un 31%, ha caído hasta el 13,1%, mientras el Partido Socialdemócrata (SPD) se ha quedado en un magro 6,1%, 2,1 puntos por debajo de su resultado en 2019. En Sajonia, Afd ha sido segunda con un 30,6%, mejorando en 3,1 puntos su resultado anterior, y a solo 1,3 puntos y un escaño de la CDU, que ha ganado todas las elecciones en este estado desde la reunificación alemana, aunque cada vez por menos diferencia. También aquí los partidos de izquierdas han tenido un pobre resultado: 7,3% para el SPD (7,7% en 2019), y 4,5% para Die Linke (10,4% en 2019).
No obstante, AfD probablemente no entrará en el gobierno de ninguno de los dos länder, a pesar de que reclama su derecho a gobernar en Turingia, gracias al cordón sanitario que afortunadamente funciona todavía en Alemania entre los partidos democráticos para aislar a la extrema derecha. Aunque la Unión Social Cristiana (CSU) –que en las elecciones federales se presenta en coalición permanente con la CDU– no parece muy entusiasta del cordón sanitario, en esta ocasión no tiene nada que decir ya que su ámbito exclusivo es Baviera. En Sajonia, la CDU podría gobernar en minoría, o formar una coalición con los socialdemócratas del SPD y los verdes, aunque solamente reunirían 58 de 120 escaños, pero sobreviviría porque no hay ninguna posibilidad de que Die Linke vote con AfD. En Turingia está más complicado, porque una coalición CDU/SPD tendría 29 escaños de 88, y si se sumara –muy difícil– Die Linke, llegarían solo a 41. Naturalmente, se puede gobernar en minoría, pero aquí el nuevo partido BSW podría decantar la balanza y romper el cordón sanitario, aunque es improbable que lo haga. En todo caso, la gobernación será difícil.
Precisamente el segundo dato más significativo que arrojan estas elecciones es el espectacular éxito del nuevo partido, que se presentaba por primera vez: la Alianza Sahra Wagenknecht. Por la Razón y la Justicia (BSW) que ha sido el tercer partido más votado en ambos länder. La mayor parte de los votos de BSW provienen de Die Linke, partido del que procede Wagenknecht, que fue su copresidenta hasta 2019, y al que ha superado ampliamente, sobre todo en Sajonia (11,8% vs 4,5%), pero también en Turingia (15,8% vs 13,1%). BSW fue fundada en enero de este año por disidentes de Die Linke, descontentos sobre todo con las políticas de su partido relativas a la inmigración, pero también en algunas posiciones relacionadas con la vacunación de Covid19, la ecología, la globalización y con la guerra en Ucrania. En todos estos aspectos la posición de Wagenknecht y sus compañeros están muy cerca de las defendidas por la extrema derecha de AfD. De la izquierda mantendrían las políticas sociales, laborales y económicas en beneficio exclusivo de los alemanes. Este mix ideológico es el mejor y más claro modelo de lo que se ha venido en llamar rojipardismo, una ideología con elementos de izquierda y de extrema derecha que se está extendiendo cada vez más por Europa en perjuicio de la izquierda, para la que puede ser un virus letal ya que, bajo la capa de la defensa de los trabajadores, subvierte completamente sus valores y objetivos. Hay que considerar que entre AfD y BSW –los dos partidos contrarios a la inmigración y al apoyo a Ucrania– han obtenido en Sajonia el 42,4% de los votos (55 de 120 diputados), y en Turingia el 48,6% (47 de 88).
Alternative für Deutschland se creó en 2013 como un partido euroescéptico cuya principal seña de identidad era la oposición al euro y al rescate a Grecia, pero evolucionó rápidamente para convertirse, ya en 2016, en lo que es hoy: un partido autoritario, nacionalista radical, racista, homófobo, antifeminista, islamófobo, veladamente antisemita y revisionista histórico. Ha sufrido muchas crisis internas, escisiones y abandonos, pero se ha ido reforzando aprovechando circunstancias favorables. Su primer éxito fueron las elecciones europeas de 2014 en las que obtuvo un 7,1% de los votos y envió siete representantes al Parlamento Europeo. Además, ese mismo año entró por primera vez en los parlamentos estatales de Turingia, Sajonia y Hessen.
El principal impulso político lo recibió con la crisis de refugiados en 2015, provocada por la decisión de Ángela Merkel de acoger a más de un millón de solicitantes de asilo procedentes de Siria, Afganistán, y otros países en guerra, que fue muy mal recibida en ciertos sectores, especialmente en los länder del este, los más pobres. Después, los ataques a mujeres por parte de inmigrantes musulmanes en la nochevieja de 2015/2016, en Colonia, y los atentados terroristas islamistas que afectaron a diferentes ciudades europeas y finalmente a Berlín en la Navidad de 2016, terminaron de empujar a muchos ciudadanos hacia un partido que hacía bandera del rechazo a la inmigración. El resultado fue que en las elecciones federales al Bundestag de 2017, AfD fue el tercer partido más votado con el 12,6% de los votos. Aunque en las elecciones de 2021 bajó al 10,4%, quedando como quinto partido, lo cierto es que se ha consolidados en el panorama político alemán, está presente en todos los parlamentos de los länder, excepto en Schleswig-Holstein y Bremen, y en las elecciones europeas de este año obtuvo el 15,9% situándose como segunda fuerza política solo por detrás de la CDU/CSU.
AfD comparte con la mayoría de los partidos de extrema derecha europeos el rechazo a la globalización, a las políticas medioambientales, al feminismo y la visibilidad LGTBI, el nacionalismo y el euroescepticismo, cuando no una abierta hostilidad hacia la integración y la solidaridad en el marco de la UE. Pero su bestia negra –como la de la mayoría de la ultraderecha– y la que le da mayor rédito electoral, es la oposición al asilo y la inmigración, no solo por razones económicas –coste del asilo, competencia laboral y en servicios sociales– sino también por razones étnicas y culturales.
Su estrategia más rentable consiste en explotar los atentados o crímenes cometidos por emigrantes, como el refugiado afgano que atacó en mayo, en Mannheim, a cuchilladas a un policía y varios ultraderechistas o el solicitante de asilo sirio que mató a puñaladas a tres personas e hirió a otras ocho el pasado mes de agosto en las fiestas de Solingen. AfD eleva estos actos brutales a la categoría de norma y presenta a los inmigrantes como criminales, asociales y vagos que vendrían a Alemania a vivir de las subvenciones públicas del estado del bienestar, a costa de los honrados y trabajadores y ciudadanos alemanes, y de ser además la causa de casi todos los problemas que estos sufren. Las estadísticas del Ministerio del Interior alemán indican que un 41% de los delincuentes serían extranjeros, cuando estos solamente constituyen un 20 o 21% de la población. Naturalmente estas estadísticas no tienen en cuenta que en esas cifras están incluidos también los delincuentes europeos o de otros países desarrollados, ni que es una comparación imperfecta entre una población alemana envejecida y con un nivel de vida alto, y un sector de inmigrantes más jóvenes y mucho más pobres, pero el mensaje cala en la población, especialmente en los länder del este, más golpeados por el desempleo y las dificultades económicas.
En todo caso, el éxito de AfD en Turingia y Sajonia, tiene razones específicas, además de las generales. En primer lugar, como decimos, los estados del este – procedentes de la extinta República Democrática Alemana– nunca han terminado de alcanzar los estándares económicos de sus homólogos del oeste, ni de integrarse con ellos. El desempleo es, en general, mucho mayor y hay ciertos sectores de población que sienten un alto grado de frustración, lo que se ha reflejado eventualmente en votos a opciones radicales. Por ejemplo, en Turingia han pasado de la izquierda radical de Die Linke, a la derecha mucho más radical de AfD. Además, el partido de extrema derecha ha sabido explotar allí los problemas que ha causado la guerra en Ucrania, como la escasez de gas y el importante aumento de la inflación, así como el miedo a una tercera guerra mundial. Las críticas iniciales a Putin dentro del partido se fueron apagando, y ahora AfD es el partido alemán más partidario de que la guerra termine cuanto antes, aunque sea a costa de la integridad territorial de Ucrania.
A pesar de estas particularidades más o menos locales, lo cierto es que los resultados en Turingia y Sajonia son una seria advertencia para los partidos democráticos, y en particular para el SPD que no ha sabido aprovechar su liderazgo en el gobierno central para enderezar el rumbo un tanto tambaleante de Alemania, tanto en lo político como en lo económico. Scholz ha ejercido un liderazgo débil, no ha sido capaz de imponer cohesión a la difícil coalición que le apoya y ha cedido demasiadas veces ante presiones – internas y externas– sin una línea clara y firme de gobierno. Esta debilidad se reflejará sin duda en las elecciones federales de septiembre de 2025, si es que no hay un adelanto electoral, y le va a costar mucho al SPD, no solo en esas elecciones, sino a más largo plazo.
En cuanto al asunto del ascenso de la extrema derecha, no es un problema solo alemán, sino europeo. En las últimas elecciones al Parlamento Europeo, en junio, los partidos de extrema derecha ganaron en cinco países (Austria, Bélgica, Francia, Hungría, Italia) y fueron segundos o terceros en otro cinco, incluida Alemania. Su apoyo electoral aumentó en 20 estados miembros –aunque no en todos consiguieron representación en el PE–, y disminuyó en siete. En total fueron elegidos 198 diputados de extrema derecha, un 40% más que en la pasada legislatura, de un total de 720, miembros de 48 partidos procedentes de 24 estados. Solo tres países: Eslovenia, Irlanda y Malta no tienen ningún representante que se pueda incluir en esta ideología. Desde luego, no todos estos partidos son iguales, hay muchas diferencias entre ellos, pero AfD es uno de los más radicales, hasta el punto de que fue expulsado del grupo parlamentario de extrema derecha al que pertenecía, Identidad y Democracia, a raíz de unas declaraciones públicas de su líder, Maximilian Krah, en las que afirmó que no todos los miembros de la organización nazi SS eran criminales, y ha tenido que formar otro grupo, Europa de las Naciones Soberanas, para esta legislatura.
Si los partidos democráticos, que todavía gobiernan en la mayoría de los países europeos no toman conciencia del problema y aportan soluciones efectivas, la tendencia puede crecer y provocar graves problemas de estabilidad política y social. En primer lugar, hay que abordar el problema migratorio con realismo y limitar sus efectos más negativos, además de hacer un esfuerzo didáctico de cara a la población acerca de esta cuestión. Pero, sobre todo, deben tomar medidas eficaces para ganar la batalla cultural –en nombre de los valores democráticos– y aplicar con urgencia y contundencia las medidas sociales y económicas necesarias para revertir la desafección de amplias capas de la población que no son extremistas, pero se han visto empujadas a apoyar a este tipo de partidos ante la falta de soluciones a sus problemas y de esperanzas creíbles de mejora. Solo así se conseguirá conjurar esta amenaza que recuerda a tiempos pasados muy crueles y dolorosos.