Hace unas semanas se produjeron dos ligeras polémicas en los medios de comunicación españoles en torno al papel del Reino de Castilla en la conquista y la colonización de América desde finales del siglo XV. Hay que recordar que el Reino de España no existía entonces. Una de las polémicas fue provocada por las declaraciones del candidato del Partido Popular, Pablo Casado, a la presidencia del Gobierno. La otra la generaron unas declaraciones del presidente de México, Andrés Manuel López Obrador. En ambas ocasiones me pronuncié recordando la brutal realidad de lo que ocurrió en la experiencia castellana en América y, al mismo tiempo, manifestando que no es responsabilidad de los ciudadanos de hoy en este país sentirse orgullosos ni culpables de lo que entonces ocurrió. Por el contrario, señalaba que nuestra responsabilidad se debe centrar en lo que sucede en nuestros días.
En los primeros años del siglo XXI, varios países latinoamericanos evolucionaron hacia posiciones progresistas, con clara mejoría de las condiciones de vida de sus ciudadanos. Entre ellos estaban Argentina, Brasil, Ecuador, Bolivia, Uruguay y Venezuela, entre otros. Sin embargo, pasados algunos años, la evolución cambió de signo y algunos de estos países, no todos, han regresado a políticas más conservadoras con un agravamiento de la situación económica y social. Sería complejo tratar de explicar este cambio según los casos, pero interesa aquí centrar la atención en el caso que ha evolucionado de forma más rápida hacia peor, que es Venezuela.
Pese a los ataques políticos, desde dentro y desde fuera del país, de los que fue objeto el presidente de Venezuela Hugo Chávez, los organismos internacionales reconocían a mediados de la década pasada que la situación de Venezuela había mejorado visiblemente con respecto a la situación del 2000. Pero la combinación de las presiones internas y externas que trataron de impedir un cambio en las relaciones económicas y sociales hacia una mayor justicia social se acentuaron. Por supuesto ni se pueden ni se deben ignorar los errores que hayan cometido en su gestión los gobiernos venezolanos, como los que cometen los gobiernos de todos los países. En España, por ejemplo, no se pueden olvidar no ya los errores, sino los abusos y hasta los delitos que algunos de nuestros gobiernos han cometido.
En Venezuela, es diferente el asedio al que ha sido sometido el país desde dentro y desde fuera de sus fronteras. Desde el intento de golpe de Estado en 2002, al financiamiento desde el exterior del país a la oposición política, al bloqueo de recursos nacionales venezolanos en cuentas corrientes en Estados Unidos, al acoso ejercido por los medios de comunicación de Estados Unidos y de otros países alineados, entre ellos y de forma muy destacada España, que han desencadenado campañas de descalificación al Gobierno venezolano aportando en ocasiones informaciones falsas fabricadas utilizando recursos públicos. La presión ha sido y sigue siendo extraordinaria. Impulsadas por estas actuaciones se han llegado a organizar movilizaciones armadas –las llamadas “guarimbas”– en el interior de Venezuela, que han generado víctimas mortales, para desestabilizar al Gobierno. Y, sin espacio para relatar más acciones, la situación ha desembocado en los conflictos de las últimas semanas. Todo ello ha sucedido al tiempo que Venezuela ha batido récords en el contexto latinoamericano de elecciones democráticas bajo el marco de una de las constituciones más avanzadas y progresistas del continente.
En este marco de acontecimientos los gobiernos españoles no han permanecido como meros observadores, sino que han tomado partido y, en algunas ocasiones, de forma manifiestamente injerencista. Y es aquí donde conviene mirar a España de nuevo. Ahora no estamos en el siglo XVI. Ahora no se trata de la conquista de América y su conversión en colonias. Ahora estamos en el siglo XXI y se trata de la relación entre dos países que mantienen relaciones diplomáticas y en un contexto en el que varias empresas fuertes de uno de ellos, el nuestro, España, operan y hacen negocios hasta hoy en el otro, Venezuela. Ahora sí y a diferencia de lo que sucedió en la conquista de América, los ciudadanos españoles tienen el derecho y la obligación de exigir a nuestros gobernantes que expliquen su comportamiento en el terreno internacional.
Por ejemplo, ¿por qué participó el gobierno español, entonces del PP, en el golpe de estado, finalmente frustrado, de 2002? Nunca se ha explicado por qué se hizo. Y, más recientemente, ¿por qué el gobierno español del PSOE reconoció como nuevo presidente de Venezuela al ciudadano Juan Guaidó que se autoproclamó como tal de una forma manifiestamente irregular? Un caso diferente es el del ciudadano Antonio Ledesma. En él no hay ninguna responsabilidad del Gobierno español, pero sí de los medios de comunicación españoles y, en suma, de la sociedad española. Es como mínimo llamativo que se conceda protagonismo al huido de la justicia venezolana, Antonio Ledesma, sin informar que se trata de un excargo público, exalcalde metropolitano de Caracas, vinculado al gobierno del corrupto Carlos Andrés Pérez en la década de 1990 y con actuaciones entonces muy poco respetuosas con los derechos ciudadanos. Ledesma está acusado en Venezuela de conspiración y asociación criminal, está vinculado a la organización de la “guarimba” –movilización armada en las calles de Caracas– y, sin embargo, los medios de comunicación españoles, sin tener en cuenta lo anterior, le otorgan autoridad para declarar y pronunciarse sobre la situación de Venezuela.
Algo parecido sucede con el ciudadano venezolano Lorent Saleh, llegado a España en octubre de 2018, quien fue recibido por parte de la prensa española casi como un héroe, como alguien perseguido pero finalmente liberado por el gobierno de Venezuela. En realidad Saleh, miembro de la “ONG” llamada “Operación Libertad”, estaba acusado en Venezuela de participar en delitos contra el orden constitucional preparando acciones violentas y fue excarcelado mediante un acuerdo internacional, viajando a España sobre la base de dicho acuerdo.
El último caso en el que de nuevo el Gobierno español ha actuado de forma más que discutible es el de la acogida, como invitado en la Embajada española en Venezuela del ciudadano Leopoldo López, otro perseguido por la justicia del país y quien ha violado la situación de arresto domiciliario. ¿En qué situación queda el Gobierno, en realidad el Estado español y la sociedad española, cuando España acoge en su Embajada a un prófugo de la justicia de Venezuela? ¿No es una gravísima falta de respeto diplomático para un país con el que, hasta hoy, se mantienen relaciones? La situación en Venezuela es complicadísima y, por cierto, España ha colaborado y sigue colaborando en que así sea. ¿No nos volverán a pedir, ahora en el siglo XXI y en el futuro, muchos ciudadanos latinoamericanos responsabilidades no por lo que sucedió en el siglo XVI, sino por lo que estamos haciendo en el siglo XXI en Venezuela?