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Por Andalucía y la República Federal

El 28 de febrero de 1980, hace ahora treinta y ocho años, tuvo lugar el referéndum en el que Andalucía conquistó su autonomía. El 55,80% del censo votó por el SÍ, mientras que el NO apenas alcanzó el 3,44% del censo. A pesar de que el censo estaba inflado con la presencia de miles de personas fallecidas, la participación fue del 64,2% y la abstención, que fue la opción promovida por la derecha de UCD y AP, fue derrotada. Además, tanto los niveles de participación como de apoyo al SÍ fueron en Andalucía superiores a los que se habían obtenido, un año antes, tanto en Cataluña como en el País Vasco, lo que ponía de relieve que la pluralidad de España no se limitaba ni mucho menos a las llamadas nacionalidades históricas –Galicia, Cataluña y País Vasco.

No obstante, la autonomía hubo de conquistarse en una segunda fase debido a que los resultados del SÍ en Almería se habían quedado por debajo del 50%, que era el umbral establecido por el artículo 151 de la Constitución de 1978. La movilización y presión política –que incluyó encierros en ayuntamientos y huelgas de hambre de dirigentes políticos- permitió que en noviembre de 1980 se modificara la Ley de Referéndum para que el resultado en Almería no fuese obstáculo a la consecución definitiva de la autonomía de Andalucía. De esa forma el Congreso adaptó el marco legal a una realidad social y política que desbordaba entonces las calles de Andalucía y de toda España, como se había puesto de relieve muy especialmente durante la jornada del 4 de diciembre de 1977. Andalucía conquistaba así una autonomía que la izquierda y los movimientos populares identificábamos con la salida del subdesarrollo económico de nuestra tierra.

Estos hechos que ahora conmemoramos no sólo nos sirven para recordar que las normas jurídicas –entre las cuales se encuentra la Constitución de 1978- se pueden y deben modificar para adecuarlas a la cambiante realidad social. También nos permiten reflexionar sobre el sentido político del andalucismo y de nuestra idea de España en unos momentos en los que la izquierda necesita más que nunca salir a la ofensiva para hacer frente a la deriva autoritaria y el brutal retroceso en derechos y libertades que suponen los gobiernos y las políticas neoliberales.

Y es que hoy, como cada año, llenaremos las calles reivindicando nuestra común identidad andaluza y española portando los símbolos andaluces y republicanos, en un gesto que vincula nuestro pasado con nuestro futuro y que desgraciadamente es poco conocido. Por eso queremos aprovechar esta ocasión para incidir en ello, fundamental en nuestra reivindicación de un andalucismo inscrito en la idea de una República Federal española.

Fue justo hace cien años, en enero de 1918, cuando el movimiento andalucista se reunió en Asamblea en Ronda para desplegar un proyecto político con el que combatir a la oligarquía y el caciquismo a través del regionalismo. Aquella Asamblea, conformada sobre todo por sectores sociales pequeñoburgueses y liderada por Blas Infante, considerado actualmente como padre de la patria andaluza, no sólo aprobó la bandera y el escudo andaluz actual sino que también defendió una idea de España basada en el proyecto de Constitución Federal para España de 1883. Dicho proyecto había sido uno de tantos que proponían el modelo federal como base de solución a los problemas territoriales y sociales del país. El más conocido fue el de la Constitución Federal de 1873, que llegó a ser aprobado en el Congreso aunque nunca llegaría a entrar en vigor. Pero con aquella reivindicación el andalucismo recogía, como haría también el movimiento obrero, la tradición republicana federal que en nuestro país había sido la expresión política de los sectores demócratas y populares.

De hecho, prácticamente durante todo el siglo XIX las clases populares, campesinas y urbanas, se educaron políticamente al abrigo del republicanismo federal. Este republicanismo fue plural y heterogéneo, y se convirtió en gran medida en el canal de politización de nuevos actores sociales que, más adelante, acabarían engrosando las filas del movimiento obrero. La República, especialmente tras la Revolución de 1868, no era considerada únicamente una forma de gobierno que permitiría la conquista de la democracia sino también un proyecto político vinculado a la lucha contra las carencias materiales. En todas partes, y sobre todo en Andalucía, las sublevaciones populares estaban protagonizadas por sectores sociales de la incipiente clase trabajadora que aspiraban a acabar con los durísimos impuestos al consumo, el sistema de quintas y otras fórmulas mediante las cuales las oligarquías andaluzas y españolas saqueaban a la gente más humilde. También era el proyecto político que canalizaba las demandas de sufragio universal, la separación entre Iglesia y Estado y el poder municipal, entre otras. La mayoría de aquellos levantamientos populares, como el liderado por el gaditano Fermín Salvochea, se hicieron en nombre de la República Federal y de las clases populares. El propio Salvochea llegaría a ser alcalde de Cádiz durante la I República y acabaría convirtiéndose al anarquismo, representando así simbólicamente la conexión entre las ideas republicanas y socialistas en nuestro país.

Todas aquellas demandas fueron vistas con temor por las élites oligárquicas y sus representantes políticos. Las bases profundamente democráticas del movimiento republicano alarmaron siempre a monarcas, aristócratas y ricos en general. Además, el federalismo republicano español del siglo XIX significaba una idea de España alternativa a la de tales élites, las cuales defendían un ideal de nación tradicionalista, uniformizadora y centralista. No obstante, y frente a lo que dice la propaganda, ni el cantonalismo ni el federalismo ni el andalucismo fueron nunca contrarios a la unidad de la nación española, sino que más bien fueron ejercicios democratizadores que buscaban regenerar España mediante la abolición de los privilegios, la redistribución de la riqueza y el reconocimiento de nuestra pluralidad nacional. Precisamente por eso la reacción de las elites fue siempre tan dura.

El gobierno de Cánovas del Castillo, durante la Restauración, prohibió todos los partidos no monárquicos y persiguió con dureza –y con dureza también incluye el asesinato- todo movimiento republicano y socialista. Eso sí, el socialismo ya había sido perseguido con anterioridad, por todos los partidos monárquicos, como cuando en 1871 fue ilegalizada la Asociación Internacional de Trabajadores. Más tarde, durante la dictadura de Primo Rivera, se radicalizaría la lucha contra el separatismo y el socialismo y, por supuesto, se criminalizaría cualquier defensa de un modelo alternativo de Estado y de nación. Y durante la Guerra Civil, el propio Blas Infante fue fusilado por el ejército franquista en 1936 en las afueras de Sevilla. No podemos olvidar que el franquismo no sólo fue un régimen dictatorial que segó la vida de los disidentes, sino que significó también la aniquilación de las instituciones y culturas democráticas y republicanas, lo que incluía la destrucción de las conquistas sociales, económicas y administrativas de la II República. Desde entonces el franquismo dedicó todas sus energías a imponer su idea de España, aquella que era una, grande, uniforme y que hablaba únicamente en castellano. Y el proceso de reeducación implicó también la relectura de todos los fenómenos republicanos y autonomistas, incluyendo por supuesto al federalismo y el andalucismo.

Desde el mismo nacimiento del republicanismo español, las oligarquías españolas se han constituido siempre como reacción a los movimientos democratizadores que surgían y se desarrollaban eventualmente en España. Hay por ello un hilo muy claro que vincula a Cánovas, Primo de Rivera, Franco y los actuales dirigentes del PP y Ciudadanos, por supuesto siempre representados por sus majestades borbónicas. Y ha sido esta reacción la que, a lo largo de la historia de España, ha construido la idea de una anti-España que estaría conformada por separatistas, masones, republicanos, socialistas y rojos en general, que tanto ha calado en el imaginario colectivo tras decenas de años de dictadura, militarismo y adoctrinamiento cultural.

Precisamente uno de los problemas que enfrentamos actualmente proviene directamente de este hecho. Aquel mismo proceso mermó con mucho la idea alternativa de España, una alternativa republicana. Tras cuarenta años de dictadura nacional-catolicista en la que las elites se cuidaron mucho de extirpar cualquier alternativa cultural a la de una España centralista, uniformizadora, militarizada y reaccionaria, la izquierda ha sido incapaz de restaurar formalmente el hilo que la conectaba con su propia historia y su propia noción de España. En suma: dejamos de disputar la idea de España a la reacción.

Y eso, en las condiciones actuales, nos está pesando. Y mucho. La izquierda política y social de este país no puede limitar por más tiempo su idea de España a un abstracto reconocimiento del derecho de autodeterminación que, sin nada más, resulta incomprensible para la mayoría de las clases populares de nuestro país. Al contrario, tenemos que recuperar un proyecto de país, disputando la idea de país a la reacción no por la vía de la imitación sino por la vía de la construcción de alternativa. Quiere esto decir que necesitamos un proyecto de país no sólo discursivo, capaz de encuadrar nuestras propuestas políticas, sino que esté también enraizado en las prácticas cotidianas de las clases populares en tanto que opera como horizonte deseado de futuro. Ser republicano es defender la sanidad, la educación y las pensiones públicas; ser republicana es defender las libertades civiles y la democracia participativa; ser republicana es luchar contra el patriarcado y defender un modo de producción y consumo sostenible; ser republicano es entender la pluralidad nacional de nuestro país y defender su articulación en un modelo de Estado compartido desde el que poner en marcha las políticas sociales. Ser republicanos y republicanas es nuestra forma de ser españoles y españolas, es pertenecer a esa España que se construye desde abajo.

En nuestros días, y de forma similar a lo que sucedió en el período de entreguerras en el que emergió el andalucismo, nuestro país atraviesa una grave crisis institucional, económica y política. La derecha política y económica ha puesto en marcha una importante ofensiva contra las libertades y los derechos conquistados por los movimientos democratizadores, especialmente el obrero. Hoy las derechas han acentuado su ataque al Estado Social, recortando en sanidad, pensiones, educación, etc. al tiempo que limitan la libertad de expresión, imponiendo una política del miedo mediante multas y la encarcelación de críticos políticos. Asimismo dedican ingentes recursos a proteger a sus corruptos, que van desde los Urdangarin hasta las grandes empresas oligárquicas que les financian, y blindan las posiciones recentralizadoras –basta ver el diseño institucional constituido por el ministro Montoro y su capacidad de intervención y chantaje sobre todas las administraciones autonómicas y municipales.

Pero estos ataques son también reflejo de su misma debilidad. La propia monarquía corrupta está en caída libre. En Cataluña la monarquía recibe un suspenso del 2,36, siendo más de un 50% los jóvenes entre 25 y 34 años que directamente le dan un 0, y en Andalucía y en el resto de España no lo sabemos porque el CIS lleva ya treinta y cuatro meses sin preguntar por esta institución medieval y el EGOPA –el CIS andaluz- tampoco lo ha hecho. El deterioro parece evidente y peligroso para un régimen que ha volcado todas sus energías en proteger los privilegios de las oligarquías, repitiendo la historia una y otra vez. Y mientras todo eso sucede también hay un pueblo que defiende otra idea de España y de las relaciones económicas, y que continúa mermando las bases materiales y culturales de la reacción. No por casualidad a este régimen político se le sigue atragantando que un espacio político explícitamente republicano tenga cinco millones de votos, que una huelga general feminista se dirija directamente contra el sistema patriarcal y el sistema económico capitalista y que un 28 de febrero el andalucismo salga a la calle junto con las Marchas por la Dignidad.

Por eso decimos hoy, 28 de febrero, que no debemos perder de vista el carácter histórico de las luchas que mantenemos. Nos jugamos el orden social, el país en el que viviremos durante las próximas décadas, y también la idea de España que prevalecerá entonces. Frente al proyecto de la reacción nosotros defendemos una Andalucía libre. Y por eso mismo gritamos:

¡Viva Andalucía! ¡Viva la República Federal!