A nuestra camarada Guiomar, en recuerdo de su padre Miguel Sarabia.
Tal día como hoy, hace 40 años, un grupo armado de extrema-derecha entró en un despacho de abogados laboralistas de Comisiones Obreras en Madrid y asesinó a cinco personas e hirió a otras cuatro. Ocurrió en enero de 1977, poco más de un año después de la muerte del dictador Franco. Este crimen político supuso un punto crítico en el desarrollo de la llamada Transición. Dos días después de la matanza, más de cien mil personas salieron a las calles en homenaje de los asesinados: la primera gran demostración de fuerza de la izquierda durante el postfranquismo.
Aunque el relato-mito oficial nos habla de una «Transición pacífica», la matanza de Atocha forma parte del conjunto de actos violentos que las fuerzas partidarias del régimen franquista llevaron a cabo con objeto de frenar o limitar el alcance de la reforma democrática. Entre 1975 y 1982 se produjeron miles de actos de terrorismo de Estado, de terrorismo de movimientos de extrema-derecha y de actuaciones represivas de la policía. El «gatillo fácil» de la policía durante las manifestaciones, las asambleas o incluso durante las pintadas se llevó la vida de más de un centenar de personas. Las muertes por tortura, una práctica sistemática incluso después de 1978, o las ejecuciones de la extrema-derecha, fueron también habituales. Los cálculos más conservadores hablan de un escalofriante saldo de 320 víctimas mortales y más de 1.000 heridos sólo entre 1975 y 19821.
En ese contexto, destaca claramente la actitud heroica del movimiento obrero y de la izquierda antifranquista que asumió importantes riesgos al tomar posición por la democracia. Especialmente la militancia de las dos grandes organizaciones de la izquierda, el PCE y las CCOO -ya que, como se recordaba entonces con ironía, el PSOE había estado 40 años de vacaciones durante el franquismo. Pero también el heroísmo de las izquierdas no situadas en la órbita comunista, y que también sufrieron las torturas, los asesinatos y la represión en general por parte del Estado. No obstante, también es fácil ver el carácter real de una Transición que no significó una ruptura con la dictadura y que impuso un relato mitificado de ella misma basado en la desmemoria de una amnesia planificada.
Como afirmó con acierto Gregorio Morán, en El Precio de la Transición, “durante años decir la verdad sobre la Transición era considerado desestabilizador de la democracia, y dar por bueno el engaño se consideraba como facilitar el asentamiento del nuevo sistema”. Efectivamente, la Cultura de la Transición marcaba hegemónicamente hasta hace muy poco los límites culturales acerca de lo que se podía hablar y de lo que no. De lo que no se podía hablar era de la verdad, que ya no era revolucionaria sino desestabilizadora. Porque decir la verdad era recordar que el primer jefe de gobierno fue el último secretario general de la Falange, que el fundador de Alianza Popular fue el ministro que justificó el fusilamiento de Julián Grimau, que el Borbón jefe de Estado de la democracia fue nombrado por Franco, que muchos divulgadores oficiales del mito de la Transición fueron los periodistas y propagandistas a sueldo de la dictadura… o que la violencia contra los comunistas y antifranquistas no fue un evento aislado sino una práctica sistemática protegida por los “nuevos demócratas”. Ese olvido tiene que ver con querer ignorar que periodistas, magistrados, catedráticos de universidad, policías y políticos pasaron de fascistas convencidos a demócratas en sólo unos días.
El olvido es parte del consenso de la Transición. Un pacto entre élites que convirtieron la amnistía en amnesia y con el devenir del tiempo en impunidad. Porque el olvido significa dejar atrás toda interpretación de lo que pasó en aquellos años de violencia descarnada que no sea el mito de una democracia nacida por virtud de la inteligencia de unos pocos hombres –ninguna mujer- de Estado. Un destacado dirigente socialista como José María Maravall llegaría a afirmar que entre los requisitos para construir un orden democrático nuevo estaban “los compromisos interpartidistas, el monopolio de una élite partidista y una desmovilización general”. Una Transición para la gente, pero sin la gente. Un relato de la Transición en la que el movimiento obrero no habría sido determinante porque, a lo sumo, supuso un atrezo de un magistral plan reformista inteligentemente preconcebido.
Nosotros vemos la historia de un modo distinto. Para nosotros el movimiento obrero fue precisamente la clave de la democratización. Aceptamos que la muerte natural de Franco fue una expresión de la insuficiencia de fuerzas del antifranquismo y reconocemos en esa debilidad de la correlación de fuerzas una explicación a lo que pasó. Sin lugar a dudas, la izquierda hizo todo lo que pudo. Nuestros padres y madres hicieron todo lo que pudieron. Pero no fueron los dirigentes de ningún partido, sino los militantes anónimos y con nombres y apellidos, quienes empujaron con su sacrificio para conquistar la democracia. El gran error de Santiago Carrillo no fue aceptar esa realidad, evidente por sí misma, sino racionalizar aquella derrota y creer que las condiciones aceptadas eran única vía posible al socialismo.
Entre aquellas condiciones de una derrota preconcebida se encontraba el olvido de nuestra historia, de la memoria de nuestro pueblo luchador. No sólo supuso una renuncia a nuestros símbolos, como el republicanismo o la ruptura democrática, sino también a nuestra memoria. No por casualidad hoy son los anticomunistas como Albert Rivera o Susana Díaz, entre otros, los que reivindican la política de Carrillo. Sin ir más lejos, la Transición, basada en el consenso, necesitó olvidar a los republicanos que defendieron la democracia ante un golpe de Estado y no sólo eso, sino que, en un acto de revisionismo intolerable, nuestras instituciones asocian constantemente como bandos equiparables a quienes defendían valores y principios de democracia y libertad junto a quienes organizaron la aniquilación sistemática del oponente político y durante 40 años sumieron a España en un régimen fascista. Además, por supuesto, también se cubrió con un tupido velo el que quienes ahora formaban parte impunemente de las instituciones de la democracia eran los mismos que reprimieron, encarcelaron, torturaron y ejecutaron a miles de militantes comunistas.
Es por todo ello que tenemos la necesidad y el deber de seguir abriendo el melón de la Transición para poder cuestionar a los políticos y sus decisiones, negando de esa forma que exista un vínculo de necesidad entre la matanza de Atocha y la firma de los Pactos de la Moncloa. Eso, sencillamente, no es cierto. Al fin y al cabo, las limitaciones de esta democracia –¿recordamos por qué durante el 15M hablamos de la necesidad de una democracia real?- tienen su origen en las limitaciones de la Transición. Y sin embargo, las pocas veces que se recuerda esta terrible efeméride se emplea para justificar la tragedia como punto de inflexión de la consecución de la democracia y, por tanto, hito fundacional del mito de la ejemplar Transición.
Nuestro propósito pues, es muy sencillo: reivindicar a los héroes y heroínas que arriesgaron o perdieron su vida, quemaron sus biografías y sacrificaron tantos aspectos vitales en pos de la democracia, porque son ellos a los que debemos estar agradecidos. Sin ellos, sin su lucha, esta democracia se parecería aún más al franquismo. Y desde ese reconocimiento, seguir su ejemplo de lucha para conquistar una democracia real. Pero nunca más formar parte de la Cultura de la Transición, esa trampa construida para negarnos a nosotros mismos y a nuestros padres y madres.
Queremos un nuevo país, uno que recuerde el hilo rojo, de democracia, que une a los defensores de la legalidad republicana, a los asesinados en Atocha y a los sindicalistas que con sus huelgas impidieron la continuidad del franquismo. Queremos recordar a nuestros luchadores y luchadoras no como parte de un mito, sino como el ejemplo de nuestra historia real, contradictoria y esperanzadora.
Porque hace cuarenta años la ultraderecha en un acto de terrorismo continuista del régimen que les educó, asesinó a unos abogados laboralistas que de forma subversiva defendían a la clase trabajadora en un ejercicio de coherencia y compromiso vital con la justicia social y la democracia. Nuestro mejor homenaje a los héroes de Atocha es, como dice Enzo Traverso, seguir luchando sacando lecciones del pasado, reconociendo la derrota sin capitular ante el enemigo, con la conciencia de que un nuevo levantamiento tomará indefectiblemente nuevas formas y caminos desconocidos.
Y para todo ello es imprescindible que el eco de su voz no se debilite, porque entonces pereceremos.