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40 años de representación

El discurso de Felipe VI en el acto en el Congreso del 40 aniversario de las elecciones de 1977.

Francisco Jurado Gilabert

Asesor del Grupo Parlamentario de Podemos Andalucía —

40 veces pude escuchar la palabra 'soberanía' en los discursos que se marcaron en el solemne acto de celebración de 40 años de parlamentarismo postdictatorial en España. 'Soberanía', como 'democracia', 'libertad' y, últimamente, 'transparencia' y 'participación', forman parte de un conjunto de tuppers vacíos que cada cual rellena con el significado que más le place. La cosa va más allá de Laclau y se acerca a Wittgenstein, y es que, como sucede con sentimientos y sensaciones como 'alegría', 'felicidad' o 'dolor', la subjetividad que se imprime a estas palabras hace que empiece a haber tantas 'soberanías' o 'democracias' como partidos, portavoces o tertulianos.

No. Lo que se conmemora, a ciencia cierta, son 40 años de un sistema de representación que, a su vez, se divide en tres relaciones diferentes. A tenor de lo que reza la Constitución, nos encontramos con tres actores diversos: el pueblo, como el conjunto de las personas con nacionalidad española; las instituciones representativas, Congreso, Senado, Parlamentos Autonómicos y Ayuntamientos; y representantes políticos, electos mediante sufragio por periodos de cuatro años.

Estos tres actores configuran, a su vez, tres relaciones de representación:

Las instituciones representan al pueblo español, de tal manera que las normas y las decisiones que emanan de ellas se consideran expresión de la voluntad soberana de todos y todas las españolas.

Estas instituciones, que no son más que construcciones jurídicas, necesitan de personas que tomen decisiones en su seno, los representantes, y cuando lo hacen, no es ya en su nombre o en el de su partido, sino en nombre de la institución. Formalmente, es el Congreso de los Diputados el que aprueba una ley, no el PP o el PSOE, a pesar de que, en la práctica, sean las mayorías parlamentarias las que determinan su aprobación.

  1. Pero estos representantes, además, lo son del propio pueblo, que los elige periódicamente en función, se supone, del contenido de un determinado programa electoral que, también se supone, pretenden llevar a la práctica de ser elegidos. Esta última relación es la realmente importante, pues determina a las otras dos.

¿En qué consiste la soberanía (o la democracia), entonces? Pues, básicamente, en la posibilidad de poder influir, mediante el sufragio, en la composición de la institución. Un derecho subjetivo (de cada persona), que se manifiesta agregado y que, curiosamente, no condiciona casi nada a la propia relación de representación sobre la que pretende influir. ¿Por qué me atrevo a decir esto? Porque la relación de representación siempre va a estar ahí, se vote o no se vote, salga la opción que has elegido o no. No existe un porcentaje mínimo de electores para que se constituyan las Cortes Generales, un Parlamento o un Ayuntamiento. Tampoco hay mecanismos para obligar a los representantes a cumplir su programa electoral o para hacerlos cesar en su cargo, más allá de los instrumentos que tienen a su disposición los propios representantes: la moción de censura o la cuestión de confianza.

La representación política es, por tanto, una relación indisponible. Vivimos representadas desde que nacemos hasta que morimos, y esto choca con las teorías jurídicas y de la ciencia política dominantes, que consideran el acto de votar como una especie de autorización para que determinadas personas nos representen. No. Como afirmaba Ferrajoli, la representación no se instaura gracias al sufragio, sino a la norma suprema que la consagra, es decir, la Constitución. Norma que cuenta ya con 39 años y que no ha sido votada por todas las personas que hoy tienen menos de 57 años.

Topamos entonces con el nudo gordiano de la adaptación de los Estados contemporáneos al tiempo en el que vivimos. Algo que se pone muy de manifiesto si atendemos a las dificultades para resolver el problema territorial, el blindaje de los derechos, inmersos como estamos en un mundo globalizado y neoliberal; o en cuestiones más domésticas, como la sucesión al trono.

Un efecto colateral, pero directamente relacionado, es la desafección social que existe hacia los representantes, partidos e instituciones, con la sensación mayoritaria de que no son útiles para resolver los problemas de la gente a la que representan. Podríamos decir, entonces, que los Estados contemporáneos han dejado de serlo y pertenecen ya a un tiempo pasado. Pero se resisten a cambiar –no los Estados, sino las personas que los dirigen–, porque eso supondría desprenderse de esa posición de poder inatacable que les concede esta relación indisponible de representación.

Por otra parte, y me pongo ya la vacuna ante probables críticas, modificar este tipo de relación de representación, adaptarla a nuestros días, no supone eliminarla, ni acabar con los partidos. Plantear la representación y la decisión directa como dos realidades paralelas e incompatibles es tramposo e interesado, o significa tener la mente demasiado plana como para pensar en fórmulas intermedias.

Obviamente, la representación es necesaria para no tener que estar haciendo, todo el mundo y a todas horas, una labor parlamentaria. Pero esta representación, si pretendemos que se acerque asintóticamente al ideal de “democracia” o de “soberanía”, a su significado lingüístico y a su etimología, debe tender a abrirse, permitiendo a las personas no sólo intentar colocar a sus representantes preferidos, sino tomar sus propias decisiones en tiempo real, cuando cada persona quiera, y esto ya es más que posible utilizando las nuevas tecnologías de la comunicación.

Hablar de soberanía sólo tiene sentido cuando se puede hacer uso de ella y, eligiendo cada cuatro años, entregando un cheque en blanco entre elección y elección, esta soberanía ni siquiera la rozamos. Se convierte en un vocablo más dentro del catálogo de palabras biensonantes que pueblan los discursos de los actos solemnes, como el del otro día. Actos que empiezan a oler tan antiguos y tan rancios como el sistema parlamentario que pretenden conmemorar.

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