De Atapuerca a Silicon Valley

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Un grupo de amigos tuvimos el privilegio de visitar este año el yacimiento de Atapuerca, guiados por una de las personas que desde 1998 forman parte del equipo de investigadores que está desenterrando, interpretando y describiendo una parte muy importante de la historia de la humanidad. Nuestra guía y maestra fue María Martinón, directora del Centro Nacional de Investigación sobre la Evolución Humana (CENIEH), radicado en Burgos, y coinvestigadora principal del proyecto Atapuerca desde 2019. Fue un lujo, por todo lo que María sabe y por cómo lo sabe transmitir. Cuando te brillan los ojos al hablar, se nota que hablas de lo que te apasiona y logras apasionar a quien te escucha. Creo que a todos nos ocurrió. 

Son muchas las diferencias entre los seres humanos y el resto de los seres vivos, incluso con aquellos que más se nos acercan. De algunas diferencias podríamos decir que son una cuestión de grado. Por ejemplo, por muy superior que podamos considerar nuestra inteligencia, o incluso nuestra capacidad de comunicación a través del lenguaje humano, hay otros seres vivos que son inteligentes y que se comunican de un modo más o menos evidente y complejo con sus congéneres. Hasta algunas plantas lo hacen a través de ultrasonidos o mediante alelopatía, proceso por el cual pueden producir ciertos compuestos bioquímicos que afectan a otros organismos de su entorno, singularmente otras plantas, influyendo en su crecimiento, supervivencia o reproducción. 

La evolución ha ido modelando lo que fuimos hasta lo que somos, y hemos alcanzado un punto en el que incluso hemos conseguido en parte salirnos de su curso

Ciertamente nosotros hemos evolucionado adquiriendo unas capacidades y comportamiento que nos hace muy diferentes de otras especies. Por ejemplo, en lo que se refiere a nuestra forma de organizarnos colectivamente y de concebir y utilizar la tecnología que construimos para adaptarnos al medio y adaptarlo a nuestros deseos, a veces caprichosamente. Todo esto se debe precisamente a nuestra gran inteligencia, lo que nos ha permitido obtener un conocimiento y desarrollo tecnológico que no hacen más que amplificarla, permitiéndonos avanzar en un círculo virtuoso que no tiene parangón en ninguna otra especie. La evolución ha ido modelando lo que fuimos hasta lo que somos, y hemos alcanzado un punto en el que incluso hemos conseguido en parte salirnos de su curso.   

Aunque pueda sorprendernos, son muchas más las cosas que compartimos con otros seres vivos, que las que nos diferencian. Pensemos en la autoconsciencia. No somos los únicos seres vivos capaces de reconocer nuestra individualidad. Los grandes simios y los elefantes también lo hacen, así como las orcas y los delfines. Y no solo ocurre entre los mamíferos. Hay pájaros, como las urracas, cuyo cerebro también ha evolucionado hasta tener esa capacidad. 

Pero hay tesoros que posiblemente solo nosotros poseemos. Por ejemplo, no hay evidencia alguna de que otra especie pueda pensar en el futuro y proyectarse en él para hacer planes y valorar mentalmente las posibles consecuencias de su ejecución. Imaginar el futuro e imaginarse en él es, aparentemente, un logro que de momento solo nos ha concedido a nosotros la evolución, ese algoritmo lento, ciego y sin metas, pero implacable en la selección de los caminos que conducen a la supervivencia de las especies. Un algoritmo que, con tiempo suficiente y en un entorno diverso y cambiante, puede llevar a una célula a convertirse en un cerebro que se estudia a sí mismo y que es capaz de descubrir el camino de millones y millones de años que condujo hacia él. 

Entre el tesoro de restos desenterrados, desempolvados y lustrados en Atapuerca por tantas manos expertas y escrupulosas en su labor, hubo dos cosas que me impresionaron sobremanera. Realmente tres, pero la tercera la comentaré luego. Me hipnotizó la visión de una cadera que levitaba en el interior de una urna, colgada de hilos invisibles. Ya sé que los huesos de la cadera no son quizás lo más fascinante del mundo, pero supongo que me sentí condicionado al pensar en la artrosis que empieza a castigar la mía.  

Otra de las piezas que me dejaron boquiabierto, mucho más incluso que la anterior, fue un bifaz, una herramienta lítica diseñada para cortar, raspar o perforar sobre otras superficies. Se le puso el nombre de Excálibur, como a la famosa espada del Rey Arturo. Una piedra tallada con evidente paciencia sobre un pedazo de cuarcita rojiza, fabricada, imagino, por unas manos hábiles, guiadas por una inteligencia mayúscula, aunque muy alejada todavía de la nuestra. Lo hizo un Homo heidelbergensis, considerado el antecesor del Homo neanderthalensis, sin duda con el ingenio, la inventiva y la habilidad para hacer de una simple piedra una herramienta que, aunque hoy veamos tosca, resultaba de una gran utilidad en sus manos. ¿Qué pasaría por la cabeza de quien la tallaba mientras se dedicaba a esta laboriosa faena? ¿Qué pensarían quienes le viesen hacerlo? ¿Se imaginaría blandiéndola para asestar un golpe a una presa o a un enemigo, o moviéndola con pericia de carnicero para trocear una pieza recién cobrada? ¿Por qué alguien en el Pleistoceno la dejó en la Sima de los Huesos, al lado de restos de un grupo de una treintena de “vecinos” de la Sierra de Atapuerca, y lo hizo como quien deja un amuleto en el lecho de muerte de un ser querido? ¿Fueron esos cuerpos llevados allí a propósito? ¿Fue como parte de un ritual para acompañarlos hasta el límite mismo de una puerta al más allá que quizás comenzaba a vislumbrase en unos cerebros todavía muy alejados de los nuestros? Si es así, ¿cómo se imaginarían ese lugar al que irían tras la muerte? No lo sabemos, ni nunca lo sabremos, supongo. 

Nada quedó escrito, aunque estos homínidos ya podían hablar. De todas las tecnologías que hemos ido forjando a lo largo de la historia, la más poderosa es, sin duda, el lenguaje

Nada quedó escrito, aunque estos homínidos ya podían hablar. De todas las tecnologías que hemos ido forjando a lo largo de la historia, la más poderosa es, sin duda, el lenguaje. Ese lenguaje que les permitía contar historias al caer la noche, en torno al círculo de luz de una hoguera que no solo amplificaría las formas en las sombras, sino que también agrandaría sus historias. La escritura aún no había sido creada, pero a través del lenguaje la inteligencia colectiva comenzaba a forjarse. En todo caso, nada nos quedó “dicho”, por lo que casi todo son incógnitas. La Sima de los Huesos es hoy el yacimiento más singular de la paleoantropología y está llena de respuestas, pero por cada respuesta hay mil preguntas insondables. 

Desde que el Homo erectus descubrió que las piedras esconden en su interior herramientas que van aflorando con cada golpe certero, comenzó a esculpirse otra evolución sin pausa, la de la tecnología. A medida que sus cerebros evolucionaban, su habilidad para manipular y crear herramientas se volvió más y más refinada, y con ellas mejoraban también las posibilidades de seguir desarrollando nuevos y más sofisticados útiles. Además, la tecnología no solo va cambiando el mundo físico, sino también el propio mundo interno de quienes la desarrollan y la usan. La inteligencia humana y la tecnología nacen y crecen juntas, impulsando y condicionando cada una la evolución de la otra. 

Los homínidos de Atapuerca buscaban sobrevivir y ayudar a su prole a hacerlo. Nosotros también. Sus enemigos eran el frío o el calor, los accidentes, aquellos que querían comérselos o se resistían con uñas y dientes a no dejarse comer. También quienes los consideraban sus competidores y los seres microscópicos que los veían como hospedadores. Hoy tenemos algunos enemigos parecidos, pero la ciencia y la tecnología que nos hemos dado nos proporcionan muchos más medios para evitarlos y combatirlos. 

El material de Excálibur, la cuarcita, está compuesta sobre todo de cuarzo, o dióxido de silicio. Curiosamente, cientos de miles de años después, el silicio vuelve a ser el protagonista de nuestras herramientas más sofisticadas, los chips. Eso sí, ahora ese silicio se talla a escala nanométrica, con máquinas de litografía extrema ultravioleta que cuestan hasta doscientos millones de euros cada una.  

Desde que en 1957 el invento más importante del siglo XX vio la luz en los Laboratorios Bell de la compañía AT&T, en EEUU, la miniaturización de los transistores no ha dejado de aumentar. El Intel 4004, que apareció en 1971, y que se considera el primer microprocesador en un chip, tenía 2.250 transistores integrados. Los más recientes, como el Apple M2 Ultra, pasan ampliamente de los cien mil millones -cuando sale a cuenta escribir en palabras los números, las cantidades abruman-. La evolución en el código no ha ido a la zaga, aunque en parte sí, ya que el software se ha ido agigantando a medida que la fuerza bruta de los chips de cálculo y de memoria ha ido creciendo, y ha sido exponencialmente, bajo la todavía vigente ley de Moore. Asimismo, la inteligencia de las máquinas, soportada fundamentalmente en el código, también ha experimentado avances espectaculares.  

Salvo que la información digital, como la de una imagen o un programa informático, se codifique en un soporte indeleble, esta se pierde con el tiempo. Lo mismo les ocurre a nuestros cerebros, que no han dejado más rastro a lo largo de la historia que la caja que los contiene. Sería un regalo increíble para la ciencia que pudiese estudiarse el cerebro de Miguelón, el nombre dado a un Homo adulto cuyo cráneo se exhibe en el Museo de la Evolución Humana de Burgos. Para mí este es el tesoro más maravilloso de cuantos allí se muestran. Solo lo superaría un imposible, que sería poder conocer como era su cerebro de cientos de miles de años de antigüedad. ¡Cuántas respuestas nos daría a tantas preguntas sin responder!  

Desde el Homo antecessor, una especie extinta perteneciente al género Homo, cuyos restos fueron también encontrados en Atapuerca, hasta nuestros días, han pasado unos 800.000 años. Sin embargo, en términos de evolución tecnológica, desde Atapuerca a los inicios de Silicon Valley no hay más que un suspiro. Casi todo lo inventado vino después. De hecho, quien pudiese estudiar desde el futuro, o desde algún lugar más allá de nuestro sistema solar, el millar de inventos más importantes de la humanidad, vería que casi todos son de este siglo y del pasado. Si comprimiésemos en un año el tiempo transcurrido desde la fabricación de Excálibur hasta hoy, casi toda la tecnología que hemos inventado, fabricado y aplicado estaría apretada en la última hora. 

No he estado en ninguna fábrica de chips, pero me pregunto cuál será hoy el ruido que sustituye al de los golpes sobre la piedra de sílex. Esos golpes sutiles que iban arrancándole lascas hasta darle la forma deseada. Desde las primeras herramientas de piedra hasta las complejas redes neuronales de la inteligencia artificial, la historia de la humanidad y la tecnología ha sido un danzar armonioso de evolución y adaptación. 

Lo mismo que nosotros hemos ido dando forma a las piedras, a los metales y a nuestra imaginación, la evolución ha ido moldeando nuestros cuerpos hasta encontrar uno de los caminos posibles para que ahora nosotros podamos crear máquinas inteligentes. Quién sabe si algún día llegarán a ser más inteligentes que sus propios creadores.