Dos noticias de distinto signo han puesto de nuevo de actualidad la importancia de nuestro sistema público de protección sociosanitaria: el nacimiento prematuro de los hijos de Irene Montero y Pablo Iglesias, que ha puesto el foco en las necesidades que derivan de esa circunstancia (prematuridad), y el anuncio del Gobierno de recuperar el acceso gratuito a los tratamientos de reproducción asistidas para lesbianas y mujeres solas.
Ambas noticias tienen varios hilos conductores que los unen entre sí y con la esencia del Estado social: por un lado, la existencia de un derecho subjetivo de amplios colectivos de ciudadanos a contar con el apoyo debido del Estado para desarrollar una vida digna en condiciones de igualdad; por otro lado, la instrumentalización de dichos derechos a través de la inclusión en la cartera sanitaria de ciertas prestaciones; por último, la necesidad de acabar con una situación de inequidad al existir distinta cobertura sanitaria en función del lugar de nacimiento o residencia, a través de la inclusión de las prestaciones en la cartera común –de mínimos y homogénea para todo el territorio– del Sistema Nacional de Salud.
No se puede sino celebrar como un logro del conjunto de nuestra sociedad diversa la recuperación de un derecho arrebatado durante demasiado tiempo a tantas mujeres en este país. Sin embargo, en el caso de los niños nacidos con necesidades específicas, la situación es mucho peor. Una de las situaciones que afectan a la gran mayoría de nacimientos prematuros y a muchos otros (por motivos genéticos, biológicos o ambientales) son las alteraciones del neurodesarrollo o el riesgo de tenerlas, que supone la necesidad de atención temprana. Esta atención es el conjunto de intervenciones que se realizan en estos casos para conseguir optimizar el neurodesarrollo de los niños y alcanzar el mayor grado de posible de habilitación de sus funciones básicas: motoras, alimentarias, comunicativas o sociales. Con una atención realmente precoz y adecuada a las necesidades de cada niño, pueden prevenirse situaciones de discapacidad futura en unos casos y atenuarse en otros. Por tanto, su importancia es máxima y muy relevante, pues esta necesidad pueden llegar a tenerla entre el 5 y el 10% de los niños menores de 6 años.
Sin embargo, muchos de los niños con necesidad de atención temprana dictaminada facultativamente no tienen acceso al sistema público que facilita esos recursos. Y esto a pesar de que el derecho a la atención temprana está enraizado en los derechos humanos y, entre otras normas, en las Convenciones de la ONU –ratificadas y con plena vigencia en nuestro ordenamiento jurídico– sobre los derechos de la infancia y sobre los derechos de las personas con discapacidad. Como ocurría hasta ahora en el caso del acceso a tratamientos de reproducción asistida, el cumplimiento del derecho mediante el acceso al recurso depende del lugar de residencia de los padres, produciéndose no sólo situaciones injustas per se sino de gran inequidad. Y, siguiendo con el paralelismo, la única forma de instrumentalizar el derecho de ambos colectivos (mujeres y niños) en condiciones de igualdad y homogeneidad es la inclusión de la prestación en la cartera común del Sistema Nacional de Salud.
La Ministra de Sanidad debe cumplir con un mandato no sólo ético, sino político: el Congreso aprobó el año pasado –y con los votos a favor de todos los grupos parlamentarios excepto PNV– incluir la atención temprana en la cartera común del SNS. Y lo debe de hacer urgentemente para paliar la situación de miles de niños que nutren listas de espera interminables o que son “dados de alta administrativamente” del sistema sociosanitario por el mero cumplimiento de una demasiado pronta edad, sin considerar sus particulares necesidades expresadas por los médicos.
Solo así, con una atención temprana pública, universal, gratuita, de calidad y no limitada al cumplimiento de una edad por decreto, todas las actuales y futuras madres y padres podremos celebrar un poco más la diversidad de nuestra sociedad y el logro del Estado social.