El aumento de la productividad del trabajo no mejora necesariamente la sostenibilidad de las pensiones.
Soy consciente de que esta afirmación puede resultar, como poco, desconcertante, pues parece negar la evidencia de que, precisamente, el crecimiento de la productividad debería proporcionar los recursos que necesita el fondo público de pensiones. Si la economía española consiguiera mejorar los estándares de productividad, aumentarían tanto los salarios de los trabajadores como los beneficios de los empresarios; sin necesidad de incrementar la presión fiscal, sería posible transferir recursos desde la población activa ocupada, que crea riqueza, en dirección a la población inactiva receptora de las pensiones, situada fuera de los circuitos productivos y en continuo crecimiento fruto del envejecimiento demográfico. Así de lineal y de tramposo es el discurso dominante.
¿Qué ha sucedido con la productividad del trabajo desde que gobierna el Partido Popular (PP)? Este indicador relaciona el Producto Interior Bruto (PIB) con el número de trabajadores o de horas trabajadas. Pues bien, si se toma como referencia el empleo en el período que nos ocupa, entre 2011 y 2017, El PIB real por trabajador ha experimentado un aumento global del 5,1%; si en lugar del empleo se pone el foco en el número de horas trabajadas, su progresión ha sido del 4,3%. En estos años, no obstante, la “hucha” de las pensiones (el fondo de reserva) se ha vaciado y los jubilados han visto cómo se reducía su capacidad adquisitiva.
Para entender esta aparente paradoja hay que analizar los factores que están determinando los avances en la productividad del trabajo. Me centro en las reflexiones que siguen en el denominador de la ratio, esto es, en el volumen de empleo y en las horas trabajadas.
A diferencia de lo que ocurrió en los primeros años de crisis económica, cuando el avance de este indicador se debió sobre todo a la masiva destrucción de empleo (mejora la productividad porque se reduce el denominador y no porque aumente el numerador de la expresión), los datos de ocupación ofrecen un balance “favorable” (la información estadística que sigue procede de Eurostat y del Instituto Nacional de Estadística, INE).
Entre 2011 y 2017 la economía española ha creado cerca de 400 mil puestos de trabajo; en 2012 y 2013 todavía se destruían empleos, pero desde entonces los registros han sido positivos. Todo ello ha supuesto un aumento de la tasa de empleo (proporción de la población en edad de trabajar que dispone de una ocupación), en unos 3 puntos porcentuales, y una reducción de la que mide el desempleo (porcentaje de la población activa) de 4 puntos.
El problema es que la mayor parte de los nuevos empleos han sido precarios, temporales o a tiempo parcial; ambas modalidades de contratación, que ya representaban en 2011 un elevado porcentaje (el 38,7% de la ocupación total), en 2017 alcanzaron el 41,7%. Esto explica la reducción en el número de horas trabajadas, totales y por persona. Es evidente, y así lo recogen las estadísticas, que la mayor parte de los que están contratados en esas condiciones desearían trabajar más horas, en el caso de los que están a tiempo parcial, o tener contratos indefinidos, en los temporales.
Si se compara la cifra de las personas que disponen de un puesto de trabajo con el “empleo equivalente a tiempo completo” (indicador que se obtiene dividiendo las horas de trabajo de varios trabajadores a tiempo parcial por la cantidad de horas de un período laboral completo) el balance ocupacional del gobierno del PP –medido en términos estrictamente cuantitativos- es mucho más modesto que el exhibido por los grandes agregados. En efecto, desde esta perspectiva, el nivel de empleo de 2017 cae en 1,6 millones de personas, lo que supone el 8,4% de la cifra total de ocupación.
Por lo demás, la cota de desempleo, a pesar de su reducción estadística, continúan siendo muy importantes (un 17,4% en 2017), la más elevada de la Unión Europea, después de Grecia; no hay que perder de vista que esta “mejora” se debe, en parte, a la reducción de la población activa, en un 3%, que ha dejado la tasa de actividad en 2017 en un 58,8% (60,3% en 2011). Por lo demás, como acabo de señalar, los desempleados que han tenido la suerte de conseguir un puesto de trabajo, acceden, sobre todo, a contratos precarios. Téngase en cuenta, en fin, que el número de parados de larga duración que han agotado el subsidio por desempleo (en el caso de que tuvieran derecho al mismo) han pasado a depender de otras prestaciones asistenciales de baja cuantía.
La aplicación de la reforma laboral de 2012 –que reforzaba los rasgos regresivos de la anterior, llevada a cabo por un gobierno socialista- ha contribuido de manera decisiva a la precarización de las relaciones laborales, degradando y pervirtiendo la negociación colectiva. En este entorno institucional, los salarios han continuado retrocediendo. Así, la compensación media por trabajador empleado ha caído en estos años un 2,6%, a pesar de que el PIB aumentó un 6,5%. Fruto de tan dispar evolución, el peso de los salarios en la renta nacional se redujo en 3 puntos porcentuales. Como siempre, los trabajadores situados en los tramos de ingreso más bajo han sido los peor tratados por esta evolución. Mientras que el índice de precios al consumo aumentó el 4,8%, el salario bruto mensual del empleo principal de los trabajadores situados en las tres decilas de ingreso más bajo retrocedió en términos nominales y el de las tres siguientes aumentó por debajo del 2%. Todos ellos han conocido, en consecuencia, una sustancial pérdida de capacidad adquisitiva.
Resultan al respecto muy reveladores los datos sobre pobreza ocupacional, esto es, el número de personas que, disponiendo de un empleo, reciben un ingreso que les sitúa por debajo del umbral de la pobreza; si en 2011 el porcentaje de trabajadores atrapados en esta situación era del 10,9%, en 2016 había aumentado en más de dos puntos porcentuales, hasta alcanzar el 13,1%, tan sólo por debajo de Rumania y Grecia.
Un dato que refleja como pocos la degradación experimentada en los años de gobierno del PP –que este partido, dejando en un juego de niños a los trileros callejeros, pretende convertir en una “historia de éxito”- es el número de horas extraordinarias no pagadas, otro de los motores que, junto a la intensificación de los ritmos de trabajo, está detrás del avance de la productividad.
Con toda seguridad, la información estadística presentada por el INE es una estimación, más o menos gruesa, de una realidad apenas conocida (muy necesaria de investigar) de la que, por supuesto, los empresarios no informan y que sólo conocen con precisión los trabajadores que la sufren. Pues bien, según los datos ofrecidos por esta institución, referidos al cuarto trimestre de 2017, cada semana se habrían contabilizado 2,7 millones de horas. Además de que, convertidas en jornadas de trabajo regladas, supondrían un volumen considerable de empleo, cabe suponer que se remuneren a un precio inferior al pactado en el contrato de laboral o en el convenio. Añádase a esta situación las horas extraordinarias pagadas como horas normales y la simple prolongación de la jornada laboral sin retribución alguna. Además de la sobreexplotación –y de la regresión social y democrática- que todo ello supone, contribuyendo a que aumente la cantidad producida con un determinado volumen de empleo, por este trabajo no se abonan las correspondientes cotizaciones sociales con las que, actualmente, se financian las pensiones.
Retomando la afirmación con la que arrancaba el texto, en efecto, la productividad laboral ha progresado, pero los factores que han propiciado ese avance y los patrones de distribución de los aumentos obtenidos en la misma, en lugar de fortalecer, empobrecen el sistema público de pensiones. Proclamar, como hace el gobierno, con la cada vez más evidente complicidad de Ciudadanos, que la solución al supuesto problema de la inviabilidad de las pensiones se encuentra en el aumento de la productividad y la creación de empleo es una mentira más (de las innumerables que nos regala cada día).
Para que la productividad contribuya a la financiación de las pensiones públicas es necesario implementar una política económica vertebrada alrededor de la creación de empleo decente y el aumento de los salarios. Avanzar en esa dirección exige, para empezar, la derogación de las últimas reformas laborales, sustituyéndolas por un marco legal que empodere a los trabajadores y fortalezca la negociación, el reforzamiento de la inspección laboral, el aumento del salario mínimo y suprimir el tope de cotización social a los salarios más elevados.
Nada que ver, en fin, con la política seguida y con la que promete seguir aplicando el gobierno de Mariano Rajoy.