No me recuerdo sin un lápiz en la mano. Desde niña vivía imaginando historias que finalmente acababa plasmadas en un papel. Mi madre se encargó de guardar todas las que pudo y, cuando voy a su casa, todavía me pierdo en esas cajas llenas de blocs y folios pintados a dos caras.
En el colegio nadie nos enseñó que se podía vivir del dibujo, desarrollar una carrera profesional. Te hablaban de pintores (todos señores, por supuesto), pero no te decían que además de pintar cuadros y frescos, aquellos libros que usábamos para estudiar y que estaban llenos de ilustraciones los había hecho una persona, y que ese era su modo de vida. O que los álbumes que leíamos también eran arte. Que el dibujo está por todas partes donde miremos, en nuestra ropa, la tele, los anuncios, la prensa ¡hasta en el Curro de la Expo 92!
En la adolescencia solo unos pocos seguíamos dibujando, nos habían adoctrinado bien para comprender que era algo que no servía para mucho. Fue en aquella época cuando descubrí el mundo de los cómics. Me debatía entre leer Spiderman, o Videogirl Ai. Recuerdo que el dibujante Luis Rollo se había puesto de moda, por lo que no es de extrañar que muchas sintiéramos que era un mundo ajeno al nuestro. La representación de la mujeres era terriblemente sexista, y mira, lo de ir peleando por la vida, pues la verdad que cero interés.
Pero a mí me encantaba dibujar y contar historias, así que tenía que encontrar mi hueco en ese universo. Cuando podía me escapaba desde el pueblo a la ciudad para ir a las tiendas especializadas de cómics y descubrir cosas nuevas. Leí a Charles Burns, Enki Bilal, Neil Gaiman… y mi fascinación fue creciendo.
Ya en la universidad me decidí a entrar en una asociación de cómic para hablar de autores a los que admiraba (y lo sigo haciendo), intercambiar descubrimientos y organizar salones: oficialmente me había convertido en una rareza. ¿Qué hacía una mujer en un mundo de hombres? Seguro que ahora algún señor muy listo dirá que en aquellos años ya “había mujeres”, porque la necesidad de explicarnos cosas (a las mujeres) es inmensa, y sí, había unas pocas que metían la cabeza, y por supuesto que nosotras las conocíamos, eran nuestra esperanza. Me refiero a por ejemplo Ana Juan, Jill Tompson, Maitena… ellas habían conseguido ser ese bicho exótico al que se le permitía estar.
En aquella época, a todos a los que nos gustaba dibujar, íbamos con nuestros portafolios a enseñar lo que, con mayor o menor torpeza, sabíamos hacer. Los invitados a esos salones, ya fueran autores, asistentes, editores, directores y un largo etcétera, eran en un 98% hombres.
Yo vivía, como dice Moderna de Pueblo, idiotizada, pensaba que era “la guay” por ser parte de ese porcentaje mínimo. O no tuve la capacidad crítica de analizar lo machista que fue la situación de que la única propuesta laboral que me llegó en uno de aquellos eventos fue la de participar en una película porno. Me estaban dejando claro cuál era mi valor, lo que interesaba era mi cuerpo, lo que tengo entre las piernas. Y de forma habitual, señores diez años mayores que nosotras nos hablaban por el interés de acceder a él.
Me parece un milagro que con aquel panorama aún quedáramos compañeras con ganas de intentarlo. Y no es algo aislado en el mundo del tebeo, también ha sido así en cualquier disciplina artística, ya fuese la literatura, el cine, la música… A la ausencia de referentes femeninos a lo largo de la historia, se unía la batalla de adentrarte en un entorno que nos trata con condescendencia y sexismo.
Pero, para bien o para mal, llegaron las redes sociales, y con ellas la posibilidad de mostrar nuestro trabajo fuera de esos círculos. A esto se unía un público formado por mujeres que ansiaban sentirse representadas en las historias que leían. Estábamos hartas de ser la barbie objeto, la cuidadora, la que no envejece, la que no se despeina ni follando.
Y se hizo la magia: aparecieron y tuvieron visibilidad compañeras abriéndonos camino, y por qué no decirlo, petándolo.
Con este pequeño triunfo, también llegan los post de aquellos que se preguntan por qué esas viñetas tienen éxito, cuestionando si sabemos dibujar (eso sí, Cutlas mola). Un cuestionamiento general que se da en cualquiera de las disciplinas artísticas y culturales. Nos toca soportar las críticas de si el éxito es merecido o está ahí por nuestro físico, o porque seguro que nos hemos comido alguna polla, porque algo muy común es atribuirle éxito a nuestro recipiente y al hecho de hacer uso de él y ponernos de rodillas cada vez que es necesario.
Pero sus críticas y sus llantos nos dan igual. Hoy en día, las largas colas de firmas en salones y ferias son, en general, para nosotras. Ya no tenemos que demostrar nada, aunque en el fondo, silencioso y agazapado, el patriarcado devastador siga ejerciendo poder a través del síndrome de la impostora.
Y, por desgracia, la realidad es que la mayoría de premios se los siguen llevando ellos. En los Goya 2022 sólo 9 de las 43 películas que optaban a la estatuilla fueron dirigidas por mujeres, y el presupuesto que reciben para hacerlas es menor, ¿por qué? Porque aún nos consideran nicho. Nuestras creaciones cargan con la pesada etiqueta de lo femenino.
Cuando me entrevistan todavía me preguntan si pienso hacer algún libro protagonizado por un hombre (aunque exista la biografía de Bowie). Y siempre pienso lo mismo ¿Les preguntan a ellos por su sensibilidad masculina y cuándo escribirán sobre una protagonista femenina?
Gran parte de las creadoras todavía tenemos que justificar nuestro trabajo aunque la realidad es algo más simple y universal: a nosotras, las mujeres artistas, nos gusta hacer lo mismo que a los hombres, contar historias.
Uno de los principios del arte es la necesidad de hablar de lo que nos mueve por dentro, de lo que nos inquieta, de cómo habitamos este mundo. Es la naturaleza humana, ¿en cuántos libros los hombres nos cuentan cómo se enfrentan al amor, al paso del tiempo? ¿Cuántos libros de ficción hay de neuróticos?¿De guerras? ¿Cuántas películas ha hecho Scorsese sobre gánsters? A nosotras nos queda mucho que contar, mucha sangre menstrual que compartir, partos y postpartos, pérdidas, gestaciones, historias de maltrato, o relatos de mujeres mediocres, que es algo que nunca se nos ha permitido ser. Necesitamos leerlas, visionarlas, y encontrarnos en esos lugares comunes que creíamos que eran individuales. Estamos lejísimos de agotar estos temas porque durante siglos se nos ha invisibilizado y menospreciado. Y esto no quiere decir que por nuestra condición de género utilicemos una única narrativa. Queremos crear libremente, sin tener que asumir la responsabilidad de ceñirnos a cuestiones concretas.
Es curioso que sintamos como todo un éxito personal cuando por fin aparecemos en una lista de los mejores cómics u otras disciplinas artísticas sin cargar con la etiqueta “femenino”. Aun así siempre aparecerá algún colega para decirte “qué fuerte que estés ahí junto a Spiegleman, Paco Roca o Azzarello”. ¿Había más mujeres en esa lista? Sí, y así se lo manifesté, pero según él eso ya era cuestión de gustos. Al colega, quienes le importaban eran estos. Estos son los trabajos de calidad. Pero no se trata de una cuestión de gusto, porque a mí me gusta Paco Roca. La cuestión importante es de género porque su comentario no era un elogio hacia mí. Él realmente se preguntaba cómo alguien como yo y mis compañeras podíamos estar ahí, con los autores “de verdad”.
Y ahora que estamos ocupando estos pequeños espacios, también nos lo quieran quitar. Queríamos creer que el caso de de Carmen Mola era algo anecdótico, pero la triste realidad es que no es así. Recientemente algo similar ha vuelto a ocurrir y tras un seudónimo femenino había un señor. No citaré el nombre del individuo porque sinceramente me da pereza hacerle publicidad ¿Puede ir la broma más lejos? Puede, porque en su perfil se denominaba feminista y sus tiras cómicas trataban de forma habitual esa temática.
Mucho alboroto se ha creado alrededor. ¿Qué hay de malo en que un hombre use un pseudónimo de mujer cuando es algo que han hecho ya las mujeres? Las mujeres nos hemos visto obligadas a usar seudónimos para poder publicar y para que se tomara en serio nuestro trabajo. Cuando Maria Lejárraga, la mayor dramaturga de nuestra historia, reclamo la autoría de toda su obra firmada por su marido Gregorio Martínez Sierra, nadie la creyó, y el alegato que daban es que era demasiado buena para estar escrito por una mujer. Había mucha gente a su alrededor que conocía la verdad, pero nadie salió a apoyarla. Virginia Wolf sentenció que “anónimo” tenía nombre de mujer. Habrá quien defienda que había una intención de lucro por parte de las mujeres cuando usaban el seudónimo, y que, por lo tanto, es lo mismo, pero la diferencia es clara. Unas intentaban crear en un mundo que no se les permitió, mientras en este caso, un mundo donde aun no hay paridad, trivializan y mercantilizan la lucha feminista para sacar rédito. Y esto toca la moral bastante, porque aquellas que hablamos de feminismo se nos cuestiona si lo hacemos para conseguir visibilidad, sin saber el agotamiento mental qué supone, y la de odio e insulto que recibimos por ello.
Esta persona alega que nunca dijo que fuera mujer, que es el nombre de su personaje, pero curiosamente respondió a entrevista como si lo fuera, y compartió fotos suyas con la imagen de una chica.
La otra pregunta es si un hombre no puede hablar sobre feminismo. Evidentemente puede, ojalá todos se implicaran de forma real porque es necesario. Lo que no es lícito es hacerse pasar por una de nosotras para hablar de nosotras. O mercantilizar una lucha por la que muchas somos señaladas y cuestionadas. Es curioso que cuando nosotras nos posicionamos en el movimiento feminista, somos criticadas, y en este caso, ellos son elogiados. Podría explicar cómo deben ser partícipes del movimiento, pero sinceramente me da pereza. Señores, lean e investiguen como hemos hecho nosotras. Los libros están ahí para todo el mundo. Leednos, escuchadnos y dejad de cuestionarnos todo el rato.