En la celebración del 2 de Mayo la presidenta de la Comunidad de Madrid pretendió dar una lección de Historia de España. A la vista del batiburrillo que tiene en la cabeza, lo primero que pensé al escucharla es que Isabel Díaz Ayuso jamás hubiera aprobado la asignatura de Historia en un instituto público. Porque ni España tiene 2.000 años, ni se puede cargar ocho siglos de presencia musulmana hablando de la “España perdida”, ni los Reyes Católicos hicieron la unidad nacional... De lo que parece una anécdota y de sus intenciones sobre el nuevo currículo de bachillerato, se pueden desprender varias reflexiones sobre el uso político de la historia y la guerra “cultural” que practica la derecha.
Cuando Ayuso dice burradas históricas uno piensa que son guiños a Vox. Luego te das cuenta de que no es eso, sino que la ultraderecha es ella misma. Más tarde te preguntas ¿para qué quiere el rigor y la verdad si le funciona la propaganda y las falsedades como forma de hacer política? Los desatinos ultranacionalistas y ultracatólicos sirven para calentar a su hinchada. En todo caso, como ha dicho de ella el catedrático de Historia, Julián Casanova: “… cuando opina de historia recurre a mitos, leyendas y propaganda, con versiones e inexactitudes desmontadas por historiadores reconocidos. Conocimiento frente a mentiras”.
Está claro que en materia de Historia de España Ayuso es una iletrada, pero lo preocupante es su intento de manipular el pasado con su propuesta de currículo para Bachillerato. Para que sepamos de qué estamos hablando, el consejero Ossorio dijo en el pleno de la Asamblea de Madrid que quitaría del currículo aquello que considera un “ensalzamiento brutal del periodo de la Segunda República” y que se hable de “la transformación democrática de España y las reformas estructurales de la Segunda República”. También lo que llama cotillón de mantras: “ciudadanía resiliente, emergencia climática, ciudadanía ética... ”. Y acabó asegurando que “se estudiarán la Hispania romana, Al Ándalus, el legado judío, los Reyes Católicos, el descubrimiento de América y por supuesto también el terrorismo de ETA que al 'sanchismo' se la ha olvidado”. Cristalino. Quédense con lo que dice, con cómo lo dice y con lo que falta después de la pirueta cronológica.
El profesorado de Historia siempre nos hemos quejado de un programa inabarcable con las horas lectivas disponibles. La propuesta del Ministerio de Educación quiere atender la demanda del profesorado y dar mayor peso a la historia contemporánea en bachillerato a fin de que el alumnado pueda entender y analizar los hechos de la actualidad. Las etapas históricas previas -todo lo que dice el consejero que se estudiará como si fuera una novedad- ya se dan en los anteriores cursos de secundaria.
Además de seguir confrontando con el Gobierno central, lo que pretende Ayuso es apostar por un currículo añejo de historia en bachillerato. No es un capricho, es mucho más serio. Porque, cuando se enfatizan las pomporrutas imperiales, se está negando currículo, tiempo y calidad a la historia reciente. Esto no es inocente, porque solo sobre un campo de ignorancia y tergiversación de la historia, se puede construir la sumisión necesaria para que nada altere el status quo que cimenta las diferencias de clase que ella niega.
Es difícil que alguien con un mínimo conocimiento de lo que pasa en las aulas, rechace la necesidad de abordar los temas de la contemporaneidad en la enseñanza de la historia. Porque ésta debe ayudar a la construcción de una ciudadanía crítica y comprometida con la mejora de su sociedad. Sabemos que la manera de evitarlo son programas imposibles con horarios insuficientes. Ayuso quiere que sigamos a vueltas con los visigodos y los Reyes Católicos y sin tiempo suficiente para abordar en profundidad el siglo XIX y XX, la Segunda República, la Guerra Civil, el Franquismo y la Transición. No es un tema historiográfico sino político. Está tan crecida la derecha que ya no se queda en la teoría del empate moral o la equidistancia entre legitimidad y sublevación; va mucho más allá, hacia un revisionismo puramente ideológico y sin verdad histórica que busca de alguna manera la justificación del franquismo. Todo atado y bien atado.
No olvidemos esto que dice el historiador Fernando Hernández: “Enseñar la Historia reciente va más allá de la adquisición de conocimiento factual: supone dotar a las jóvenes generaciones de las herramientas para construir una ciudadanía vacunada contra la penetración del discurso antidemocrático en un mundo donde prolifera el germen de las ideologías reaccionarias. Desde una perspectiva global, eso significa acometer el estudio de los totalitarismos del siglo XX. En el contexto español, abordar el estudio del franquismo, régimen contrarrevolucionario de la estirpe de los fascismos que sobrevivió cuatro décadas a sus auspiciadores gracias a la Guerra Fría”.
Enseñar historia de la contemporaneidad reciente es, por tanto, un imperativo cívico y democrático. Todos los estudiantes deberían salir de las aulas conociendo las claves de los procesos que han conformado la sociedad de la que van a formar parte como ciudadanos con plenos derechos políticos.
Por último, hay que desmontar el falso discurso neoconservador en relación con el mérito y a la calidad. Si algo caracteriza esta visión es hacer que la educación sea un instrumento para la segregación y la desigualdad social en vez de ser un bien público al servicio de la equidad y la igualdad de oportunidades. Como bien denunciamos profesionales de la educación en un reciente Manifiesto, ellos sólo buscan instruir, y no un desarrollo integral como personas y ciudadanos bien formados en valores y conocimientos.
Ese obsesivo enfoque parcial de la educación en base a contenidos de aprendizaje memorístico y cronológicos, se acompaña de la denuncia de un supuesto adoctrinamiento en las aulas. Es un insulto a la inteligencia que lo hagan aquellos que defiende a ultranza la presencia de la asignatura de religión en las aulas y que cuestionan aspectos del currículo basados en los derechos humanos y en la aportación de las ciencias. Para esta derecha ultraderechizada, adoctrinar es coeducar, luchar contra la violencia de género, el respeto a la diversidad, la educación afectivo sexual o la educación en valores de paz y convivencia. La desfachatez de su guerra cultural no tiene límite.
En la neolengua y la posverdad se llama “adoctrinamiento” a la necesaria construcción de una ciudadanía crítica; escuela de valores al catecismo en las aulas y “mantra progre” a los derechos humanos. El mundo al revés. Pero lo que más escuece, para qué vamos a negarlo, es el triunfo de la ignorancia. Si en Madrid las cosas pasan de las bravuconadas a los hechos, el Gobierno central deberá recurrir la eliminación de contenidos básicos al Tribunal Constitucional, y el profesorado debe ejercer su libertad de cátedra al amparo del artículo 27 de la Constitución Española. Nos queda mucha faena para que impere la razón.