La RAE define el término anomia como la ausencia de ley y como “el conjunto de situaciones que derivan de la carencia de normas sociales o de su degradación”. Siguiendo a Emile Durkheim, que es el padre del concepto y uno de los padres de la sociología moderna, diríamos que se puede producir un estado anómico en toda o parte de una población cuando la estructura social en su conjunto es incapaz de proveer a los individuos de lo que necesitan. Y estaremos de acuerdo en que la falta de previsión de una tragedia de proporciones bíblicas como la de Valencia, y la posterior ausencia del Estado durante días (independientemente de la presencia de elementos extremistas más o menos organizados –que no se discuten–, instrumentalizándolo), añadidos a la tristeza, dolor, rabia e indignación, han sumido al común de los afectados de DANA en Valencia, de forma más que justificada, en un estado de anomia colectiva fácilmente transformable en palos, piedras, insultos y barro.
Y es que, en tiempos confusos, siempre es buena idea recurrir a los clásicos –que nunca defraudan– para arrojar un poco de luz. Si las normas no sirven, si no hay ley, tampoco las habrá ni para presidentes ni para el rey.
Además de la dificultad, coste y tiempo que supondrá para todas estas personas recuperar lo material, y del inenarrable dolor ante la imposibilidad de recuperar lo más importante, los bulos, las exageraciones, las tergiversaciones y las mentiras (malintencionadas o no) van a dificultar, aún más, que las cerca de un millón de personas afectadas por la catástrofe de este octubre puedan recuperar su vida y salir de ese profundo sentimiento de anomia. Y creo que es responsabilidad de todos los demás, de los más de cuarenta y ocho millones de españolas y españoles restantes, evitar esto. Es una cuestión de respeto y empatía hacía las víctimas.
Uno de esos bulos –probablemente uno de los más crueles– fue el referido al aparcamiento del centro comercial Bonaire, que, en contra de las mentiras que se dijeron, es de las pocas alegrías que un país que sigue en shock se ha llevado: no había allí ni una sola víctima.
No es necesario comentar el fondo de ese asunto porque quien más, quien menos ha estado siguiendo con el alma en un puño todas las noticias y los especiales informativos desde la fatídica noche del martes 29 de octubre. Así que, más allá del fango sobre el fango y del lodo sobre el lodo que hayan podido verterse en este punto concreto, cabe preguntarse: ¿realmente ha habido una preocupación sincera por las consecuencias que la mala gestión de una crisis como la vivida hubieran podido provocar en ese centro comercial? ¿Se ha tomado conciencia de la necesidad de disponer de medidas concretas y claras en lugares donde las personas pueden ser especialmente vulnerables en caso de desastres provocados por fenómenos extremos?
Si no queremos caer en el nihilismo total, si no nos queremos quedar anómicos perdidos, si nos queda un ápice de confianza en nosotros mismos y en la sociedad de la que formamos parte (y si no la encuentran, piensen en los voluntarios y voluntarias de toda condición que no han faltado un solo día), entonces solamente podremos responder esas preguntas con un sí. A pesar del sensacionalismo, a pesar del amarillismo, podemos, debemos, responder que sí.
Y es ese sí precisamente el que anima la principal finalidad de este artículo, que desde la convicción de esa afirmación y desde la humildad, desea realizar una modesta aportación para quien la quiera y pueda recoger, y para quien la quiera y pueda implementar. Porque seguramente a la luz de lo tristemente vivido tenga más posibilidades de ser juzgada por su finalidad, por su utilidad y por su valor. Es la siguiente:â¸
El cuatro de febrero de 2021 se defendió en el parlamento madrileño una proposición no de ley (concretamente la PNL-21/2021) cuya parte propositiva, que es donde se redactan las medidas que se están proponiendo al gobierno (regional en este caso), tenía cuatro puntos que decían de forma literal:
“1.- Establecer canales y protocolos de comunicación –no solo internos– y mensajes estandarizados para la población por parte del Gobierno de la Comunidad de Madrid en caso de la emisión de alertas rojas desde Aemet (riesgos meteorológicos extremos fenómenos meteorológicos no habituales, de intensidad excepcional y con un nivel de riesgo para la población muy alto) que no solo ”recomienden“ sino que den indicaciones precisas a tenor del riesgo en cuestión.
2.- Regular y automatizar la orden de paralización de la actividad comercial en cualquier zona, o la totalidad de la Comunidad de Madrid en su caso, afectada por el nivel de alerta citado en el punto 1.
3.- Delimitar el nivel de riesgo de los centros y parques comerciales madrileños dependiendo de su facilidad para quedar aislados ante un evento climático extremo, debido a su ubicación y conexiones, para establecer un protocolo que priorice su cierre y la puesta a salvo de trabajadoras y trabajadores con un margen temporal seguro.
4.- Incluir este tipo de prevenciones en el VI Plan Director de Prevención de Riesgos Laborales.“
Como quienes hayan llegado hasta aquí ya habrán imaginado, esta propuesta se hizo a raíz del paso de la tormenta Filomena por Madrid. Se redactó después de hablar con trabajadores y trabajadoras que o bien quedaron atrapados o bien tuvieron dificultades, incluyendo accidentes, en las carreteras. Y se hizo porque esto no sucedió en todos los Centros Comerciales afectados por la tormenta ¿Por qué no? Pues sencillamente porque, como no existía una normativa o protocolo concretos de actuación (aún no existen), la decisión de mandar a la gente a casa o no, la decisión de cerrar o no quedaba libremente bajo el criterio de los gerentes, en primer término, y de los gerentes y direcciones de las empresas y tiendas, en segundo. Esto mismo volvió a suceder el 29 de octubre. Y, como en todas partes hay gentes con buen y mal juicio, hubo responsables que a las 15:00 mandaron a todo el mundo a casa y, a escasos metros, otros que amenazaron con multar a los trabajadores y negocios que cerrasen antes de las 20:00.
Las normas, las leyes, los protocolos de actuación sirven, y deben servir, para proteger tanto a los trabajadores y trabajadoras como al común de la ciudadanía de los malos juicios de responsables necios. Como desgraciadamente hemos visto en Valencia, a veces ni siquiera son suficiente paraguas cuando la necedad es inabarcable (ya decía Baltasar Gracián que la Fortuna frecuentemente reviste la altura del puesto con la inferioridad del portador). Pero, si ni siquiera existen estos reglamentos, ¿qué nos puede proteger de la estupidez y de la incompetencia?
Cuando, a primeros de septiembre de 2023, la Comunidad de Madrid fue prudente y emitió un aviso a toda la población ante una DANA, recibió críticas e incluso burlas de políticos, periodistas y opinadores de su propio arco ideológico, algunas de las cuales se referían a la intromisión en la privacidad (denotando, por cierto, una ignorancia supina al respecto) y otras ponían el énfasis en los posibles perjuicios económicos de esa acción. Incluso afirmaban que hay que estar cien por cien seguros de que se va a producir el evento antes de lanzar un aviso de ese tipo. Hubo hasta burlas a pesar de que esa DANA dejó varias víctimas mortales. ¿Cuántas personas hubieran debido perder la vida para tomárselo en serio?
La dolorosa y desgarradora experiencia recién sufrida –los hechos– nos ha enseñado que en realidad esto es justamente al revés: hay que estar cien por cien seguros de que no va a producirse un evento para no avisar a la población que puede sufrirlo. Aquí ya no puede haber discusión de cuál es el correcto orden de estos factores. Lo hemos aprendido tarde y por las malas.
Precisamente, volviendo al principio, esa era la solución a la que Durkheim apuntaba para solucionar los estados de anomia social: recomponer el sistema de valores de la sociedad que la sufre. Evitar el colapso poniendo en orden nuestras prioridades, ponerlas en el orden correcto. Esa sería una buena forma de empezar porque además la anomia puede ser tan contagiosa como la peor de las pandemias.