No deja de ser paradójico que un republicano termine en la Universidad Rey Juan Carlos. A uno no le preguntan por esos detalles cuando está inmerso en esa yincana de fondo y desgate que es la carrera de un investigador español. Tampoco es conocido que en dicha universidad hay grupos de investigación que son referentes internacionales.
Esta universidad, pública, se crea en 1996 bajo la presidencia de la Comunidad de Madrid de Alberto Ruiz Gallardón. La demanda histórica y obvia por reequilibrar el tejido universitario madrileño el cual se circunscribía casi con exclusividad al norte de la ciudad, se resolvía, primero con la Universidad Carlos III de la mano del presidente Joaquín Leguina y, como réplica casi especular y, probablemente, infantil, con la Universidad Rey Juan Carlos. Ya sabéis, si tú montas una, yo hago otra. No importa. Hacía falta; la gente de las populosas ciudades del cinturón obrero de Madrid, lo merecían y necesitaban.
No hay explicación que justifique el nombre de Rey Juan Carlos. Es extraño poner el nombre a una institución de este tipo de alguien vivo y sin su participación como mecenas como recientemente indicaban Concha Mateos y Carlos Elías. En la Ley original no sé justifica el nombre, ¿para qué? La monarquía en el último tirón del siglo XX vivía su pico de beneficio y prestigio social. Nadie en nuestro país criticaba a esta institución, a la que casi como un mantra se le añadía eso de “a la que debemos tanto”.
Buena parte de los investigadores que tuvieron la suerte, obligación o desgracia de tener que ir por ahí fuera, no dejábamos de alucinar cuando en los programas de humor de las teles locales aparecía casi de forma constante un personaje patético, ícono de la decadencia patriarcal, rodeado de mujeres y que nos resultaba familiar. Era una caricatura de nuestro compatriota Juan Carlos. En España, la institución y la persona del rey, quedaban fuera de toda crítica y análisis político o periodístico.
Esa paradoja, no arredró a nadie en el gobierno madrileño y la nueva institución tomó su nombre. Arriesgada decisión que la realidad posterior dejaría patente como un error de libro.
Los denostados periodistas y los no menos vilipendiados jueces y fiscales de aquí y de allá han ido sacando toda una serie de acciones, situaciones, presuntas irregularidades, que han hecho necesario que el actual piloto de nuestra monarquía, Felipe, se vea obligado a tomar una serie de duras medidas. Lo ha hecho sotto voce, con el beneplácito y consentimiento de la mayor parte de las fuerzas políticas que pasan de puntillas sobre la institución monárquica, como si todos los españoles fuéramos idiotas y la monarquía fuera el pegamento que mantiene toda nuestra estructura de estado supuestamente moderno y social. Vaya tela y vaya colección de disfunciones familiares y que gasto tan descomunal. Leía hace poco una petición popular rogando que los supuestos millones mantenidos off shore por el antiguo rey sean donados para luchar contra la pandemia. Me sumo. Resulta especialmente apremiante cuando los servidores públicos se están dejando el pellejo, literalmente, y mis compañeros de universidad están poniendo todo su saber en iniciativas que ayuden a paliar un terremoto que cuestiona toda la arquitectura económica y social.
El nombre, Rey Juan Carlos, es una etiqueta que nos arrastra a casi todos los que trabajamos aquí. Nuestro nombre cayó al lodo de la mano de algunos que hicieron de nuestra institución una prolongación de los horrores de la corte. Nuestro nombre en boca de todos los humoristas, tertulianos y voceadores de bar, colapsando las redes sociales y avergonzando a todos aquellos que decidían matricularse honestamente en nuestras escuelas y facultades o se habían formado con esfuerzo en nuestras aulas. Un ataque a la universidad pública que ni la CRUE, el máximo órgano de gobierno de las universidades de nuestro país, ni la CRUMA madrileña, entendieron así, o si lo hicieron, sin el arresto para enfrentarse a ese maltrato. Sin entender que era un ataque a todos, a lo público. Los trabajadores y los estudiantes nos vimos dentro de un vórtice que daba vueltas frenéticas y se llevaba el prestigio, el trabajo, la ilusión de muchísima gente sin que nadie hiciera nada. El nombre, rey Juan Carlos, era una licencia para la risa.
Cambiar el nombre sería catártico. Permitiría resolver un error manifiesto e histórico, al tiempo que ayudaría a alejarnos de toda la sorna y complejo, a duras penas superado, de estos últimos años. No se trata de proponer aquí posibles alternativas, pero sólo en el ámbito de la ciencia se me ocurren varios iconos que aunarían consensos, 'Margarita Salas', 'Severo Ochoa', 'Ramón y Cajal', o quizás los sencillos e inocuos epítetos geográficos, como del 'Sur de Madrid'. No me corresponde. Es por todo ello que desde aquí y como docente de la URJC quiero apoyar la propuesta colgada en change.org para cambiar el nombre de nuestra institución pública. Lo merece nuestro país, la universidad pública y, sobre todo, los que trabajamos allí, alumnos, personal de administración y servicios, docentes e investigadores.