A pesar de que la política de ejecución penal se concibe a menudo como un elemento incómodo o en todo caso periférico de nuestras sociedades, ésta ocupa un lugar central en el fomento de la cohesión social y la seguridad ciudadana de un país. Un trabajo de reinserción eficaz para con las personas penadas garantiza que no vuelvan a cometer delitos una vez acaban la pena y, por tanto, evita la aparición de futuras víctimas. Así mismo, permite que los victimarios puedan trazar un horizonte de futuro y de vida en sociedad. Precisamente, hace unos meses el Centre d’Estudis Jurídics i Formació Especialitzada de la Generalitat hacía público el último estudio de reincidencia del sistema penitenciario catalán. En él se registra y analiza la principal dimensión del fracaso en el objetivo constitucional de la reinserción: aquellas personas que una vez en libertad vuelven a delinquir y a ingresar en un centro penitenciario. El estudio muestra que 8 de cada 10 personas que han pasado por prisión no vuelven a ingresar. Este es un dato que, aunque mejorable, nos sitúa en una buena posición en términos comparados. Por otro lado, más allá de este titular el estudio arroja dos sugerentes conclusiones.
La primera, que encarcelamientos rígidos y dilatados en el tiempo no funcionan ni en términos de protección a la víctima ni de prevención de futuros delitos. Cuando el tránsito a la vida en libertad se produce desde el tercer grado o la libertad provisional, la reincidencia se reduce 12 puntos – controlando estadísticamente el resto de variables. La rehabilitación y la reinserción se trabajan mucho mejor con una intervención social y comunitaria en medio abierto, mientras que el encarcelamiento corta de raíz la relación de la persona con el exterior y afecta seriamente su salud mental y física. Una política valiente y ambiciosa de reducción del internamiento es, pues, una política eficaz de cohesión social y seguridad ciudadana. Decía Ester Giménez-Salinas, prestigiosa catedrática y actual Síndica de Greuges, que un 60% de presos deberían estar fuera. Seguramente tiene razón, pero para esto necesitaríamos algunas reformas legales. Ahora bien, con las reglas de juego actuales podemos avanzar en la desinstitucionalización o, en otras palabras, en el objetivo de potenciar la ejecución penal en medio abierto. El cumplimiento de la pena puede realizarse también fuera de las paredes de los centros penitenciarios (de forma total o parcial). Para avanzar en el objetivo debemos trabajar conjuntamente poder judicial, instituciones públicas y tejido social. Hay camino para recorrer, y los datos nos avalan.
La segunda conclusión del estudio antes apuntado señala que, mientras que la tasa de reincidencia se sitúa en el 20%, esta es el doble en el caso de delitos contra la propiedad sin violencia (para contextualizar, en el caso de las violencias sexuales la reincidencia se sitúa en un 5%). Es decir, hay más reincidencia en aquellos delitos menores donde las condiciones materiales de vida –casa, trabajo o papeles– son variables que actúan con fuerza. Las políticas públicas a implementar en estos casos escapan en parte del sistema de ejecución penal. La política penitenciaria debe ser capaz de dialogar de forma sistémica con otros ámbitos como el de trabajo, vivienda, educación o salud. Una sociedad que garantiza derechos sociales y económicos es una sociedad con menos delitos y menos víctimas. Además, debemos de huir de la tentación de hacer política migratoria (es decir, la expulsión) vía política penitenciaria.
En definitiva, tenemos un sistema penal que cumple con las garantías de un Estado democrático y de Derecho, pero que no es capaz de satisfacer todos los objetivos que una sociedad del s.XXI debería demandar. La naturaleza de nuestro sistema es básicamente retributiva y punitiva, esto es, se basa cuasi exclusivamente en establecer una pena al victimario. Por un lado, a la víctima la situamos en un segundo plano. No somos capaces de atender de manera eficaz sus necesidades y demandas. Y por el otro, arrojamos a los victimarios a penas privativas de libertad rígidas y dilatas en el tiempo, que poco o nada ayudan al objetivo final de reinserción y rehabilitación. Esto hace que ni se cumplan las expectativas de la víctima de reparación del daño ni las del conjunto de la sociedad, que espera que los victimarios salgan de prisión mejor de como habían entrado.
Dicho esto, y a modo de conclusión, la deflación punitiva (penal y penitenciaria) debería ser un camino a seguir, no solo por razones éticas sino también de eficacia y de eficiencia. Imponer penas de cárcel más largas, o ejecutarlas íntegramente dentro del centro penitenciario, no implica ni una mayor protección de las víctimas ni una mejor prevención de futuros delitos. Las sociedades democráticas deberíamos de ser capaces de imaginar nuevas formas de gestionar los conflictos que no pasen por aislar a personas en la cuatro paredes de un centro penitenciario durante años, salvo en casos muy extremos. Si queremos vivir en sociedades más cohesionadas y más seguras tenemos que ir por aquí.