La portada de mañana
Acceder
Sánchez rearma la mayoría de Gobierno el día que Feijóo pide una moción de censura
Miguel esprinta para reabrir su inmobiliaria en Catarroja, Nacho cierra su panadería
Opinión - Cada día un Vietnam. Por Esther Palomera

Carta abierta a mi partido, el PSOE

Sandra Gómez

Secretaria General del PSPV-PSOE València y Vicealcaldesa de València —

0

Siempre he tenido vocación republicana. Es lógico porque mi forma de entender el mundo reivindica un espacio de libertades al que se accede mediante unas condiciones necesarias de igualdad. Se construye sobre la idea básica de que el apellido no debe determinar tu condición social. No acepta la reproducción social de la pobreza, pero tampoco su contrapunto, que es la reproducción de los privilegios. Por eso siempre he entendido la idea republicana como algo más que la agrupación de diversas formas de Estado. Es la idea de la propia condición de ciudadanía. El republicanismo ejemplifica también una idea de virtud cívica, la idea de no dominación.

El republicanismo y la democracia son dos caras de la misma moneda, aunque esto no ha obstado, ni obsta para que existan democracias con monarquías o que existan repúblicas con menores estándares democráticos que monarquías parlamentarias. Tampoco para que gobiernos socialdemócratas hayan convivido con monarquías, incluso formado parte de la constitución de sistemas políticos que contemplaban esta institución.

Es cierto que no es una condición necesaria, tampoco suficiente. No invalida la democracia, tampoco es esencial para ésta. Pero hasta el más monárquico admitirá que se trata de una excepción al principio de igualdad entre ciudadanos y ciudadanas. La diferencia no residirá en considerarlo una excepción, sino en su justificación. Y, es cierto, puede estar justificada también como un ejercicio de oportunidad democrática. Un republicano podría defender la existencia accidental de una monarquía como herramienta útil para la constitución de un régimen de libertades y derechos. Probablemente este haya sido el caso durante varias décadas, incluso que haya jugado su papel como elemento para conectar a la Transición a sectores conservadores que veían en esta institución una cura de temores. Desde este prisma puede incluso justificarse, contra la esencia de su condición hereditaria, como un elemento democratizador o que puede alejar una sociedad de la ruptura. No tiene que ser una contradicción ver a un demócrata, a un republicano, asumir la monarquía como un elemento pragmático. Pero, bajo esa misma lógica ¿ese sí por las circunstancias, podría ser un no con circunstancias diferentes? No pretendo por tanto una enmienda al pasado, ni al consenso de la Transición, ni a mi propio partido. Pero sí pido una resolución de futuro.

Porque si la monarquía no es un elemento esencial, se puede juzgar desde la conveniencia democrática. Está sujeta a que la ciudadanía la considere útil. A que sume más que reste. Y aunque no es fácil saber qué opinamos los españoles y españolas sobre esta cuestión, no deja de ser paradigmático que desde hace cinco años el CIS no pregunte sobre esta cuestión. Antes de este apagón, observábamos cómo desde 2006 su valoración había sufrido un retroceso más que palpable y hoy vemos en otros estudios más recientes cómo se alimenta la idea de que su utilidad podría haber quedado atrás.

Sumémosle a esta inercia los últimos acontecimientos, las dudas más que razonables sobre el origen de parte de su fortuna familiar. La falta de ejemplaridad. O especialmente la separación abismal entre su condición y la del resto, ya no en la cuenta corriente, sino en la inviolabilidad de su figura. Si la crisis de 2008 abrió una etapa de erosión institucional que afectó como nunca había ocurrido a la corona, las consecuencias económicas y sociales de la pandemia reproducirán más condiciones para que crezca esa distancia. Y, por tanto, llegado a este punto, ¿se justifica hoy la excepcionalidad democrática que supone la monarquía? O como mínimo ¿se justifica hoy que no tengamos la opción de opinarla?

De hecho, lo mismo que justificó en su momento su necesidad hoy suma argumentos en su contra. Hoy los riesgos de nuestra democracia son otros a los de finales de los setenta, hay más peligro en la desafección o en la irritación que en los cuarteles. Es por eso por lo que pido abrir el debate. No quiero que el debate verse sobre el quién, sino sobre si ha llegado el momento de que las reglas del juego no tengan excepciones hereditarias. El riesgo de tener un Jefe de Estado que no me gusta es como el de tener un Gobierno al que no he votado, un riesgo que vale la pena defender contra cualquiera.

Sí, soy consciente de las dificultades de objetar la Corona, la necesidad de hacerlo con un apoyo transversal, pero probablemente esa transversalidad esté abriéndose camino más rápido fuera de la política representativa que dentro. Y el punto de inflexión puede estar en que desde el Partido Socialista realineemos las ideas con las circunstancias, porque las circunstancias han cambiado. Porque ni es necesaria, ni es esencial y cuarenta años después probablemente ya no sea útil.

Que el partido que más se parece a este país, más lo ha gobernado y firma la mayor parte de la arquitectura de su democracia abra esta opción no tiene porqué ser un elemento de polarización, sino de normalización de este debate. Un diálogo en el que se reconocerán muchas voces progresistas, pero al que hay que invitar con normalidad a la derecha liberal. Y aunque no será una decisión que tomar mañana, ni en lo inmediato cuando estamos pasando un episodio tan complicado, el Partido Socialista debe defender que ya ha llegado el momento de que podamos opinar en un escenario próximo. Lo hago desde la convicción personal de que es lo más coherente, pero también lo mejor para nuestra democracia. Sandra Gómez Secretaria General del PSPV-PSOE València ciudad y Vicealcaldesa de València