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Cerrando Telegram: ¿un disparate?

Fotografía de archivo de logo de la aplicación Telegram. EFE/Ian Langsdon
24 de marzo de 2024 22:04 h

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No es noticia, por desgracia, que las resoluciones judiciales estén insuficientemente motivadas, es decir que no expresen las razones por las cuales el juez dispone lo que expresa en esa resolución. En ello pesa muchísimo la terrible acumulación de asuntos que padece casi cualquier juzgado. Sin embargo, esta inaceptable situación ha favorecido que demasiados autos y sentencias sean muy superficiales en su motivación y abusen del “corta y pega”, sobre todo de jurisprudencia, para aparentar extensión. Todo ello es conocido, dramático y está presente en casi todos los niveles de la justicia española. Este desastre solamente se arreglará el día que un partido de gobierno haga de esta tragedia jurisdiccional un tema electoral, y seguidamente la ciudadanía lo entienda y le vote para que lo arregle. Mientras tanto, seguiremos esperando en vano porque solventar los problemas de la justicia, por ahora, da cero votos.

Sin embargo, lo acaecido en el caso de la suspensión del servicio de Telegram dispuesta por el Juzgado Central de Instrucción n. 5 (Audiencia Nacional)  supera en varios grados, demasiados tal vez, lo que he denunciado en el párrafo anterior. Para adoptar cualquier medida cautelar –y esta suspensión lo es–, un juez debe razonar específicamente la existencia de dos presupuestos que los juristas designamos en latín, igual que los biólogos hacen con los nombres científicos, o usted mismo cuando dice “a priori” o “a posteriori”. Dichos presupuestos se llaman “fumus boni iuris” y “periculum in mora”.

El primero –fumus boni iuris– consiste en que el juez debe poder explicar que es alta la probabilidad de la existencia del delito que se está investigando. Y cuanto más grave sea la medida cautelar, más alta debe ser esa probabilidad, que debe ser entonces rayana con la certeza, puesto que no se puede menoscabar tan fácilmente el derecho a la presunción de inocencia de un reo. En este caso, el juez afirma en su auto que sigue diligencias por “VULNERACIÓN CONTINUADA DE DERECHOS DE PROPIEDAD INTELECTUAL”. Y lo pongo en mayúsculas porque así lo ha escrito el juez, y porque esa mayúscula, más allá del significado técnico de las palabras, es la única explicación del delito y de su supuesta gravedad que realiza el juez en su auto. No dice nada más, por lo que nos quedamos sin saber si aparte de su propia manifestación de que el delito existe, se avizora alguna razón, siquiera mínima, que nos convenza de lo que dice. Esa explicación, insisto, simplemente no aparece en el auto. Y nos la debe a todos los ciudadanos, porque una de las razones de que se exija la motivación de las resoluciones judiciales es que la Constitución española (C.E.) desea que la población pueda ejercer un control democrático sobre la actividad de los jueces, lógico e imprescindible además en cualquier Estado de Derecho. Sin embargo, en este caso la resolución es inmotivada en este punto, por lo que, lamento decirlo, no se distingue de una arbitrariedad, que es como se comunica el poder, cualquier poder –también el judicial– en las dictaduras. 

El segundo presupuesto –periculum in mora– obliga al juez a algo que es extraordinariamente complejo. Debe justificar que si no se adopta la medida cautelar, existe una situación de riesgo inminente de que se produzca un mal tan sumamente irreparable, que si no se adopta la medida cautelar con urgencia, ni siquiera conseguirá sanar ese daño la sentencia que se dicte cuando se acabe el proceso, porque llegará ya tarde. Habitualmente es dificilísimo justificar que algo así va a ocurrir, tanto que haría falta propiamente una bola de cristal para adivinar el futuro, lo que es absurdo. Por ello, los juristas solemos contentarnos con que el juez describa una situación en la que no se pueda excluir un alarmante riesgo futuro, porque existan buenas razones para pensar que dicho riesgo puede convertirse en una realidad. Cuando un juez cree que existe el riesgo de que un reo se fugue, desde luego no puede leer su cerebro, pero sí que puede evaluar el efecto en su ánimo de la inminencia de una condena grave, su enorme capacidad económica, su perfil de personalidad impulsiva o sus lazos con otras personas que podrían favorecer esa fuga y estancia en un país extranjero sin tratado de extradición. Todo ello entre otros factores que pueden servir para motivar la decisión de decretar la prisión provisional, y que el juez debe razonar minuciosamente, sin tergiversar los hechos ni exponerlos retóricamente de manera dramática para aparentar el riesgo. Al contrario, debe abrazar el empirismo y explicar muy bien esas razones concretas.

Pues bien, la exposición de este segundo presupuesto –periculum in mora– es simplemente inexistente en este auto de suspensión de la actividad de Telegram en España. No existe ni la más mínima referencia al tema, lo que hace aún más profunda la arbitrariedad antes referida, prohibida, de nuevo, por la C.E. en su importantísimo artículo 9.3, clave del sistema democrático.

Finalmente, en este caso también es relevante que el juez razone un extremo que es básico, no ya en el ámbito del Derecho, sino en el mundo en general: la proporcionalidad de la medida. Es decir, que lo que se dispone no es algo que suponga matar moscas a cañonazos. En este caso, teniendo en cuenta la gran cantidad de usuarios de Telegram, debía analizarse –al menos aludirse mínimamente– el impacto en los derechos fundamentales de terceros que nada tienen –tenemos– que ver con el delito que se está investigando. Telegram es una aplicación que utilizan muchos medios de comunicación para difundir sus contenidos, lo que afecta a la libertad de información (art. 20.1.d C.E.). También hacen uso de ella otras empresas para vender sus productos, lo que afecta a la libertad de empresa, derecho que aunque no fundamental, también es indudablemente relevante (art. 38 C.E.). Asimismo usan sus canales muchos particulares para difundir sus pensamientos, lo que afecta a la libertad de expresión (art. 20.1.a C.E.). Pues bien, aunque solamente fuera por lo explicado, un juez no puede disponer la suspensión radical –¡en tres horas!– de una aplicación de estas características sin encomendarse en absoluto a esa protección imprescindible que son los derechos fundamentales, y estudiar si sus límites (art. 20.4 C.E.) son aplicables al caso concreto. ¿Qué ocurriría si, siguiendo el mismo procedimiento –resoluciones judiciales inmotivadas–, paulatinamente los jueces fueran cerrando Instagram, WhatsApp, Signal, Facebook, etc, etc.? Además, tecnológicamente esas suspensiones tienen una eficacia prácticamente inviable, habida cuenta de las tremendas puertas de escape en la red para eludir las prohibiciones. Lo saben bien en los países en que la aplicación se ha suspendido. Y una parte sustancial de esos países, por no decir todos, no son democracias.

Confiemos en que el juez, sopesando su decisión como debería haber hecho antes de adoptarla, y expresando como debe sus reflexiones al respecto, rectifique su proceder. De lo contrario, aunque son lentos muchos de esos medios de reparación de errores jurídicos, existen recursos suficientes en la Justicia para subsanar lo que no es sino una decisión judicial manifiestamente errónea.

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