¿Y si finalmente votaran a Hitler?
¿Qué hacer cuando la población de tu país, entre la locura, la inconsciencia o la desesperación, decide votar a un fanático que promete arreglarlo todo rápidamente? Ya ha ocurrido. Varios candidatos de eso que llaman ultraderecha, que sólo es una vuelta radical a los viejos privilegios de una élite gobernante excluyente, han conseguido, bien ser influyentes en los gobiernos, o incluso obtener la jefatura del Estado.
¿Y qué ha sucedido en esos países? No poco. Rusia ha dejado de ser una democracia, siendo inviable que pueda llegar al gobierno alguien que no sea Putin o sus afines. En EEUU, el anterior mandato de Trump acabó con el asalto de una horda al parlamento que costó varios muertos, y ahora el electorado ha premiado su hazaña. Argentina sigue sumida en la calamidad pese a la “motosierra”, que sólo está maquillando algunos índices económicos. En El Salvador se ha llenado el país de persecuciones penales carentes de garantías. Da igual que la dictadura sea de derechas o de izquierdas. En Venezuela ha habido un número elevadísimo de exiliados, lo que explicita a las claras que la libertad allí es inexistente. La democracia tiene enemigos a su izquierda y a su derecha. Stalin no era mejor que Hitler.
El modus operandi de todos estos tiranos es relativamente sencillo, y se explica en dos pasos: 1. Inspirar en la población desprecio por las instituciones democráticas y por quienquiera que no sea el Amado Líder; 2. asegurarse el apoyo de los cuerpos armados.
El objetivo siempre es el mismo: dirigir el país para favorecer sus intereses económicos personales, robando dinero público con cualquier pretexto y acabando con los impuestos con el apoyo de algunos grandes empresarios. De esa forma, evitan la redistribución de una riqueza que desean acaparar, en detrimento de una población a la que intentarán engañar con propaganda, a veces con trabajos ficticios y con frecuencia prometiendo “seguridad ciudadana”. Esa población, finalmente, será convertida en una enorme masa de vasallos ultravigilados que muy difícilmente dejarán ya de serlo alguna vez. Echar del poder a un tirano actualmente es muy difícil. La revolución ya no se hace con palos, piedras, incendios y armas cortas. Además, la tecnología se lo pone demasiado fácil a un gobernante autoritario para controlarnos en cualquier aspecto de nuestras vidas, induciendo incluso una falsa felicidad a través de sus mensajes falsarios en las redes y en cualquier medio de comunicación. Salir de esa situación es casi imposible. Llegar a ella es extremadamente fácil.
Los que votaron a Hitler en 1932 querían un cambio, y vaya que si lo tuvieron. Igual que los rusos cuando mataron al zar y a toda su familia. Los primeros pasaron de una democracia fallida a una dictadura. Los segundos discurrieron de una dictadura a otra, pues no tuvieron la suerte que acabaron teniendo ingleses y franceses décadas después de sus respectivas decapitaciones regias (1649 y 1793). Y es que no siempre ganan los “buenos”, es decir, aquellos que desean libertad y prosperidad repartida para sus pueblos. Una revolución, incluso a través de las urnas, abre el camino a un cambio radical, que no siempre tiene que ser hacia la libertad, sino hacia una “libertad” falsaria que los dictadores proclaman a gritos, y que es, como siempre, el exterminio por diferentes vías de aquellos que no piensen como ellos.
La política de demasiados países democráticos está incurriendo en una irresponsabilidad inmensa al no prevenir de muy diversos modos –culturales, educativos, administrativos y judiciales– el surgimiento de estos sátrapas. Pero en caso de que la población les vote, ¿hay que quedarse en el país a hacerles frente o hay que huir? Uno no puede quedarse en las dictaduras opulentas intentando cambiarlas, porque acabará perdiendo la vida para nada. Tampoco en las dictaduras empobrecidas, porque a veces su pueblo está tan acostumbrado a la miseria que ya ni se plantea luchar contra ella. Y sin el pueblo, la rebelión es imposible.
¿Qué hacer entonces? No cabemos todos en Islandia, Finlandia o Nueva Zelanda. ¿Por qué no hacemos entonces que nuestros países se parezcan a esos? La única clave es la lucha popular contra la corrupción. Sólo un pueblo no corrupto rechaza la picaresca de cualquiera de sus ciudadanos, no sólo de los políticos. Son los pueblos tradicional o puntualmente corruptos los que votan a dictadores. Si quieren saber quién votó a Hitler, recuperen las escenas finales de 'M., eine Stadt sucht einen Mörder', de Fritz Lang (1930). Ya verán cómo ni siquiera es necesario que entiendan la lengua alemana. Esas imágenes les van a traer memorias muy actuales.
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