La ciencia de excelencia no está reñida con la estabilidad del personal investigador

El pasado 18 de febrero, me invitaron a la televisión pública para hablar de la llegada del robot Perseverance a Marte. El presentador, Martín Barreiro, me preguntó si me había imaginado pisando el suelo marciano y sobre qué pensaría al llegar a ese planeta. Respondí que en mi mente estaría, como durante mis dos viajes al espacio, la oración del astronauta: “¡Por favor, no me dejes pifiarla!”, porque en este trabajo, muy por encima de la emoción por viajar donde muy pocos han llegado o de cualquier interés personal, predomina la conciencia de la responsabilidad que nos asignaron. Somos representantes de las aspiraciones colectivas de las sociedades que financian esos viajes y de los brillantes equipos científicos y técnicos que hacen posible algo tan complejo como la exploración espacial. 

Desde que el presidente del Gobierno me propuso liderar el Ministerio de Ciencia e Innovación he sentido una responsabilidad similar. Para mí, este era un territorio inexplorado, con riesgos importantes, pero muchas posibilidades que daban sentido al reto. Casi tres años después, en unas circunstancias complicadas, estoy convencido de que hemos iniciado un cambio con potencial de resolver los problemas que arrastra nuestro sistema de ciencia e innovación. Y sigo sintiendo la responsabilidad, porque soy consciente de las dificultades y las aspiraciones de la comunidad científica, del impulso que necesitan nuestras empresas innovadoras y de cuánto depende el futuro de nuestro país de nuestro éxito. 

La ciencia es una ocupación de escépticos, de personas que cuestionan la realidad que se les presenta, como debe ser, así que soy moderadamente optimista sobre las posibilidades de que cale el mensaje positivo que pretendo transmitir. Además, reconozco que el pesimismo, a la luz de los datos, está justificado. Durante los años posteriores a la Gran Recesión de 2008, entre 2009 y 2014, mientras Alemania incrementaba su inversión en I+D+i un 17%, Italia un 7% y Francia un 18%, España la reducía en un 12%. Sin embargo, el cambio de tendencia ya se está produciendo y también se refleja en los datos, y pido confianza a la comunidad científica en nuestra firme intención de superar estos períodos difíciles.

Un hecho incuestionable es el último presupuesto aprobado. Con un incremento del 60% respecto a 2020 es el mayor de la historia de nuestro país y la prueba irrefutable del compromiso de este Gobierno con la ciencia y la innovación. Ese aumento de la financiación en I+D+i, que me he comprometido a defender mientras sea ministro, es el requisito necesario para aumentar la cantidad de profesionales en nuestro sistema, mejorar sus condiciones laborales y reforzar los recursos para investigación. Ese presupuesto también se reflejará en nuestra capacidad para trasladar los resultados de la investigación a la sociedad y a la economía. El CDTI, la entidad que promueve la innovación y el desarrollo tecnológico de las empresas españolas, ha visto crecer su presupuesto un 42% y supera ya los 1.500 millones de euros. 

Pero en el pasado también se elevó la inversión en tiempos de bonanza para recortarla cuando la economía empeoró, precisamente en el momento en el que el presupuesto debía mostrar que la I+D+i era realmente una política prioritaria. Es una responsabilidad colectiva de quienes han tenido responsabilidades de Gobierno y debemos resolverlo también con un acuerdo amplio. El 4 de marzo, presenté en el Congreso una propuesta de Pacto por la Ciencia y la Innovación. Ese acuerdo, que ya cuenta con el apoyo de más de 70 de entidades que representan a la sociedad civil, incorpora en su espíritu el compromiso de alcanzar el 2% del PIB en inversión en I+D en 2024 y el 3% en 2030, como recientemente hemos acordado en la Unión Europea. Este pacto es una herramienta para lograr que ese paulatino crecimiento de la inversión, del que depende todo lo demás, no se trunque. 

Para aplicar mejor los recursos dedicados a la ciencia y la innovación hemos iniciado también una reforma legal, para modificar la Ley de la Ciencia y la Innovación de 2011. Por el momento, es solo un anteproyecto y hemos abierto el diálogo con distintos representantes de nuestro sistema de ciencia e innovación para conocer sus inquietudes y definir el mejor proyecto posible. Pero nuestro objetivo es claro: definir una carrera científica con una evaluación independiente para seleccionar a los y las mejores teniendo en cuenta sus méritos. Esta reforma, que también incorporará importantes medidas para impulsar la innovación, debería ser también un espacio de consenso para todos los partidos políticos, como ya lo fue la ley de 2011. 

En la próxima década nos vamos a enfrentar a la retirada de la generación de científicos y científicas que, apoyada por las reformas de los Gobiernos de la década de 1980, situó a nuestro país entre los diez principales productores de ciencia del mundo. La inyección de fondos de los presupuestos y el relevo generacional representan una oportunidad para la entrada de la generación que llevará a España a una nueva etapa, más competitiva y con más capacidad de trasladar los resultados de la investigación a la sociedad. Por eso es tan importante que creemos una carrera atractiva con procesos de selección objetivos y justos, y que hagamos también un esfuerzo por acabar con las desigualdades a las que se enfrentan las investigadoras. Ellas abandonan esa carrera con más frecuencia y no alcanzan los puestos de liderazgo tanto como sería deseable. No queremos ni podemos prescindir de su talento. 

Los que vivieron los cambios de los 80 recordarán la resistencia de parte de la comunidad científica a innovaciones como los sexenios de investigación, que introdujeron una evaluación moderna de la actividad científica y supusieron un éxito en el reconocimiento de la ciencia de calidad. No aspiro a que nuestras reformas se acepten sin cierta resistencia inicial y creo que el debate es necesario. Espero, sin embargo, que no caigamos en debates maniqueos, tan habituales hoy en política. La ciencia de excelencia no está reñida con la estabilidad del personal investigador ni requiere excluir a la clase media de nuestro sistema de I+D+i. No debemos elegir entre excelencia y derechos, porque lo uno no tiene sentido sin lo otro. 

Nos encontramos en un momento decisivo para nuestro país y lo que hagamos con la ciencia y la innovación determinará qué tipo de futuro nos aguarda y cómo vivirán nuestros hijos y nuestros nietos. El presupuesto sin precedentes y el consenso social en que la ciencia mejora nuestra existencia, más aún después de las soluciones que nos ha ofrecido contra la pandemia, representan una oportunidad histórica. Ese apoyo ciudadano, que espero que se traduzca también en acuerdo político, me hace confiar en que nuestra misión tendrá éxito.