Siempre me ha impactado la filosofía que el artista César Manrique aplicó a su obra en Lanzarote aunando la capacidad humana, la naturaleza y el diseño de espacios vivibles: “La suma de todos los individuos es lo que realmente producirá resultados. Cuando una amplia mayoría de la población sea consciente de la fragilidad y equilibro del todo, seremos capaces de revertir la destrucción que hemos puesto en marcha”.
Creo que estas palabras sirven para definir qué hacer para que un país sea habitable, para que su población sea consciente del valor que tiene la puesta en común de deseos y acciones y pueda fijarse la meta del respeto al medio ambiente como herramienta para llegar al bienestar. Arrancando desde las entidades básicas de la sociedad moderna para la convivencia grupal (las ciudades) hasta las más complejas, (los países). Añadiendo a una ciudad abierta ideal la cosmovisión de los pueblos originarios de América Latina que tienen como eje central el respeto a la “Madre Tierra” y a la que tan poca atención prestan las políticas modernas.
Para lograr la armonía de una nación es preciso ir al origen y trabajar conjuntamente para hacer agradables los espacios físicos en que residimos. El principal desafío es conseguir que una ciudad, del tamaño que sea, dé respuesta a las necesidades de sus vecinos y se base en los valores de convivencia, solidaridad, cultura, dinamismo, capacidad de acoger en positivo a quienes viven allí o llegan a ella. Todo ello con atención hacia el medio ambiente.
Para ello hay que buscar cauces diferentes y efectivos a fin de que los ciudadanos definan sus intereses y los comuniquen. Y en esto, coincido plenamente con el filósofo y doctor en Ciencia Política Martín Alonso cuando afirma: “La presencia de una ciudadanía vibrante y comprometida con los valores que han venido pautando el norte normativo de la vida buena, es a la vez un indicador y una garantía del funcionamiento de la vida colectiva”.
Debemos ser conscientes, en primer lugar, de que en ocasiones el territorio que conforma el lugar donde hacemos nuestra vida no da para más. Esa situación nos viene como un mal endémico de demasiados años de derecha en el poder actuando con una política que ha obviado la necesidad de aprovechamiento del espacio en forma equitativa, y evitado un funcionamiento calmado de las ciudades, en su afán por ponerlas en manos de los grandes grupos inmobiliarios. Un empeño que, como hemos podido comprobar, en dosis incontroladas ha llevado incluso a acciones delictivas y corruptas, que repercuten sobre la población.
Hay que centrarse en el desarrollo y mejora de la vida urbana. El primer aspecto que debe caracterizar a los gobernantes que verdaderamente se apoyen en y respondan a la ciudadanía, es que se exijan a sí mismos la transparencia en la toma de decisiones urbanísticas, como su piedra angular. Ligándola a una definición clara de la participación ciudadana, sus mecanismos y formas, profundizando en los sistemas de “gobierno abierto” que ya existen en algunas ciudades, como Madrid.
La definición de las grandes estrategias de ese primer nivel, sobre la base de la transparencia y la participación, corresponde a los representantes políticos, cuya obligación como servidores públicos es hallar la vía para recopilar los requerimientos y necesidades de los ciudadanos e incluirlos en ese marco global que implica la decisión de si se crece o no en extensión de suelo, de cómo hay que hacerlo sobre la base del respeto al medio ambiente, preservando una relación de calidad con nosotros mismos y con el mundo que nos rodea.
Los urbanistas comprometidos indican que la forma de hacer ciudad sin ampliarla pasa necesariamente por reutilizar los espacios urbanos que ahora están infrautilizados, como es el caso de las zonas en que existen viviendas vacías o edificaciones obsoletas que pueden y deben ponerse en valor.
Un segundo nivel es el de las soluciones específicas y concretas de la vida cotidiana. Hay Ayuntamientos que ya han implantado el modelo de los presupuestos participativos. Ahí se pueden recoger exigencias precisas de barrios, asociaciones, entidades, colectivos o particulares que piden actuaciones determinadas. De esas demandas, los políticos tienen la obligación de extraer los elementos comunes, consensuados y que sirvan al propósito principal, cual es orientar el modelo global de la ciudad.
Para diseñar los espacios que queremos se deben aportar nuevas visiones, como la aplicación de los conceptos de seguridad al urbanismo. Debe pesar más el control social global contemplando la protección de los vecinos de toda edad, condición y situación personal, frente al control represivo. Espacios sin túneles, sin recovecos, ni zonas oscuras, sitios abiertos en los que el vecindario pueda detentar el control sobre lo que ocurre en la calle con una simple mirada. Se trata de que las personas puedan pasear por la calle porque están disfrutando su barrio y su municipio y la acción de los agentes de la autoridad se traduzca en capacidad de presencia y actuación preventiva y no agresiva o represiva.
Frente a las políticas que están patrocinado al alimón el Partido Popular y Ciudadanos (que cada vez se mimetiza más con la formación de la gaviota en lo malo, llegando a ser identificados por el pueblo como dos mitades que forman un solo todo), en esta metrópoli deseada hay que tratar el tema de la necesaria integración de los inmigrantes en el uso de la ciudad.
Cada cual trae su propia cultura, y eso debe ponerse en valor, pero también debe integrarse a quienes vienen en la cultura de la propia ciudad que les acoge. Es importante que conozcan las costumbres de los oriundos, del mismo modo que está bien que éstos sepan de la riqueza cultural que los nuevos pobladores aportan.
En ese sentido, el concepto de la otredad (ponerse en lugar del otro y aprender juntos) deviene básico y, en el modelo de convivencia de esa ciudad que queremos, esta debe dar respuesta urgente al problema de la infancia y la juventud inmigrante, que al terminar el horario escolar permanece en las calles, a falta de otro espacio, o están solos en casa mientras sus padres concluyen su jornada laboral. El municipio debe ejercer la “tutela” de esos niños, dando opción a aulas abiertas en los colegios, tutorías para colaborar con las familias, actividades extraescolares de ayuda en los deberes, deportes y actividades. El fracaso escolar muchas veces deriva de problemas con el idioma, de dificultades para entender las asignaturas o de la falta de apoyo en las tareas escolares.
Y ante el reto de la aplicación de las nuevas tecnologías y el mundo digital no está de más analizar el concepto de las Smart Cities: frente a las comodidades y avances que promete, hay que tener en cuenta que ese concepto se basa en la utilización masiva de información que puede ser problemática. Esos big data, precisos para que la ciudad funcione “sola”, los obtienen por lo general grandes compañías privadas que nunca van a reconocer realmente cuál es la utilización de esas informaciones obtenidas.
Un objetivo que cumplir es que la administración organice y controle esa recogida masiva de datos de forma aséptica para mejorar el funcionamiento de la ciudad al servicio de los ciudadanos. Y frenando la obtención de información de las empresas con la finalidad de vender servicios, invadiendo de forma insolente la intimidad y privacidad de las personas. Cuando una compañía telefónica, pongo por caso, te llama y dice: “voy a mejorar tus condiciones …” en realidad lo único que pretende es mejorar sus beneficios. Por eso hay que ser muy cautos con las Smart Cities.
Todo lo anterior está muy relacionado con la concepción del mundo y la necesidad de mirar nuestro entorno con la visión dirigida a lo que necesita nuestra “Madre Tierra”, como titular de derechos. Protegerla supone también defenderla de los elementos contaminantes agresivos que, normalmente surgen de las grandes ciudades y del modelo de convivencia, los consumos y la conciencia en la protección del medio ambiente haciendo frente a la explotación abusiva del suelo. La pasividad de los urbanitas en tal materia es sinónimo de la indiferencia con la que estamos contribuyendo, siquiera sea en forma imperceptible a corto plazo, a su degradación y por ende a nuestra propia destrucción.
Es preciso que alcancemos esa consciencia de la fragilidad y el equilibro del todo que reclamaba el genial César Manrique. Los discursos que no tengan en cuenta el deterioro del medio están condenando a la población a ser causante de la degradación del legado que nos ha sido concedido. Y hay que pensar en que tal ruindad contra la naturaleza no es casual: interesa sobremanera a esos fondos buitres explotadores que sólo necesitan la piedra y el ladrillo para almacenar los beneficios.
Tengamos muy claro que no existe un modelo de ciudad ideal, como tampoco es cierto que exista la perfección absoluta en cualquiera que se aplique a otras estructuras de convivencia. Para eso están las utopías, obras de visionarios y caudillos. Lo que debemos perfilar desde la izquierda son ciudades transparentes, participativas y solidarias que respondan a las exigencias de ciudadanas y ciudadanos, para cuidar ese trocito de planeta que nos ha correspondido y que señalen el camino para definir cómo debe ser el país que queremos.