La defensa del medioambiente es una prioridad para cualquier persona que tenga una visión mínimamente racional. Los datos hablan por sí solos: la mitad de las especies que conviven con nosotros están en peligro de extinción, por cada muerto en accidentes de tráfico en Europa, hay 21 muertes prematuras provocadas por la contaminación, el 76% de los europeos malvivimos en ciudades con índices de polución superiores a los permitidos. Estos son sólo algunos ejemplos de la situación de máximo riesgo que vivimos en nuestro planeta. Por eso Europa necesita urgentemente un Nuevo Pacto Verde, un compromiso político claro para que el suministro de energía sea asequible a hogares y empresas, con planes vinculantes de ahorro y eficiencia energética y un instrumento financiero para la transición a una economía verde con energías limpias y renovables. La Unión Europea debe establecer las bases para la creación de una red de ciudades sostenibles, con transportes conectados y multimodal, priorizando el ferroviario y las autopistas del mar, con mínimo impacto ambiental. Sin olvidar la defensa de los recursos naturales, la biodiversidad, litoral, reservas marinas, parques naturales, agua, bosques, ecosistemas, especies animales y prohibición del fracking y una justicia ambiental efectiva a nivel europeo.
Pero la descontaminación a nivel global y la lucha contra el cambio climático debe comenzar por lo local, por la purificación del hábitat en el que nos desenvolvemos a diario. En este sentido, quiero centrar mi atención en este artículo en el coche y su potencial nocivo para la convivencia si no se hace un uso adecuado del mismo. En nuestro país es prácticamente inagotable el catálogo de eslóganes publicitarios dirigidos a vendernos un aparato que, sobre ruedas, parece conducirnos hasta la felicidad. Nos hablan del “placer de conducir”, nos dicen que “hay otra forma de llegar”, que nuestro destino es “la libertad”, que nos merecemos “hacer lo que tengamos ganas”. Son mensajes hedonistas, egocentristas, pero peligrosamente efectistas y efectivos. Buena parte de esto aparece magistralmente reflejado por Adam Curtis en El siglo del individualismo (The century of the self, 2002), un documental producido por la BBC, que nos muestra que detrás de la sociedad de consumo hay mentes brillantes puestas al servicio de las grandes corporaciones y no de las personas, al menos no de la mayoría. Con razón se ha dicho que se trata de un análisis de los fundamentos antropológicos del capitalismo.
El coche, aquel reclamo que pretende ofrecernos posición social y supuestamente exhibir éxito profesional y laboral, desde hace muchas décadas se convirtió en uno de los protagonistas estelares de nuestras vidas, y hoy en día, lo queramos o no, es un verdadero okupa del espacio público. Según la DGT, en 2017 el parque automotriz en España superó los 30 millones de automóviles, lo que explica que muchas ciudades, diseñadas por urbanistas acomodaticios, hoy estén dispuestas de un modo tal que parece garantizar el bienestar de quienes controlan el mercado automotor y no de sus habitantes. Es la industria la que, con la complicidad de muchos políticos, ha transformado el espacio público en su propio beneficio y no en el de la ciudadanía, aunque nos quieran vender lo contrario. Son ellos los que han hecho todo este tiempo lo que les ha dado la soberana gana y no los ciudadanos, convertidos en meros espectadores, o más bien dicho en nada más que consumidores.
Pero, el problema no sólo es el espacio, sino también el aire que respiramos. El 99 por ciento de los automóviles funciona con diésel o gasolina, entre otros combustibles contaminantes, que nos enferman e incluso nos matan. Lamentablemente esto no es una exageración o una frase elocuente. Según Greenpeace el automóvil es el causante de 38.600 muertes prematuras al año en España, cifra que se eleva a 422.000 en toda Europa, debido a la exposición continua a las sustancias emitidas por los tubos de escape, en su mayoría provenientes de vehículos privados.
Las crisis asmáticas y las enfermedades cardiovasculares han aumentado, con un impacto directo en el coste de la sanidad pública que pagamos todos, sin que nadie se escandalice mayormente, pero las alarmas se encienden cuando la patronal del automóvil se inquieta por el anuncio de un impuesto al diésel anunciado por el Gobierno, que no hace otra cosa que responder tardíamente a una vieja exigencia de la Unión Europea. Rifirrafes aparte, seguimos adoptando medidas de parche para afrontar una realidad que se ha vuelto cada vez más insostenible, naturalizando la situación al tratar los síntomas de un sistema enfermo sin atender a la raíz del problema, que nos deja inefables perlas informativas como esta: “Más de 17.000 personas han comprobado cómo es respirar aire puro”. Se trató de una iniciativa sin precedentes, en la que los vecinos del Ayuntamiento de Granada ingresaban a una burbuja especial con aire puro, que fue rotando por diferentes barrios del municipio, para concienciarnos sobre la importancia de cuidar el aire que respiramos y la contribución que podemos hacer con medidas tan concretas como el reciclaje de envases ligeros.
Al margen de algunas iniciativas modestas como esta, mitigar el cambio climático y evitar los escenarios más devastadores requiere medidas de mucho mayor calado, que exigen urgente compromiso político y empresarial, un reto que deberíamos encarar con premura, dado que España figura entre los principales fabricantes de automóviles del continente europeo y el octavo a nivel mundial. La transición desde la fabricación de coches de combustión hacia otros no contaminantes es una prioridad, habida cuenta de que sólo cuatro de los 44 modelos que produce la industria española son eléctricos. Pero también es preciso regresar a los planteamientos humanistas como el del arquitecto danés Jan Gehl, que suponen devolver el espacio público a la gente y otra forma de vivir entre edificios, conviviendo a escala humana. Teniendo en cuenta que, según Naciones Unidas, hacia 2050 el 68 por ciento de la población mundial vivirá en ciudades, no podemos ni debemos seguir pensando en ensanchar nuestras avenidas para facilitar el tráfico de automóviles, en los que, por lo demás, suele viajar sólo una persona. ¿Hay otra forma de llegar? Afortunadamente sí: a pie, en bicicleta, en transporte público o en taxis compartidos, que deberían ser en el corto plazo vehículos colectivos de propulsión eléctrica. Lejos, muy lejos estamos hoy de esa meta. Gehl no tiene dudas al respecto: “Cuando los coches empezaron a invadir nuestras vidas, empezamos a construir ciudades en contra de la gente. Calles de seis vías, avenidas sin sombras, sin árboles. Y sin embargo, se ha demostrado que el tráfico es como el agua, va donde puede. Y cuando no puede ir a alguna parte, se detiene”.
El culto al automóvil es parte del hipernarcisismo que caracteriza a las sociedades tan bien descritas en el Siglo del Individualismo, y que el escritor Sánchez Ferlosio con mucho tino las nombró como hijas de Sansimismo. Por eso restringir drásticamente el uso de los coches en las ciudades, como propone Gehl, implica adoptar medidas que vayan acompañadas de alternativas viables, pero también apartarnos prudentemente del ruido consumista que nos gobierna. Nuestras ciudades experimentarían un impacto extraordinario y nosotros recuperaríamos espacio para andar, jugar, conversar y contemplar. Gehl ha demostrado que esto es posible.