Colas de carros, estanterías vacías y memorias del desabastecimiento

Emilio Silva

Periodista y sociólogo —

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A finales de los años setenta, el sociólogo Jesús Ibáñez, uno de nuestros grandes científicos sociales, llevó a cabo una investigación cualitativa para una marca de café, que pretendía entrar con fuerza en el mercado español. El grupo de clientes más interesante para la marca era el de personas, especialmente hombres, con edades comprendidas entre los 40 y los 55 años; aquellos consumidores de cafeína que cada día se echaban al cuerpo tres o cuatro tazas.

La técnica de investigación utilizada fueron los grupos de discusión, pequeños grupos de personas que son una muestra de la sociedad, en los que se busca o trata de capturar significados activos, implícitos, estructuras culturales latentes a las que lanzar un mensaje que active su elección de consumo.

En los grupos de discusión, Ibáñez detectó memoria generalizada y significativa del tiempo del racionamiento en la posguerra, cuando el café era un producto de lujo, totalmente elitista, vendido en un mercado negro e inalcanzable para la mayoría de la población.

Así nacieron numerosos sucedáneos; cereales más o menos tostados con los que fue sustituido el rey de la cafeína. En las conversaciones apareció repetidamente el recuerdo de esos años, cuando el café era otra cosa; era malta, achicoria, cebada o trigo tostado y la memoria del estraperlo, del café que entraba de Portugal, estaba transversalmente presente como si saborearlo en aquellos duros años fuera motivo para una fiesta.

Finalmente, el estudio y la interpretación de los discursos de sus participantes, permitió extraer un eslogan que puede parecer una frase sencilla, fácil, pero estaba dirigida de forma certera a la diana de los “muy cafeteros”. Es eslogan fue “El café, café”; el que no era otra cosa, el que sólo pudieron consumir durante años los adeptos al franquismo, los enchufados, los trepas sin escrúpulos, los estraperlistas. La campaña fue un rotundo éxito y un ejemplo en las técnicas de investigación cualitativas que Jesús Ibáñez impulsó hasta la genialidad y que dejó plasmadas en su gran obra: “Más allá de la sociología”.

Cuando el teniente coronel Tejero gritó pistola en mano: “¡Quieto todo el mundo!”, dentro del Congreso de los Diputados, crujieron muchas cosas en este país. Pasado el tiempo, las élites españolas volvieron a señalar el dedo con la luna y consiguieron que la opinión pública sólo mirase el dedo. Por eso existe una enorme literatura acerca del grado de participación en el golpe de Juan Carlos de Borbón, de algunos de sus amigos, y de representantes de partidos políticos ideológicamente cercanos y lejanos a los golpistas. Pero los estudios sobre el efecto psicosocial que tuvo el golpe, el despertar del miedo y la paralización de procesos políticos civiles, está poco estudiado.

Una tarde, hablando en Madrid con el padre de un compañero de instituto, me contó cómo en el hipermercado Jumbo, quizá el primero que hubo en la ciudad, la noche del 23 de febrero de 1981 salían personas con un carro repleto de comida en cada mano. La memoria del hambre, el desabastecimiento y el racionamiento movieron a muchas personas a vaciar las estanterías de aquel establecimiento en unas decenas de minutos.

Con la suspensión de las clases que ha llevado a cabo la Comunidad de Madrid, han comenzado a aparecer, en grupos de Whatsapp, fotografías de supermercados con las estanterías casi vacías, arrasadas por el mismo y viejo miedo. Teniendo en cuenta cuáles son los grupos más vulnerables y que más deben temer al virus, las personas mayores, las que conocieron o rozaron el desabastecimiento de la España franquista han reaccionado con su memoria, convirtiéndola en presente, transmitiéndola a sus descendientes, respondiendo del mismo modo que en el golpe de Estado de 1981.

El miedo social es fácil de disparar y de utilizar políticamente. La prueba de estrés que supone el coronavirus para nuestro sistema sanitario viene acompañada de montones de experimentos sociológicos. Pero uno de los grandes triunfos de la gestión de esta epidemia es la obediencia ciega y sumisa de las sociedades modernas, que responden a situaciones drásticas, generadas por decisiones políticas, sin rechistar.

En “La doctrina del shock”, Naomi Klein, destapó muchos de los mecanismos del uso del miedo de masas por parte del poder. A veces cuesta entender por qué su relato histórico no arrancó en España. Hemos visto estos días cómo Pablo Casado quería aprovechar el escenario de congoja colectiva para reclamar una bajada de impuestos y debilitar al Estado, que es precisamente el mejor mecanismo de protección que tenemos.

Un poder asentado en el miedo individual a perder el permiso de residencia en el paraíso del consumo de un país del primer mundo necesita de vez en cuando comprobar su propio suelo. Si las consecuencias anuales de la gripe fueran retransmitidas minuto a minuto, como está ocurriendo con el Covid19, el pánico se apoderaría de nosotros cada invierno y nacería un enorme mercado para la prevención de la gripe que se sumaría al que hoy existe para paliar sus síntomas. El miedo ha sido la gran arma invisible del poder contra quienes no lo tienen. Ha paralizado revoluciones, protestas, reivindicaciones y búsquedas de justicia. Se alimenta muchas veces de imaginar terribles consecuencias.

Los experimentos sociológicos que están ocurriendo estos días también pueden servir para cosas buenas, entre ellas para entender que. si no cambiamos de vida, nuestra existencia en este planeta terminará en una terrible tragedia. Saquemos lecciones para el bien común, aprovechemos para reforzar la defensa de la protección social. No dejemos que el departamento de sustos del neoliberalismo consiga que el mundo se vuelva un poco más conservador, más oscuro, más temeroso; y que con el peso de la incertidumbre deleguemos obedientemente más poder en las manos de quienes pretenden seguir devorando el planeta sin límites. Tenemos que atrevernos a imaginar otras respuestas.