Era febrero de 2019, aunque parezca que hace casi un siglo, y el Congreso se disponía a tramitar los presupuestos más sociales de las últimas décadas. Unos presupuestos que tras una relativamente larga negociación entre PSOE y Unidos Podemos pretendían dejar atrás la política económica de Montoro y sus años de austeridad.
Aquellas cuentas incluían medidas sociales como el incremento en un 60% de la financiación de atención a la dependencia o la prestación para desempleados para mayores de 52 años; medidas destinadas a luchar contra la burbuja del alquiler, como el impulso de la vivienda pública en alquiler social; medidas feministas que impulsaban la igualdad real entre hombres y mujeres, como la ampliación de los permisos de maternidad y paternidad; partidas para modernizar el modelo productivo, como el incremento de la inversión en I+D+i; o medidas de justicia fiscal como el establecimiento de tipo mínimo en el impuesto de sociedades para grandes empresas o la reducción del IVA de algunos productos de primera necesidad.
Esas medidas y otras muchas contenidas en aquellos presupuestos, aunque modestas en su alcance, iban en la senda de lo que este país necesita en materia económica: impulsar la demanda interna mediante una política fiscal -tímidamente- expansiva cuando los nubarrones de la desaceleración ya eran más que evidentes, incidiendo sobre la reducción de las desigualdades generadas por la anterior crisis y apostando por la paulatina transformación del modelo productivo. La financiación de esta expansión fiscal se producía en estos presupuestos de incrementos de ingresos aprovechando el margen fiscal que da la brecha de 8 puntos en recaudación sobre el PIB que nos separa de la media de nuestros socios europeos.
Aquellos presupuestos quedaron en papel mojado en la víspera del inicio del juicio del “procés” por la pinza de los independentistas - -incluido el ahora estadista Rufián- con la derecha de Colón, pero también por la falta de iniciativa política para desbloquear la situación por parte de un PSOE que vio en aquella ocasión la excusa perfecta para adelantar las elecciones y anteponer, entonces también, su interés partidista a las necesidades del país.
Desde entonces, la principal política que se ha hecho en este país ha consistido en construir relato para justificar la falta de capacidad a la hora de traducir el mandato de las urnas en una estructura de gobierno representativo, y lo más grave es que con esta nueva convocatoria de elecciones la parálisis se extenderá, como mínimo, hasta enero de 2020. Mientras tanto, llevamos un año de ausencia de políticas públicas y un país paralizado por unas cuentas prorrogadas que fueron diseñadas casi exclusivamente para contener el déficit público; mantenemos cifras de desempleo, desigualdad y exclusión social impropias de la cuarta economía de la Eurozona; las comunidades autónomas y los ayuntamientos de este país sufren severos problemas para la financiación de los servicios públicos y nuestro modelo productivo sigue tan endeble como en 2008, esperanzado a la recuperación de la construcción y ajeno a los cambios que exigen los retos de la digitalización y la transición ecológica.
La ausencia de Gobierno no solo impide afrontar algunos de los retos pendientes de la economía española, sino que cuestiones básicas que ya estaban comprometidas para ser ejecutadas antes de final de año como la revalorización de las pensiones con el IPC, las entregas a cuenta de las comunidades autónomas o la subida del Salario Mínimo Interprofesional a 1000 euros en enero o la mejoras laborales de los empleados públicos quedan ahora en el aire ante la repetición electoral. También tendrán que seguir esperando numerosas inversiones en infraestructuras que son necesarias desde hace años y que no disponen de partida presupuestaria en las cuentas de Montoro de 2018.
Pero el juicio sobre la situación de parálisis política y sus consecuencias es aún más grave: mientras el presidente en funciones dejaba pasar el tiempo convencido de que lo que más le interesaba era una repetición electoral, las señales de la desaceleración económica se intensificaban y aparecían en escena. A las tensiones derivadas de la guerra comercial entre China y EEUU y el creciente riesgo de un Brexit sin acuerdo, se suma el riesgo inminente de recesión de la economía alemana y la escalada de la subida del barril de petróleo hasta los 70 dólares como consecuencia de las tensiones en Oriente Medio. Las consecuencias se han notado de forma inmediata sobre la economía española con la aguda desaceleración en la creación de empleo y la caída tanto del consumo público, relacionada directamente con la prórroga presupuestaria, como en el consumo de los hogares, provocada por la incertidumbre que nos envuelve, lo que ha llevado al INE a rebajar sus expectativas de crecimiento.
Tan evidente es la gravedad de la crisis que nos acecha que hasta el discurso de instituciones habitualmente ortodoxas como el Banco de España ha cambiado radicalmente y ahora se manifiesta a favor del uso de la política fiscal para revitalizar el crecimiento ante el agotamiento de una política monetaria que ya no da más de sí.
Ahora bien, sin quitar ni un ápice de gravedad a todo lo anteriormente expuesto, el riesgo más importante de esta repetición electoral es que la desmovilización progresista provocada por el hartazgo haga que las derechas puedan gobernar y dar continuidad a las políticas de Montoro, reproduciendo a nivel estatal el modelo andaluz y madrileño. Un modelo basado en la erosión de los ingresos fiscales que acentúa las desigualdades, en el desmantelamiento de los servicios públicos y, lo que peor, en el uso de las instituciones para alimentar un capitalismo rentista y corrupto que sin duda está en los orígenes de la debilidad económica de nuestro país.
Es incomprensible y dramático que cuando los ciudadanos votaron en el 28 de abril para que se pudiera formar el gobierno más progresista de toda la OCDE podamos acabar con uno de los más reaccionarios o con la llegada del socioliberalismo macronista que supondría un acuerdo PSOE-C’s. Y en ese caso, ojalá no ocurra, la responsabilidad no será de los votantes que puedan decidir expresar su hastío en forma de abstención, sino de aquellos que cegados por el ajedrez olvidaron que la política no es un juego.