COP29: el cuánto importa, pero también el dónde

28 de noviembre de 2024 06:01 h

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Siempre al borde del abismo. La angustia que se sucede en los pasillos de la COP 29 es similar a la desidia que se genera en la población global cuando se sabe que el acuerdo será en el último minuto y de mínimos. Es un clásico. Alcanzar un acuerdo de mínimos que satisfaga a todas las partes, esa es la base del consenso climático en los últimos años. La ambición ni está ni se le espera.

La decepción en estas cumbres es un sentimiento con el que hay que lidiar porque se ha vuelto habitual. Esto no quiere decir que las COP sean cada vez menos irrelevantes, sino evidencia la complejidad de poner a todos los países de acuerdo, con sus diferencias de desarrollo, económicas, capacidades, políticas y sociales. Es obligatorio sentarlos cara a cara una vez al año y que se enfrenten entre ellos.

En esta ocasión, el acuerdo final se basa en que los países desarrollados acordaron “canalizar al menos” 300.000 millones de dólares al año a los países en desarrollo hasta 2035 para apoyar sus esfuerzos por enfrentar el cambio climático. No obstante, para los países en desarrollo no les supone un avance y mostraron sus quejas. Gracias a ello, se consiguió un compromiso de recaudar 1,3 billones de dólares cada año de una amplia gama de fuentes, incluida la inversión privada, para 2035. 

Por poner en perspectiva el raquitismo de la cifra, según datos de Bloomberg NEF, solo la inversión para nuevas redes eléctricas en 2023 fue de 310.000 millones de dólares, China invirtió en descarbonización 676.000 millones y el mundo invirtió 1,8 billones durante 2023 en transición energética. Con la cifra acordada en la COP29, y teniendo en cuenta que es hasta 2035, estaríamos hablando de alrededor un 16% de lo que invirtió todos los países. Es ridículo si se busca equiparar desarrollos económicos y tecnológicos para frenar los peores efectos del cambio climático. 

Supuestamente, el nuevo acuerdo ayudará a fundamentar los compromisos de cada país para reducir las emisiones de gases de efecto invernadero para 2035, así como la próxima ronda de conversaciones sobre el clima en la COP30 en Brasil. Muchos países en desarrollo destacaron que el compromiso financiero, menor de lo esperado, retrasaría su transición hacia una energía libre de emisiones y limitaría su ambición de establecer objetivos de reducción de carbono que deben cumplirse en febrero.

No obstante, hay que destacar que los países desarrollados no están precisamente en una coyuntura de arcas boyantes, teniendo en cuenta que China y EEUU no estaban presentes. Actualmente existen ciertas restricciones ante el aumento de la carga fiscal, presupuestos limitados en parlamentos fragmentados, políticas en riesgo por el avance del conservadurismo y el negacionismo de los partidos de ultraderecha y, como no, la galopante inflación. La sombra de la elección de Donald Trump y su amenaza de retirar a Estados Unidos del histórico acuerdo climático de París también sobrevolaba Bakú. Ellos perderán su oportunidad de liderar, porque la transición ecológica es innegociable y lo único que podemos consensuar y debatir es el ritmo, el cual cada día es más urgente.

Pero no quiero perder el principal mensaje de este artículo: dejar de centrarnos en cuánto y poner el foco en el dónde. En qué tecnologías invertimos para acelerar la lucha contra el cambio climático. Aquí, quiero detenerme para evidenciar el error e intereses retardistas de algunas empresas gasistas, como es el caso de Naturgy en España. En este caso, infiriendo desventajas a una tecnología como la bomba de calor para promover y disparar su negocio con el biogás. Un absoluto despropósito que va en contra del consenso científico y a favor de sus intereses, sin negar el papel del biogás.

Por tanto, esos 300.000 millones anuales deben tener un componente muy fuerte de adaptación y direccionamiento, es decir, que previamente se programen las ayudas a las diferentes herramientas o tecnologías que son más idóneas para el país o la región donde se destinan. Solo así podemos avanzar realmente en aquellos países en vías de desarrollo. Si un país tiene un mayor recurso geotérmico o fotovoltaico, el grueso principal de la financiación tiene que destinarse a una u otra tecnología, destacando que en muchas ocasiones la combinación de ambas suele ser la respuesta correcta. No hay imparcialidad en la transición energética porque no podemos despilfarrar y financiar proyectos que no encajan con los recursos y la demanda que tiene la población real de una región determinada. Mucho menos, expandir las prácticas extractivistas con inversión privada y pública a nivel estatal, con el fin de exportar el producto final y descarbonizado que sea. Esta es la realidad en algunos casos.

Un ejemplo para evitar es el proyecto de Namibia que producirá 2 millones de toneladas anuales de amoníaco verde para los mercados regional y mundial. En la financiación, además de empresas alemanas, está el propio gobierno de Namibia. El plan consiste en construir parques eólicos y plantas fotovoltaicas con una capacidad total de siete GW para producir amoníaco verde y exportarlo a más de 10.000 kilómetros de distancia. Todo muy sensato y razonable.

En definitiva, tan crucial es la cantidad cómo el modo de emplearlo para satisfacer las necesidades más fásicas y apremiantes de mitigación y adaptación de los diferentes países. La tecnología está preparada, sin que suene a discurso tecnooptismista. Ahora solo hay que ligarla a las necesidades sociales y económicas de cada región, siendo este lazo crucial para que los compromisos agónicos de la COP sean prácticos, tangibles y mejoren el bienestar de las personas y frenen el cambio climático al mismo tiempo.