La portada de mañana
Acceder
Feijóo y Ayuso, aliados contra el fiscal general
EXCLUSIVA | 88 millones de RTVE para el cine español
OPINIÓN | 'Lo diga el porquero o el rey', por Elisa Beni

El coronavirus como posibilidad para el aprendizaje social

Juan Antonio Ayllón y Asier Lafarga

Médico de familia y licenciado en Filosofía y Antropología —

0

El lunes 9 de marzo el Gobierno tomó algunas medidas muy inhabituales que fueron percibidas por la población como alarmantes. Al día siguiente, los grupos de Whatsapp rebosaban de imágenes de baldas de supermercado vacías. Desde hace unos días estamos en situación técnica de alarma. Una Europa que lleva meses demostrando una absoluta falta de empatía con personas que llegan a sus costas huyendo de una guerra, entra en pánico ante la llegada de un virus cuya mortalidad es no mucho mayor a la de la gripe común. La aparente incongruencia no lo es tanto. A menudo somos irracionales, especialmente cuando se trata de pensar la salud y la enfermedad. Más todavía cuando se trata de algo desconocido y de lo que nadie nos ofrece información clara y definitiva, ni predicciones exactas sobre lo que va a pasar.

Cuando los médicos diagnosticamos a nuestro paciente una enfermedad, este responde emocionalmente según unos cuantos patrones bien conocidos. En medicina es clásica la teoría de la afrontación en fases, según la cual un mismo paciente puede pasar por diversas fases adaptativas a lo largo de su enfermedad. Esos mismos patrones pueden observarse en una comunidad ante una amenaza colectiva y se están viendo en esta crisis por el coronavirus, dando lugar a actitudes muy diferentes, intensas, incluso extremas.

Una respuesta generalizada en los pacientes es el miedo. Miedo ante un pronóstico nefasto o ante lo desconocido. Un mecanismo primario muy útil para la supervivencia individual y de la especie, pero que cuando se exacerba o persiste conduce al pánico irracional, al sufrimiento anticipado y a conductas erráticas, es decir, a una respuesta contraproducente.

Para aclarar lo desconocido necesitaríamos información que resolviera todos los interrogantes, pero para muchas preguntas todavía no tenemos el tipo de respuestas contundentes y absolutas que podrían disipar totalmente la ansiedad. No las tenemos ni del actual virus, ni siquiera de una buena parte de las enfermedades, por más antiguas que sean. Ante este escenario, la incertidumbre conduce al pánico, al embote del raciocinio y a actitudes histéricas. Y la histeria colectiva es devastadora (y muy contagiosa). Los psicólogos nos enseñan a enfrentar la incertidumbre huyendo de los extremos, a centrarnos en lo más común. La gente y los medios preguntan al experto por el “riesgo cero”. El riesgo cero no existe en ningún aspecto de la biología. En este momento se está haciendo una montaña del hecho de que no el 100% de los fallecidos sean muy ancianos y enfermos. La gripe normal también mata a algunos, poquísimos jóvenes. Esto es escarbar en los extremos.

Hemos asistido a la irrupción de desaprensivos que van a hacer negocio con el miedo. Se vendieron a quien no los necesita kits de supervivencia con la prueba diagnóstica, mascarillas y otros artículos disparatados. Los acopios injustificados de víveres y otras curiosas mercancías han puesto en riesgo el que todos tuvieran acceso a lo necesario. Reacciones de apocalipsis inspiradas por el miedo e impulsadas por el instinto de supervivencia que moviliza al egoísmo.

El tratamiento sensacionalista de muchos comunicadores (para los que la carne, simplemente, vende) está siendo muy irresponsable, a veces incluso transmitiendo informaciones incorrectas. Pero incluso la información correcta, reiterada desde todos los lados y a todas las horas, no obtendrá las respuestas que no existen.

Otra respuesta emocional prototípica es el sentimiento de culpa. Primero, de autoculpabilidad, y, a menudo inmediatamente, de búsqueda de culpables externos. El paciente siempre se interroga, más o menos conscientemente qué ha hecho para merecer lo que le está sucediendo y frecuentemente, además, busca culpables fuera, conspiraciones en su contra o supuestas negligencias que han causado su situación. Estas emociones pueden ser muy irracionales y negativas, y suelen desembocar en sentimientos de enfado, suspicacia o ira.

La ira es un estado de ánimo bajo el cual se cometen, siempre, errores graves. El paciente con esta respuesta rechaza la ayuda, incumple el tratamiento, empeora las cosas. Los ciudadanos enfadados buscan chivos expiatorios, un grupo étnico, un gestor que no hizo lo que debía… En el peor de los escenarios, resucitan soluciones autoritarias y hacen su despliegue agazapados prejuicios xenófobos o racistas.

Un cuarto tipo de respuesta emocional que los médicos estamos preparados para identificar es aquella a la que llamamos “negación”. El paciente niega la enfermedad porque no soporta su carga de angustia y hace un mecanismo psicológico de elusión. Como el niño que se tapa los ojos para no ver lo que no le gusta. Su expresión más extrema aparece entre cínicos y escépticos que, en las redes sociales, muestran su supuesta tranquilidad ante la amenaza proponiendo la total inacción: “enterremos el problema y miremos hacia otro lado…esto es una exageración interesada…” Curiosamente, en numerosas ocasiones lo hemos visto en profesionales sanitarios. No es de extrañar, ellos están incluso más expuestos que ningún otro colectivo, también pueden verse sobrepasados por la angustia y reaccionar como los demás, inapropiadamente, en este caso, negando. La negación retrasa o impide la aplicación de soluciones tanto al enfermo como a las crisis sociales.

Pero también los médicos observamos cómo hay pacientes que superan el miedo, la angustia, la culpa y la ira. Convenientemente informados, analizando racionalmente la magnitud real del problema, con el apoyo del experto, lo afrontan con realismo. Esa actitud proporciona bienestar psicológico para el paciente, mejora objetivamente las probabilidades de éxito para la terapia propuesta. Es muy común que pacientes “experimentados”, aquellos que han sufrido eventualidades graves con anterioridad, respondan mucho más frecuentemente con realismo a una nueva amenaza. Han aprendido a evaluar mejor, a tener una actitud más razonable y ponderada, a valorar y separar lo importante de lo accesorio.

Desde un punto de vista estrictamente técnico, la OMS y los estados ya han anunciado que analizarán a posteriori lo que se hizo bien y lo que se pudo haber hecho mejor, pero la epidemia actual, no obstante, ofrece una posibilidad de aprendizaje social más amplio. La posibilidad de que, en el futuro, al igual que sucede con los “pacientes experimentados”, hayamos adquirido sentido crítico, y no actuemos dominados por la histeria, la ira, la culpa o la negación, aceptando la incertidumbre que siempre acompaña, por esencia, a los fenómenos biológicos individuales y colectivos. El ciudadano realista sabe que, tal y como corresponde a las leyes de la biología en un ecosistema dinámico, lo razonable es pensar que vendrán más crisis como esta.

El reto no está, por lo tanto, solamente, en gestionar la respuesta al 2019-nCoV. Estamos viendo en directo cómo la salud y la enfermedad son un fenómeno social. Todas las enfermedades lo son, no solo las infecciones; se generan en el medio social y debe ser global la respuesta. No hay salvación individual. Deberíamos comprender la necesidad de un Sistema Público de Salud. Refundar nuestro maltrecho dispositivo sanitario para que pueda responder a la enfermedad pero también a aumentar y proteger la salud de todos debería ser la inminente tarea. Eso implica una firme resolución política que debe traducirse en recursos. Hay que acabar con la hipocresía que supone considerar a la salud el bien primordial pero atribuirle solamente una pequeña parte en los presupuestos. Hay que acabar con la búsqueda de la aparente, para nada real, salvación individual de un seguro privado si es que la salud es un fenómeno comunitario y aunar fuerzas en la exigencia del sistema público frente a la clara deriva que venimos observando en la última década, que pretende convertirlo en un reducto para quien no pueda pagar lo privado.

Las características del reto que supone esta epidemia pueden servir para resintonizar nuestras emociones y ser menos manipulables por la información de mala calidad, resistir la histeria colectiva, saber responder ante escenarios de incertidumbre, ser resilientes ante la dificultad, no negar las evidencias, etc. Pero sobre todo, puede servir para enseñarnos que este trabajo de crecimiento emocional debe ser conjunto, global, un proyecto de carácter internacionalista. El ciudadano realista, incluso, podría pedir que, una vez descubierta la necesidad de una fuerte coordinación y solidaridad internacional en el campo de la salud, la humanidad acepte el desafío de afrontar problemas mucho más graves que la actual epidemia, como el hambre, el desamparo de los refugiados, la guerra, la desnutrición infantil, y las muertes en el tercer mundo por enfermedades que sí sabemos curar o controlar. En suma, ser realista respecto a las posibilidades de nuestra especie para mejorar la salud de todos y todas implica retomar un viejísimo proyecto que relumbró por última vez hace décadas, fulgurante y brevemente, en el interior de los estados occidentales, y que es (y debe ser) exportable a nivel planetario: el de la justicia social.