COVID-19, de la metáfora al fondo de la cuestión

La metáfora es un mecanismo del pensamiento muy útil que nos ayuda a estructurar conceptos, facilita la comprensión y nos permite tener experiencias ordenadas de las cosas. Casi no podemos pensar sin metáforas aunque que de algunas sería mejor prescindir.

La medicina usa y abusa del lenguaje metafórico. Junto al cáncer, las enfermedades infecciosas son el terreno más fértil para la metáfora. Desde que al final del siglo XIX los sabios alemanes y franceses descubrieran la causa microbiana de muchas enfermedades, las metáforas militares forman parte de la jerga médica. Hablamos de invasión microbiana, defensa inmunológica, arsenal terapéutico. Paul Erhlich, un pionero de la terapia antimicrobiana, acuñó el término “bala mágica” para referirse a un fármaco capaz de matar microbios. Oí decir a un microbiólogo español de gran talento e ingenio, que los factores de quorum – unas moléculas con las que las bacterias se comunican, regulan su número y sincronizan actividades como su acceso a nuestro cuerpo – son “las trompetas que llaman a la batalla”. Habría que remontarse al siglo XVII para encontrar un precedente al uso de términos bélicos en medicina y recordar a Tommaso Campanella, quien escribió “la fiebre es la guerra contra la enfermedad”.

COVID-19 no podía quedarse al margen de la metáfora. Uno puede encontrar titulares como “COVID-19 actúa como una guerra de guerrillas”, “primera línea y retaguardia”, “ganaremos la batalla”, “todos somos soldados”, “tormenta perfecta”. Además la epidemia, como toda invasión militar, siempre viene de fuera y culpabilizamos a alguien de habérnosla enviado. A la sífilis, los ingleses la llamaban el “morbo gálico”, que era “germanicus” para los franceses y napolitano para los florentinos. Esta deriva es peligrosa si es utilizada con fines políticos; así, hemos visto al señor Pompeo, Secretario de Estado norteamericano decir, contra toda evidencia, que el virus se originó en un laboratorio chino. Esto es como sugerir que la pandemia es una “guerra biológica por descuido”. Johnson y Trump se amparaban en una retórica bélica nacionalista cuando asumían un cierto número de muertos hasta alcanzar la inmunidad grupal para preservar la economía. Pero nadie tan claro como el vicegobernador de Texas, Dan Patrick, quien en su negativa a la política de confinamiento dijo “estar dispuesto a arriesgar su vida para mantener los EEUU que ama para sus hijos y nietos”. Desde esta óptica, la gente da la vida por las generaciones futuras. Es evidente que esta retórica bélica puede transmitir mensajes peligrosos.

El lenguaje no es neutral y sin duda el bélico aplicado al COVID-19 es contundente y persuasivo, invita a considerar la enfermedad como el mal absoluto y concentra toda nuestra imaginación en el virus y sus consecuencias sin ir mucho más allá. En su ensayo La enfermedad y sus metáforas, Susan Sontag nos advertía de que el modo más auténtico de encarar una enfermedad es el que menos se presta y mejor resiste al pensamiento metafórico. Dicho pensamiento, en mi humilde opinión, hace abstracción y oscurece las causas originales de la pandemia y debe ser superado. Evoca en nosotros una catástrofe natural caprichosa, imprevisible e inevitable que nos golpea. Pero una epidemia no es fruto exclusivo del azar y la necesidad. Para que ocurra no basta un virus y una población susceptible. En cierto modo las pandemias son consecuencia de la actividad humana y tienen causas objetivables y por lo tanto en alguna medida, son también evitables. Comentar estos aspectos, que pueden comprometer nuestro futuro, es el objeto último de este escrito.

Los progenitores del virus del SIDA - los virus de SIV de los simios – estuvieron saltando de mono en mono durante cientos de años; sin embargo, los primeros casos de la enfermedad en seres humanos datan de primeros del siglo XX. Fueron necesarios fenómenos socioculturales y políticos como la descolonización de África central, la urbanización, el ferrocarril, la prostitución como novedad, la cooperación internacional con la llegada de maestros y técnicos haitianos, el negocio de plasmaféresis en Haití o el turismo sexual, para que la pandemia se produjera. Existen pruebas circunstanciales de que los brotes de Ébola podrían estar relacionados con la deforestación y las plantaciones de palma para la obtención de aceite. Estos árboles son lugares de refugio y alimento para los murciélagos de la fruta, reservorio del virus Ébola; en las plantaciones entran en contacto con el hombre y comienza la cadena de transmisión.

La información epidemiológica disponible sobre la actual pandemia sugiere que estamos ante un efecto colateral de los procesos de producción y distribución de alimentos en sociedades superpobladas. Las áreas geográficas de mayor riesgo de infecciones zoonóticas son aquellas donde el crecimiento poblacional es alto, donde mayor desequilibrio ecológico existe y donde la gente vive e interacciona estrechamente con animales. La acuicultura integral, las macrogranjas y los mercados baldeados al aire libre, una especie de arca-despensa de Noé donde se mezclan aves de corral con peces, reptiles, mamíferos y otros, constituyen un inédito ecosistema creado por el hombre, en los que virus que habitan en el aparato respiratorio de los animales se convierten en potenciales patógenos humanos. La necesidad de alimentar a sociedades superpobladas ha creado enormes ecosistemas, donde la mezcla y promiscuidad animal permite el intercambio de microorganismos que conjugan y enriquecen sus genes y se abren camino de especie a especie, hasta adaptarse a los seres humanos. La deforestación, el tráfico de animales y la extensión de la agricultura y la ganadería están detrás de muchos de estas amenazas.

Todos nuestros esfuerzos actuales se orientan al control de la pandemia y al cuidado de las personas infectadas. Se buscan fármacos y vacunas y se encontrarán. Pero esto no bastará si queremos afrontar un incierto futuro. En esta era que algunos llaman el Antropoceno, una era modelada por el hombre, la salud es un reto global. Cuando el hombre manipula la naturaleza sin comprender en cualquier rincón del mundo, existe la posibilidad de que algo imprevisible y desagradable ocurra allí y a miles de kilómetros de distancia. Podríamos decir que el mayor peligro para la supervivencia de la especie somos nosotros mismos.

La idea de salud global descansa en la comprensión de que nuestra salud y civilización dependen de la conservación y equilibrio de los sistemas naturales. El progreso de la humanidad ha sido posible gracias al sustento provisto por el planeta y ahora, cuando observamos su degradación, nos damos cuenta de la importancia del ambiente natural para sostener nuestras vidas. Necesitamos potenciar la OMS y la creación de sistemas de vigilancia internacionales que integren información sanitaria, socioeconómica y ambiental para la detección temprana de situaciones de emergencia epidémica y combatir los desequilibrios ecológicos y la pobreza. Necesitamos integrar las ciencias sociales con la economía política y la ecología: nuevos conocimientos, políticas prudentes, acción, beneficencia y, desde luego, liderazgo y gobernanza mundial.

Nuestra generación tiene el deber moral de preservar la salud y el bienestar de las futuras generaciones. Ese debería ser nuestro mejor legado, nuestra mejor acción en interés de los hijos y nietos de todo el mundo.