La pandemia de la COVID-19 ha sido muy dura en residencias de personas mayores de algunos lugares del mundo, como la Comunidad de Madrid. Cabe preguntarse: ¿Se habrían muerto en el hospital? ¿Y si hubieran recibido una asistencia adecuada (oxígeno, hidratación y poco más) en su residencia? ¿Por qué murieron solas, sin testigos, sin compañía? Aun con los mismos fallecidos, ¿cuánto sufrimiento se podría haber evitado?
Muchas razones han determinado este desastre madrileño “sin paliativos”, nunca mejor dicho: la nefasta gestión de la Comunidad de Madrid de la Sanidad Pública, a la que ha ido diezmando durante décadas, reforzando año tras año el negocio privado a costa del dinero público; el debilitamiento progresivo de la atención primaria de salud, con la que no puede competir la sanidad privada, donde el equipo de médico y enfermera de cabecera no existe; el fomento del hospitalocentrismo, enviando todos los recursos y usuarios al hospital, que en la pandemia se ha demostrado ineficaz para atender la demanda y la indiferencia hacia los derechos de las personas y la calidad de la muerte de la ciudadanía.
En 2017, la Asamblea de Madrid aprobó por unanimidad una ley de muerte digna que pretendía reforzar los derechos de las personas al final de su vida. Tres años después, la Consejería de Sanidad no la ha desarrollado. Incorporar la buena muerte como un indicador de calidad asistencial, es un asunto pendiente en todo el Estado, que llevará años, pero la desobediencia y el incumplimiento de la ley por la Comunidad de Madrid demuestra su desprecio hacia la soberanía popular, representada en el poder legislativo.
Así son. Precarizan el sistema público, le dicen a la gente que se vaya al hospital, los hospitales se colapsan, crean un megahospital de campaña en Ifema (campaña de propaganda, habría que decir), con un coste muy superior al necesario, para atender a muchos pacientes leves que podían recibir atención domiciliaria. A la vez, en contra de su cultura hospitalocentrista, impiden que las ambulancias recojan a personas mayores con COVID-19 en las residencias, donde muchas de ellas fallecen, solas, sin que las las familias sean informadas y en muchos casos sin una asistencia adecuada. Con el dinero del 'Ifemazo', se podría haber reforzado la primaria, contratando a miles de profesionales dispuestos a colaborar, también en las residencias. Pero todo aquello de los sanitarios voluntarios, jubilados y estudiantes, también fue propaganda.
Aun así, ¿se debía trasladar a todas las personas enfermas al hospital? La respuesta es no. Primero, porque no había sitio. Algunos hospitales estaban absolutamente sobrepasados, con personas en los pasillos, sentados en un sillón durante cuatro días, a la espera de una cama. Era materialmente imposible, algo que la propaganda nunca reconoció. En segundo lugar, porque las posibilidades de sobrevivir en el hospital probablemente eran menores que en su residencia, si allí hubieran tenido una asistencia adecuada. Los respiradores han sido un objeto talismán en la pandemia, que algún intensivista comparó con el papel higiénico. No, el tratamiento en la UCI no es ninguna suerte, es durísimo y solo apto para las personas con opciones de sobrevivir con una calidad de vida aceptable para ellas. Es una obviedad que hay que explicar, aclarando ideas falsas o absurdas sobre las consecuencias de un ingreso en UCI, que no proceden de la búsqueda de una respuesta razonable a un problema de salud, sino del miedo, la negación y la huida de la muerte.
No existe ningún derecho a ingresar en una UCI o en un hospital, sino a recibir una asistencia sanitaria de calidad. ¿Cuál era la mejor asistencia posible? Esa es la clave. Depende del pronóstico de cada caso, es decir, del estado de salud previo, de la presencia de otras enfermedades o factores de riesgo, y de la edad. No es una cuestión de edad, pero la edad importa, porque con mucha frecuencia lleva asociada una pluripatología. Que la mayoría de fallecidos por COVID-19 sean personas mayores, no justifica un discurso discriminatorio que insinúe que son vidas sin valor, un prejuicio que sería injusto con una mayoría de personas mayores que no están enfermas, ni fragilizadas.
En una situación de terminalidad, lo peor que puede hacer una persona es irse al hospital, porque allí es mucho más probable que muera mal que si se queda en su residencia con una asistencia paliativa. Las personas con una demencia grave, dependientes para todo e incapaces de reconocer a sus seres queridos, están en situación terminal. Para ellas, ingresar en un hospital tampoco es la mejor opción. También hay personas mayores que padecen varias enfermedades incurables y que afrontan su final de vida de tal manera que el hospital no es una opción.
Hasta que llegó la COVID-19, para muchas residencias era habitual trasladar a urgencias a personas mayores muy deterioradas que no tenían opciones de mejorar, a veces a petición de sus familiares (hospitalocentrismo, de nuevo), pero también sin su consentimiento. De hecho, en algunos casos, a los familiares de una persona con demencia grave, les costaba que respetaran su voluntad de optar por un enfoque paliativo, en la propia residencia (sin sondas, ni tubos). Ahí está el caso de Guillermina del verano pasado, una mujer con demencia en estado terminal a la que una jueza obligó a poner una sonda nasogástrica, falleciendo unas semanas después, eso sí, con el tubo en la nariz. Un auténtico disparate. Este era el punto de partida pre-COVID-19, una situación en la que la obstinación terapéutica, fundamentalmente hospitalaria, era excesivamente frecuente.
Esta inercia hospitalocentrista, esa cultura de “un hospital en cada pueblo”, sin un criterio sensato sobre el papel del hospital, no como protagonista, sino como complemento de la atención primaria, para mejorar la salud comunitaria de la población, explica por qué la medida de evitar el traslado de personas con mal pronóstico al hospital, que generalmente debería ser considerada una buena praxis, ha escandalizado a la ciudadanía. O por qué el concepto de triaje era para muchos ciudadanos, inadmisible. “Todos a la UCI” es una idea absurda que muchos medios de comunicación jalearon con un fanatismo tecnológico que se asienta en una ignorancia supina. No se trata solo de que los recursos sean limitados. Se trata de que es una crueldad que algunos intensivistas comparan con la tortura, ingresar a una persona sin criterios de supervivencia. Con este totum revolutum, con algunos políticos tirándose de una forma indecente los muertos a la cara, es muy difícil explicar que lo mejor no tiene por qué ser ir al hospital.
Muchos lo han hecho. También ha habido profesionales en muchas residencias que se han dejado la piel. Los que ya eran resolutivos, los que antes no enviaban a la persona mayor al hospital en cuanto tuviera flemas, o no se dejaban presionar, se han encargado de tratar a sus pacientes con todos los medios que tenían a su alcance. Muchos salieron adelante y otros tuvieron una muerte digna, en contacto con sus familiares e incluso, en algún caso, con su compañía.
Uno de los efectos devastadores de la pandemia ha sido la ausencia de diálogo, la falta de respeto a derechos fundamentales como el derecho a la información, a la elección entre opciones clínicas, a morir dignamente, acompañado y al testamento vital. La ley de muerte digna de Madrid exige que todas las residencias de mayores promuevan el testamento vital, pudiendo firmarlo allí mismo, para su posterior registro telemático. Es un gran avance, pero ninguna residencia tiene ese servicio, porque la Comunidad de Madrid ha preferido ignorar e infantilizar a las personas mayores, que implementar una medida que consiste en acceder a un programa por internet (es decir, de coste cero). Si, tal y como DMD lleva pidiendo a la Consejería una y otra vez, muchas más personas que viven en residencias hubieran firmado su testamento vital, sabríamos que la mayoría no deseaba ser trasladada al hospital, sino recibir una asistencia en “su casa” y, en caso de mal pronóstico, aliviar su sufrimiento en el proceso de muerte. Además del suyo, el sufrimiento de sus familiares habría sido infinitamente menor, pero la Comunidad de Madrid nunca encontró tiempo para eso.
No se debía trasladar a todas las personas mayores de la residencia al hospital, pero no es admisible que se hiciera con una circular, desde una instancia administrativa. Había que explicarlo, reconocer la situación real, de crisis en los hospitales, que más o menos salvaron los sanitarios. Y dialogar con los afectados, con las personas mayores, muchas de ellas totalmente capaces de tomar sus decisiones, o con sus familias en caso de deterioro cognitivo. A las personas enfermas con COVID-19 que, según los profesionales que las atendían, “no estaban para morirse”, había que ofrecerles el traslado a un hospital o a un centro de media estancia, donde pudieran recibir la oxigenoterapia necesaria. A las personas mayores sin síntomas de COVID-19 y en buen estado, a un hotel medicalizado, clareando así las residencias y facilitando su manejo para prevenir más contagios.
La alternativa, en ningún caso, podía ser el abandono. El virus se extendió rápidamente por muchas residencias, donde una parte importante de los profesionales tuvieron que abandonar su puesto de trabajo por enfermedad. Atender a personas mayores, muchas de ellas dependientes, con una parte de la plantilla de baja, ya es una situación de crisis. Evitar el contagio de un virus altamente transmisible, sin medidas de protección, sin la ayuda de salud pública y sin los profesionales indispensables, es imposible. La medida, tan efectista como inútil, de enviar al ejército a fumigar residencias, no tenía sentido sin una continuidad, un plan para tratar a todas las personas que allí vivían. En lugar de eso, se cerró a cal y canto, cruzando los dedos para que no ocurriera la tragedia que finalmente ocurrió.
Respondiendo a las preguntas iniciales, probablemente algunas personas habrían sobrevivido si las hubieran atendido en el hospital, excepcionalmente en la UCI, o también en su residencia. Tanto en el hospital como en las residencias, murieron solas por razones epidemiológicas que deshumanizaron la muerte. Ante una presión enorme, se identificó aislamiento y soledad, cuando no son lo mismo. Siempre ha habido pacientes que morían aislados en los hospitales, pero jamás en una soledad impuesta como norma. La epidemiología casa muy mal con la heterogeneidad, pero la ausencia de una cultura de la muerte digna es la que ha permitido que miles de personas mueran sin compañía, o sea, mal. Lo que de seguro se podía haber evitado es mucho sufrimiento.
El reto era enormemente complejo, nadie tenía una varita mágica con soluciones, pero tampoco se escucharon todas las voces. Si queremos aprender para el futuro, debemos reconocer qué se hizo mal, que la Comunidad de Madrid estuvo ausente en su obligación de proteger a las personas mayores como debía. Tenemos que madurar como sociedad y enfrentarnos a la fragilidad y la muerte de otra manera para que nunca más se vean ignorados derechos fundamentales.