Cuentos chinos

Analista de la Fundación Alternativas y general de brigada retirado —
9 de agosto de 2022 22:13 h

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El viaje a Taiwán de la presidenta de la Cámara de Representantes de EEUU, Nancy Pelosi, que ha desatado la actual crisis en la zona, no ha sido inocente ni irreflexivo. Tampoco se ha hecho en contra de la Casa Blanca, ya que ha utilizado el avión del presidente, que es, además, de su mismo partido. Cabe deducir que tenía dos propósitos perfectamente estudiados: testar la intensidad de la reacción china, para evaluar sus intenciones, y disuadir al país asiático de apoyar directamente a Rusia en la guerra de Ucrania, mostrándole que ese apoyo podría tener consecuencias muy negativas para ella. Su éxito es más que dudoso. Por una parte, la República Popular China ha reaccionado de forma muy agresiva, con un enorme despliegue militar, mostrando su voluntad de impedir a toda costa la independencia de Taiwán. Por otra, es posible que esta provocación, en lugar de disuadir a Beijing, promueva un mayor acercamiento a Rusia en el marco del acuerdo de apoyo mutuo que los presidentes Xi Jinping y Vladimir Putin firmaron el 4 de febrero, que incluía el apoyo de Moscú a la reunificación de Taiwán y la República Popular.

Que Taiwán forma parte de China ofrece pocas dudas. Para empezar, el nombre oficial de lo que llamamos habitualmente Taiwán, es República de China. Este nombre apenas se usa ahora en occidente y en la propia isla, en una demostración más del uso político del lenguaje, ya que si se llama así resulta difícil sostener que es un país distinto. La República de China data de 1912 cuando cayó la monarquía, y fue dirigida por el partido nacionalista chino o Kuomintang (KMT) hasta 1949, cuando este partido —dirigido entonces por Chiang Kai-shek— fue derrotado en una larga guerra civil por el comunista Ejército Popular de Liberación de Mao Zedong. Ante la derrota, Chiang se refugió, con los dirigentes de su partido y parte de su ejército, en Taiwán, sosteniendo siempre ser el único gobierno legal y legítimo de China y sin renunciar nunca a recuperar todo el territorio continental, contra el que lanzó algunas operaciones esporádicas. Mientras tanto, Mao creó en el continente la República Popular China, reivindicando también todo el territorio, incluida Taiwán.

La República de China, también conocida como China nacionalista, fue fundadora de Naciones Unidas y miembro del Consejo de Seguridad hasta 1971, cuando el realismo político hizo que el régimen de Taipéi fuera sustituido a todos los efectos, y en todos los foros, por el de Beijing. Actualmente, Taiwán no es miembro de Naciones Unidas ni de ninguna organización internacional, y solo reconocen su existencia como estado trece pequeños países, que reciben ayudas económicas de Taipéi. No obstante, en la Constitución de Taiwán, sigue figurando todo el territorio continental como parte de la república. Es decir, no se trata de dos países, sino de dos gobiernos que reivindican el mismo país, incluyendo todo el territorio. Naturalmente, la diferencia de tamaño y poder entre ambos hace asimétrica esa reivindicación.

Con un fuerte apoyo económico de EEUU, Taiwán tuvo un espectacular desarrollo industrial en los años 60 y 70, especialmente tecnológico, antes del despegue de la China popular. La llegada de la democracia, aunque con importantes problemas de corrupción, el apoyo de Washington y otros gobiernos afines, y sobre todo la penetración de la cultura occidental, o asiático-occidental (Japón, Corea del Sur), han ido creando una cierta identidad propia que aleja la reunificación, a la que se opondría gran parte de la ciudadanía. La República de China vive así, en el archipiélago de Taiwán, una complicada situación, en la que la independencia es inalcanzable y la integración con el resto de China —que se percibe más bien como una amenaza—, es indeseable.

Aquí también, algunos —políticos y comunicadores— intentan vendernos el relato del bien contra el mal: la democrática Taiwán amenazada por la feroz dictadura de China, que intenta aplastarla. Pero, a los que tenemos edad y memoria —o una cierta curiosidad por la historia—, nos resulta difícil creer en esta motivación cuando sabemos que en los tiempos en los que la isla gozaba del mayor apoyo de EEUU y Europa, hasta el punto de que era reconocida como la única China oficial y representante de todo el país, la República de China era una dictadura de partido único en la que regía la ley marcial. Una dictadura que duró oficialmente hasta 1987, aunque no hubo elecciones presidenciales libres hasta 1996, lo que no impidió —como decimos— un apoyo incondicional por parte de occidente, que llegó a llamarla China “libre”, a pesar de su régimen dictatorial, por contraste con la China comunista. Como suele pasar, la dictadura, cuando está de nuestro lado, no es tan mala, como en el caso de Arabia Saudí. Pero si se da la circunstancia de que nuestro socio es más o menos democrático, lo aprovechamos al máximo en nuestro favor.

Lo que hay detrás —como siempre— no es amor a la libertad, sino intereses. Taiwán produce el 63% de los microprocesadores del mundo. Una sola empresa, Taiwan Semiconductor Manufacturing Company (TSMC) produce el 54%, y ha accedido ya a la tecnología de tres nanómetros, la más avanzada del mundo. La segunda, Samsung —coreana— produce el 17%. En la República Popular China se produce el 7%, en EEUU también el 7%. Si se uniesen la República de China y la República Popular, producirían entre los dos el 70% de los microchips del mundo, que son imprescindibles para la industria, desde la aeroespacial hasta los smartphones y los ordenadores, pasando por los automóviles y los electrodomésticos. También las armas, los misiles, los barcos. Nada se puede hacer sin ellos.

Aunque la invasión de Ucrania por Rusia, y sus consecuencias, han hecho volver coyunturalmente las miradas a Europa, lo cierto es que la tensión geopolítica más importante está, desde hace ya muchos años, en el área Asia-Pacífico, que ahora se llama Indo-Pacífico en un intento de implicar al gigante indio en la pugna con China. Ahí es donde se dilucida si, en las próximas décadas, el actual hegemón, EEUU, mantiene el título o lo pierde en favor del aspirante, China, su único rival estratégico. Esa batalla no se va a dar con armas, a pesar de las demostraciones de fuerza que vemos estos días. No entre países que tienen suficientes armas nucleares como para causar daños enormes a su oponente y también recibirlos. Con sus maniobras alrededor de la isla, China está lanzando el mensaje de que podría tomarla por la fuerza si fuera necesario, si le obligaran a ello, por ejemplo, si Taiwán declarara la independencia. Pero es muy improbable que lo haga, ni que nadie le vaya a forzar a hacerlo.

Beijing no tiene prisa, lleva 70 años ejercitando la “paciencia estratégica”, esperando la reunificación, y cree que antes o después llegará, sin que sea necesaria una invasión que podría ser muy peligrosa y destructiva. Con su demostración actual solo quiere advertir que no va a tolerar ninguna maniobra que intente crear artificialmente un nuevo país independiente en Taiwán por conveniencias exteriores.

La competición entre los dos gigantes del Pacífico se va a dar en el campo comercial, industrial y tecnológico, y ambos necesitan aliados para ganarla

La competición entre los dos gigantes del Pacífico se va a dar en el campo comercial, industrial y tecnológico, y ambos necesitan aliados para ganarla. Por eso, EEUU ha conseguido que, en el reciente Concepto Estratégico de la OTAN, aprobado en Madrid, se afirme que “las ambiciones y políticas coercitivas de China desafían nuestros intereses, seguridad y valores. EEUU quiere —y consigue— involucrar en esta pugna a la OTAN, cuyo ámbito de actuación es el Atlántico norte, según su tratado fundacional. Es decir, pone de su lado a Europa —que no tiene ningún problema con China—, además de sus aliados asiáticos, para frenar el ascenso de su oponente, porque sin aliados perdería la competición. Esa es la verdadera razón de que estén intentando por todos los medios, incluidas presiones políticas, que Europa no acepte la tecnología china 5G y de Inteligencia Artificial, más avanzada que la estadounidense. Las razones que se alegan de proteger la seguridad de los datos parecen débiles cuando hemos sabido por filtraciones —WikiLeaks— hasta qué punto nuestros datos carecen de seguridad y están siendo utilizados por agencias occidentales de inteligencia sin nuestro consentimiento.

En esta pugna, el control de Taiwán por parte de China sería un golpe definitivo que decantaría la balanza, y por eso Washington trata de mantener el statu quo, o —al menos— retrasar la reunificación todo el tiempo posible. Beijing, con una superioridad tecnológica evidente, y un poder comercial creciente, con el apoyo de buena parte del sur global en el que ha hecho importantes inversiones sin intervenir políticamente, y probablemente ahora con la ayuda incondicional de Rusia, tiene todas las bazas para ganar. Excepto —por ahora— la militar, que no pretende emplear sino para asegurar su integridad territorial y sus rutas de suministro, es decir, sin ningún afán expansionista China no está en contra de la libertad de navegación, solo quiere controlar su entorno próximo y la ruta que lleva al estrecho de Malaca, que es vital para sus intereses, del mismo modo que EEUU controla el Atlántico norte y el canal de Panamá. Probablemente Washington tenga que llegar a algún acuerdo en este asunto, así como en las relaciones entre Beijing y Taipéi ¿O va a embarcarse EEUU en una guerra —que puede ser nuclear— contra una potencia que no le amenaza directamente y que propone una competencia económica pacífica si se respetan sus intereses esenciales?

En todo caso, el problema que tiene la República Popular China con la República de China, no está en EEUU —aunque Washington puede dificultar que se resuelva—, es de carácter político. Beijing habría podido desarrollar el consenso de 1992, por el que ambas partes reconocían la existencia de una sola China, y —sobre todo— aprovechar la época (2008- 2016) en que Taiwán estuvo presidida por Ma Jing Jeou, del KMT, que no era contrario a la reunificación, para ofrecer un acuerdo que garantizase la autonomía política de la isla bajo la soberanía de la República Popular. En ese momento tal vez hubo una posibilidad de arreglo. El problema es que la propuesta de “un país, dos sistemas”, que esgrime la República Popular ya no es creíble. Si hubiera cumplido la que ofreció a Hong Kong en 1997, tal vez las autoridades de Taipéi se lo habrían pensado o estarían más abiertas al diálogo. Pero el intervencionismo chino en la “región administrativa especial ”de Hong Kong —y de Macao— que prácticamente han terminado con la separación de poderes y sometiendo la democracia, que aún existe formalmente en los enclaves, a las directrices políticas del partido comunista chino, es muy mal ejemplo para los taiwaneses, que no quieren renunciar a su modo de vida, ni se fían de las promesas de Beijing.

La China Popular ha conseguido sacar de la pobreza a cien millones de personas, alcanzando así su objetivo de erradicar del país la pobreza extrema. Pero ha sido a costa de permitir un capitalismo salvaje que ha producido una desigualdad enorme, mayor que en cualquier otro estado capitalista. Cuarenta millones de millonarios conviven con cientos de millones que tienen rentas de dos euros al día, con unas prestaciones sociales muy deficientes. Zonas Económicas Especiales y grandes ciudades con edificios espectaculares e instalaciones ultramodernas conviven con áreas rurales cuyas condiciones difieren poco de las de la edad media. Y todo ello sujeto a una implacable represión política y a un control exhaustivo de la población por parte de un partido único, que de comunista solo tiene el nombre. Un país así no puede ser atractivo para los taiwaneses, ni para nadie. Si Beijing quiere reunificarse con Taiwán, tendrá que mejorar mucho su oferta y su imagen o someter a la isla a una presión militar y económica tal, que le obligue a aceptar sus condiciones, aunque esto último será muy difícil de conseguir mientras Taipéi disponga del apoyo occidental.

Por su parte, EEUU y sus aliados harían muy bien en no echar más leña al fuego. Provocar al gigante chino, ponerle en la tesitura de tomar una decisión violenta, no parece buena idea.

Se pueden hacer muchas cosas en favor de la distensión y de la concordia. Y también al contrario, que parece que es lo que se pretende hacer. Este planeta tiene ya muchos problemas y tal vez podamos enfrentarlos colaborando pacíficamente entre todos, en lugar de tratar de anular o perjudicar al adversario. Es necesario que volvamos a hacer un llamamiento, antiguo y moderno, a los que tienen el poder: dad una oportunidad a la paz.