En el permanente y cansino cruce de reproches por la falta de renovación del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) resuena el eco de un debate acontecido en la década de los ochenta y de dos de sus protagonistas: Juan Mari Bandrés, histórico abogado antifranquista y diputado de Euskadiko Ezkerra, y Ángel Latorre, reconocido jurista y magistrado del Tribunal Constitucional (TC) por aquel entonces.
Al primero debemos la idea de que la elección de los veinte miembros del CGPJ, dadas sus funciones (recordemos que, entre otras cosas, designan a dos de los doce magistrados del Tribunal Constitucional), no podía quedar en manos del gremialismo de las asociaciones judiciales, donde el sector conservador estaba –y sigue estando– claramente sobre representado. Según su propuesta, tal y como la defendió en el Congreso de los Diputados en lo que terminó conociéndose como la “enmienda Bandrés”, tales miembros debían ser designados “por el pueblo, en su totalidad”.
Las razones esgrimidas por el diputado donostiarra no estaban carentes de fundamento: la primera versión de la Ley Orgánica del Poder Judicial (LOPJ) aprobada en 1980 establecía que doce de los veinte miembros del órgano fueran escogidos por los propios jueces. Durante la vigencia de ese primer sistema de elección, la Asociación Profesional de la Magistratura, en aquel momento la única existente, consiguió copar las doce vocalías y ningunear a la corriente progresista.
Se trata del modelo que hoy la derecha española exige recuperar, planteándolo como la opción despolitizada (el manido “los jueces deben escoger a los jueces”) y presentándolo como moneda de cambio para levantar el bloqueo de una renovación pendiente desde hace más de media década. Como ha sucedido recientemente, durante esos primeros años el CGPJ no tuvo problemas en ir más allá de sus funciones y se autoconcibió como el vértice de un poder independiente. Tanto es así que en su Memoria de 1982 llegó a afirmar que “la Constitución hace inhábil al Ejecutivo para formular y conducir la política judicial”.
La reacción del Gobierno de Felipe González no se hizo rogar: en septiembre de 1984 el Gobierno presentó un proyecto de ley en el Congreso de los Diputados para reformar la LOPJ que supuso un ajuste de cuentas con el CGPJ, reduciendo sus funciones (por ejemplo, la capacidad de dictar reglamentos en materia judicial, que en buena medida quedó bajo control del Gobierno), cuyo éxito tenía garantizado a través de la mayoría absoluta del PSOE. No obstante, para sorpresa de todos, en el proyecto que se presentó no se decía nada sustancial sobre el mecanismo de elección de sus miembros.
Fue el diputado Bandrés quien, durante la tramitación de la reforma, advirtió que el art. 122.3 de la Constitución se limitaba a establecer que doce de los veinte miembros del CGPJ fueran jueces, pero no quién debía escogerlos, y así fue como propuso cortar el problema de raíz: una de sus enmiendas proponía que fuese una mayoría cualificada del Congreso de los Diputados y el Senado la que designara los doce jueces que preveía el texto constitucional. De esta forma, todos pasaban a ser designados por las Cortes Generales. La reforma salió adelante entre fuertes acusaciones de intentar politizar la justicia y fue objeto de un recurso de inconstitucionalidad promovido por el Partido Popular que culminó en la STC 108/1986.
Y aquí es donde aparece Ángel Latorre, el magistrado del Tribunal Constitucional que redactó la sentencia. Latorre, como el resto de miembros de aquel Tribunal, procedía del mundo académico y no de la carrera judicial, una tendencia que se invirtió a partir de los años noventa. En la actualidad, nueve de los doce miembros proceden de los estamentos más altos de la magistratura.
Pues bien, allí se aclararon algunas de las cuestiones problemáticas que, pese a ello, siguen usando determinados representantes políticos y judiciales para enturbiar el debate. En primer lugar, el CGPJ no representa al poder judicial. Su razón de ser fue atenuar la histórica dependencia entre la justicia y el poder ejecutivo, haciendo colgar el gobierno de los jueces de otro lugar distinto para preservarlo de injerencias indeseadas. Pero una cosa es que su composición fije una cuota de jueces para reflejar su pluralidad y otra muy distinta es que represente a uno de los tres poderes del estado.
En segundo lugar, la independencia judicial no puede confundirse con una facultad de “autogobernarse” como colectivo. Pese a los deseos de determinados sectores, la Constitución quiso evitar que el poder judicial se aislara en sí mismo e introdujo miembros procedentes de otras profesiones jurídicas en el gobierno de los jueces. En efecto, el CGPJ desempeña unas funciones “cuya asunción por el Gobierno podría enturbiar la imagen de la independencia judicial”, pero esa independencia es de cada juez y de su única sujeción a la ley.
La enmienda Bandrés, base del modelo vigente, fue declarada así constitucional. No obstante, el magistrado Ángel Latorre hizo una advertencia que poco después se convirtió en presagio: dejar en manos de las Cortes Generales la elección de todos los vocales, incluso si se exigían mayorías reforzadas, debía ir acompañado de un enorme ejercicio de responsabilidad de los partidos, dejando a un lado “criterios de reparto de cuotas admisibles en otros terrenos, pero no en este”.
En un artículo titulado 'Yo tuve la culpa', publicado en El País en 1990, el propio Bandrés se lamentaba del “inadmisible reparto de puestos y mercadeo de compromisos” tanto de los que votaron a favor como de los que votaron en contra de su enmienda, confirmando el vaticinio del magistrado, que tan amenazante consideraba la degradación partitocrática como la impermeabilidad de las asociaciones judiciales.
Posteriores reformas promovidas por los gobiernos del Partido Popular (2001 y 2013) no cambiaron el método de elección, pero introdujeron algunos cambios cosméticos que, se decía, permitirían un mejor equilibro entre los jueces afiliados a asociaciones y los no afiliados y una mayor representación de todos los estamentos judiciales. Desde luego, no fue así. Debe tenerse en cuenta que casi la mitad de jueces de nuestro país no pertenece a ninguna asociación y que la alta magistratura sigue teniendo un peso unánime en el órgano.
Llegados a este punto, parece claro que la razón del fracaso de ambos modelos no es tanto el sistema de elección, sino una cultura política de baja calidad democrática que rehúye el básico concepto de autolimitación del poder e impide que otras instituciones del estado desempeñen su función constitucional con garantías, independencia y dignidad. Si se quiere evitar un nuevo fracaso, no bastará con volver al sistema reivindicado por la derecha, cuyo injustificable bloqueo sin precedentes (o modificas el sistema o bloqueo la renovación) impide presagiar nada bueno.
Pero la superación del bloqueo no debería pasar por rebajar las mayorías parlamentarias necesarias sino por otras propuestas que permitan avanzar hacia una mayor normalidad democrática. Una opción podría pasar por dar cabida, de nuevo, a un mecanismo de elección por los propios jueces, aunque se limitara a una parte de los vocales que deben provenir de la carrera judicial (por ejemplo, ocho de los doce). Además, debería asegurase la proporcionalidad territorial y una mayor pluralidad de todos los estamentos judiciales. Con idénticas prevenciones, otra opción podría pasar por la elección de los doce representantes de la judicatura por el propio estamento judicial, reservando al Congreso de los Diputados un derecho de veto con mayoría absoluta de los votos, a partir de propuestas de renovación en bloques de cuatro.
La necesidad de abrir un debate de modo urgente es ya a estas alturas un deber colectivo. No hacerlo implicará perder otra oportunidad para tratar de mejorar la maltrecha cultura democrática de nuestro país y abrirá un poco más la puerta a los sombríos escenarios institucionales que comienzan a ganar visibilidad y adeptos.