Cuando yo era niño en los años 70, los tebeos que leíamos retrataban el mundo con una simplicidad que hoy resulta casi ingenua. Los personajes de bajos recursos aparecían delgados, mientras que los ricos se dibujaban con cuerpos orondos, símbolo de abundancia.
Hoy, esta realidad ha dado un giro irónico: son las clases menos favorecidas las que sufren de obesidad, mientras que una dieta equilibrada y saludable se ha convertido en un símbolo de alto poder adquisitivo.
En las últimas décadas, hemos sido testigos de una transformación alarmante en los hábitos alimentarios, impulsada por la proliferación de productos ultraprocesados, llenos de azúcares, grasas y aditivos. Estos alimentos, diseñados para ser irresistibles y accesibles, han invadido nuestras mesas, y lo que es peor, la de nuestros niños, en un contexto de educación nutricional deficiente y escasa regulación.
Según la Organización Mundial de la Salud (OMS), el 23% de los niños en España sufren de sobrepeso, y un 17% padece obesidad. Estas cifras reflejan una epidemia que afecta también a la población adulta, donde un 34,3% de personas de 18 y más años tenía sobrepeso y un 14,1% obesidad en 2022, según la Encuesta de condiciones de vida del INE. Esta epidemia conlleva graves riesgos, ya que la obesidad está asociada a enfermedades como el cáncer y los problemas cardiovasculares.
Fuera de Europa, muchos países han adoptado en los últimos años audaces medidas. Chile y Perú promulgaron leyes para obligar al etiquetado frontal y altamente visible en el caso de los productos con altos niveles de calorías, azúcares, grasas saturadas o sodio. Filipinas y México aplicaron impuestos a las bebidas azucaradas. Por su parte, Uruguay prohibió la venta de alimentos ultraprocesados en las escuelas, y Japón ha establecido la educación alimentaria para enseñar, desde una edad temprana, la importancia de una dieta equilibrada, la cocina tradicional y la relación entre los alimentos, la salud y la cultura.
Europa, en cambio, parece estar rezagada. Aunque la Unión Europea ha mostrado intenciones de avanzar en la regulación alimentaria y algunos países aplican el Nutriscore, los esfuerzos han sido insuficientes y, en muchos casos, diluidos por la influencia de intereses corporativos que prefieren mantener a los consumidores en la oscuridad sobre lo que realmente contienen los productos que compran. En este contexto, la publicidad, a veces engañosa, sigue vendiéndonos productos con promesas de salud que no cumplen.
El derecho a la alimentación, tal como lo define el artículo 11 del Pacto Internacional sobre los Derechos Económicos, Sociales y Culturales, no se limita a tener acceso a comida; implica también que ésta sea sana, nutritiva, diversa y culturalmente apropiada. Sin embargo, en muchas partes de Europa, este derecho se está viendo comprometido por un mercado alimentario que antepone el beneficio económico a la salud pública.
Según el Estado mundial de la agricultura y la alimentación de FAO en 2023, los costes de enfermedades no transmisibles como consecuencia de los hábitos alimentarios en la salud en Europa eran de 114.800 millones de euros al año. Esto supone el 26% del total de costes que los sistemas alimentarios implican para el medio ambiente, la salud y el entorno social. En España, las enfermedades relacionadas con la obesidad generan un gasto de aproximadamente 5.000 millones de euros anuales en el sistema sanitario, sin contar las pérdidas en productividad y los impactos en la calidad de vida.
A pesar de este sombrío panorama, en España están surgiendo movimientos que ofrecen un rayo de esperanza. Iniciativas ciudadanas como la agricultura de proximidad, los mercados ecológicos y el consumo consciente están ganando fuerza. Estos movimientos no solo promueven una alimentación más saludable, sino que también defienden un modelo de producción sostenible y ético que respete tanto al medio ambiente como a las personas.
Es fundamental que la política alimentaria no esté secuestrada por intereses corporativos que dañan a la población. Las administraciones públicas tienen la responsabilidad de proteger el derecho a una alimentación adecuada, lo que incluye medidas como un etiquetado claro y transparente, restricciones a la publicidad de alimentos poco saludables y la promoción de una educación nutricional efectiva desde la infancia.
No podemos permitir que nuestra salud y la de las futuras generaciones esté en manos de quienes priorizan el lucro sobre el bienestar colectivo. Es hora de que España, y Europa en general, tomen nota de los ejemplos exitosos en otras regiones y se comprometan a proteger la salud de sus ciudadanos con la seriedad que la situación exige. Solo así podremos aspirar a que una dieta equilibrada sea un derecho y no un privilegio, y en que la salud de todos esté en el centro de nuestras políticas públicas.