A menudo se afirma que la economía estadounidense es un modelo a seguir por la “vieja y desnortada” Europa.
Ya antes del estallido de la crisis este era un mantra muy utilizado en los círculos académicos, mediáticos y políticos. Lejos de evaluar las ventajas e inconvenientes de las economías situadas a ambos lados del Atlántico, quienes argumentaban en estos términos pretendían justificar la necesidad de implementar en Europa las políticas neoliberales que en su opinión tan buenos resultados daban en Estados Unidos; muy especialmente las que apuntaban al mercado de trabajo, exigiendo su desregulación (flexibilización, utilizando un eufemismo muy recurrente).
El crack financiero, cuyo epicentro fue precisamente Wall Street, fue un duro golpe para este relato, alimentado en el paradigma de “todo mercado”. No obstante, cuando estamos a punto de cerrar una década de crisis económica –o, en el mejor de los casos, de lenta e inestable recuperación–, el icono estadounidense reaparece con fuerza. Este país, con un “mix” de políticas económicas acertado, estaría mostrando el camino de salida de la crisis.
Entre 2010 y 2016 el crecimiento del producto interior bruto (PIB) real en promedio superó el 2% en Estados Unidos, mientras que el registro de la Unión Europea (UE) fue del 1,3% y el de la Unión Económica y Monetaria (UEM) apenas alcanzó el 1%. Pero donde los contrastes parecen más rotundos es en los datos de empleo y desempleo, donde los logros estadounidenses resultarían incontestables.
El 2016 el nivel de empleo en la UE era un 2,1% superior al de 2010, en tanto que en la zona euro era poco más del 1%. Frente a tan magro y decepcionante balance, en Estados Unidos la ocupación había aumentado en ese mismo periodo en un 8,1%. En cuanto a las tasas desempleo, continuaban siendo relativamente elevadas en Europa, del 8,7% en la UE y del 10,2% en la UEM, respectivamente. Encontramos registros mucho mejores en la economía estadounidense, donde la tasa de desempleo se habría reducido a la mitad entre 2010 y 2016, pasando desde el 9,3% hasta el 4,9%.
¿Estamos ante una historia de éxito? ¿Simboliza Estados Unidos el modelo a seguir? Contestar ambas preguntas exigiría un análisis minucioso de las políticas seguidas en este país y de los resultados obtenidos por las mismas. Sin pretender entrar en ese debate, que desborda con mucho el objetivo de estas líneas, hay que tener presente un axioma básico, que tanto los economistas como los políticos olvidan o ignoran con demasiada frecuencia: la economía está al servicio de las personas. La mejora de las condiciones de vida de la mayor parte de la población, especialmente de los más desfavorecidos, tiene que ser el inexcusable objetivo de una “buena” política económica; si esta beneficia a las élites y a los poderosos, habrá fracasado.
Los registros sobre crecimiento económico y empleo son, desde esta perspectiva, a todas luces insuficientes. ¿Cómo se reparten las ganancias de ese crecimiento? ¿Qué calidad tiene ese empleo? Es en este tipo de preguntas, que el discurso dominante simplemente ni siquiera formula, donde hay que poner el foco para valorar el curso de la economía. Y es en esos ámbitos donde encontramos en Estados Unidos (y en Europa) una respuesta y una gestión de la crisis económica que favorece a los poderosos (los que están precisamente en el origen de la crisis), perjudicando a la mayoría social.
En Estados Unidos, antes y durante la crisis, ha aumentado con fuerza la desigualdad. De hecho, es una de las economías más inequitativas del planeta, muy por delante de las europeas. Así lo pone de manifiesto el índice de Gini, ratio que ofrece una horquilla de valores comprendidos entre 0 y 100 (los más cercanos a esta cifra son los más desiguales). Según la información proporcionada por el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), en los años 2010-2015 el registro de la economía estadounidense era de 41,1. Compárese esta cifra con la de nuestra economía, un 35,9, donde la desigualdad también ha experimentado una marcada tendencia alcista.
Otro de los indicadores habitualmente utilizados en los estudios de economía es la proporción entre los ingresos percibidos por el 20% de la población más pobre y más rica. También en este caso, Estados Unidos lidera el ranking de la desigualdad, con un valor del 9,1 (7,3 en España) en los años 2010-2015 (PNUD).
Pero quizá donde la fractura social emerge con mayor contundencia es cuando se repara en la posición de los muy ricos. El Credit Suisse a través del Global Wealth Databook ofrece información sobre la concentración de la riqueza (donde, por cierto, el índice de Gini es sustancialmente superior al del ingreso). Pues bien, con datos de 2016, en Estados Unidos el 1% de la población atesora el 42,1% de la riqueza total, el 5% disponía del 66,5% y el 10% del 77,6%. En España, donde, como antes hemos indicado, la fractura social ha avanzado con rapidez, convirtiéndonos en uno de los países más desiguales de la UE, los valores son, en cada uno de esos segmentos poblacionales, del 27,4%, 45,4% y 56,2%.
El contrapunto de esta situación se encuentra en la tendencia secular al estancamiento de los salarios (no los de las élites empresariales, que han crecido en la fase de auge económico y se han mantenido en niveles muy elevados durante los años de crisis). Entre 2010 y 2016 el salario promedio por hora trabajada apenas ha aumentado, pasando de 22,98 a 23,99 dólares. Un aumento acumulado del 4,4% en términos nominales, lo que, teniendo en cuenta que la progresión de los precios ha superado el 10%, ha supuesto una notable pérdida de capacidad adquisitiva.
Mientras que, como se ha dicho, los ejecutivos de las grandes corporaciones continúan recibiendo remuneraciones astronómicas –que nada tienen que ver con su contribución a la productividad de las firmas que dirigen, sino con las posiciones de poder que disfrutan– la presión sobre los salarios más bajos ha sido enorme. El porcentaje de los trabajadores cuyos ingresos son iguales o inferiores al salario a tiempo completo necesario para sostener a una familia de cuatro miembros con dos hijos estaba situado en 2016 en el 23,7%, ratio que ha experimentado una ligera mejora desde 2010 (25,9%) (Economic Policy Institute’s State of Working America Data Library, EPI).
En lo que concierne al salario mínimo federal, se ha mantenido invariable entre 2010 y 2016, situándose en 7,25 dólares, con la consiguiente pérdida de capacidad adquisitiva. Como porcentaje del salario medio de los trabajadores de producción y no supervisores, la regresión ha sido muy acusada, pasando del 38,1% al 33,6%.
Todo lo anterior, la generalización de los bajos salarios y la mala calidad de los puestos de trabajo creados, invita a relativizar el “favorable” comportamiento del desempleo. Téngase en cuenta, además, que la tasa de participación de la fuerza de trabajo –el porcentaje de la población que trabaja o está desempleada como porcentaje de la población en edad de trabajar– se ha reducido; en enero de 2010 era del 62,8% y en diciembre de 2016 del 62,8. Una parte de la población activa que ha pasado a la inactividad engrosaría las filas del desempleo.
Finalmente, conviene reparar en el indicador de infra empleo, también ofrecido por el EPI. Además de los desempleados en sentido estricto se contabiliza el trabajo a tiempo parcial involuntario y los trabajadores que han estado disponibles para trabajar en el último año, pero que han dejado de buscar un trabajo en las últimas cuatro semanas. El infra empleo habría alcanzado en enero de 2010 el 16,5% de la población activa y en diciembre de 2016 todavía afectaría al 9,6%, más del doble de la tasa oficial de desempleo.
¿Es Estados Unidos un espejo donde mirarnos? En absoluto. Lejos de ser un fenómeno pasajero que se resuelve con el crecimiento, tanto allí como en Europa la desigualdad avanza y se enquista en nuestras economías. No sólo como consecuencia de la crisis, sino sobre todo como resultado del triunfo de un capitalismo crecientemente extractivo, al servicio de los intereses de las élites políticas y económicas, donde los puentes institucionales y los consensos que hacían posible las políticas redistributivas han saltado por los aires.