Sin duda, este ha sido un verano atípico para el turismo. A las limitaciones y condicionantes establecidos con el objetivo de frenar la expansión del coronavirus por parte de las autoridades, ha habido que sumar los efectos del Brexit, la inestabilidad política y social de determinados destinos turísticos del Norte de África y Asia, etc. Esto ha hecho que, en el caso de aquellas zonas del conjunto del Estado que, de forma tradicional, recibían principalmente turismo extranjero, estas se hayan visto copadas por visitantes locales o por nacionales de determinados países cuya presencia, hasta ahora, solía parecer anecdótica o exótica. En el caso de destinos que parecían estar viviendo una etapa de aletargamiento, como Menorca, la presencia sostenida de turistas franceses o la inauguración de la galería de arte Hauser & Wirth en la Illa del Rei, ya relatada en el presente diario, han desatado cierta euforia y esperanzas por lo que se ha venido en denominar “turismo de calidad”.
Entre las características de lo que hemos venido en denominar posmodernidad se encuentra la disolución de las estructuras tradicionales que daban sentido a la vida social, el relativismo extremo o la resignificación de conceptos largamente asentados. Es en este último caso en el que podríamos encontrar precisamente lo que se ha venido en llamar “turismo de calidad”. La completa separación del habitual significante y significado “calidad” ha permitido la transformación radical de este último, así como su puesta al servicio de las élites productivas y políticas, de forma que dicho tipo de turismo se aparece no solo como algo aceptable, sino incluso deseable. Así que, hoy en día, es imposible afrontar una temporada estival sin escuchar expresiones como, “hay que cambiar el modelo turístico por uno de calidad” o “necesitamos apostar por el turismo de calidad”, en referencia siempre a que el actual modelo o los actuales turistas no cuentan con la calidad suficiente como para ser aceptables o deseables.
El concepto calidad hace referencia al conjunto de propiedades de algo, de forma que ese algo tendrá “calidad” en cuanto que es posible encontrar en él los constituyentes que le dan sentido y forma. Por ejemplo, el pan está compuesto principalmente harina de cereal, agua y sal. Si alguno de estos componentes no se encuentra en la cantidad adecuada o, directamente, falta, es entonces que podríamos decir que no es un pan de calidad. En relación con el turismo, según la Organización Mundial del Turismo, es aquella actividad desarrollada “por una persona que viaja a un destino principal distinto a su entorno habitual, por una duración inferior a un año, con cualquier finalidad principal (ocio, negocios u otro motivo personal) que no sea la de ser empleado por una entidad residente en el país o lugar visitado”. De esta forma, el “turismo de calidad” sería aquel en el que una persona, o un grupo de ellas, lleva a cabo precisamente esa actividad y no otra: se encuentra fuera de su destino habitual, está menos de un año y no trabaja. Cualquier incumplimiento de estas premisas lo situaría fuera de lo que podríamos denominar “calidad”.
Es verdad que podríamos tildar la definición anterior como poco flexible o, incluso, anticuada, pero es la que se usa normalmente para calificar al turismo y la que se enseña en las escuelas del ramo, y eso tiene que significar algo. Sin embargo, la sociedad occidental contemporánea, sumergida como se encuentra dentro de la vorágine de los valores y mecanismos de la posmodernidad, le ha dado la vuelta a tal concepto. Hoy en día, el turismo de calidad no es aquel que se mantiene fiel a sus principios constituyentes, sino el que gasta cantidades importantes de dinero en su destino y, además, mantiene un comportamiento que podríamos llamar cívico, es decir, adecuado a lo esperable en una persona de una clase social con determinada capacidad de consumo.
Tal y como se puede intuir, entre las características de la posmodernidad también encontramos la capacidad otorgada al lenguaje para construir la realidad. La mera creación y mención sostenidas de determinadas expresiones parecen poder materializar determinados procesos sociales y materiales. De este modo, cuando se dice “hay que cambiar el modelo turístico por uno de calidad” o “necesitamos apostar por el turismo de calidad” se espera que, de forma consistente, este hecho no solo se aparezca como posible y deseable, sino también fácilmente alcanzable. No obstante, como ocurre con otra gran cantidad de cosas, la voluntad y el uso creativo del lenguaje no es suficiente para esto. Es necesario poner en marcha toda una batería de medidas y políticas que permitan conseguir el objetivo planteado. Y es ahí donde comienzan a aparecer las limitaciones.
Conseguir que un destino atraiga turismo de calidad no es sencillo, aunque existen unas premisas básicas: crear equipamientos e infraestructuras hoteleras adecuadas a este tipo de visitantes (Hoteles de 5* y Lujo), contar con facilidad de acceso y alta conectividad (aeropuertos, autopistas), dotar al destino de actividades y establecimientos de interés para este tipo de turistas (restaurantes exclusivos), etc. Sin embargo, por mucho que este tipo de oferta puede ser inducida o, incluso, creada desde el sector público, al final es el sector privado el que tiene que acudir, mediante inversiones, y hacer tangibles tales premisas. Ahora bien, que un determinado destino, como el caso de Menorca, apueste por el turismo de calidad mediante el desarrollo de este tipo de elementos, no quiere decir que el turismo de masas que venía ocupando su lugar vaya a desaparecer. Es más, incluso puede verse incrementado, ya que una mayor conectividad y una mejora de las infraestructuras puede facilitar la llegada de empresas que las aprovechen (compañías aéreas low cost, agencias, turoperadores, etc.) y, además, el mero espectáculo del lujo y la sofisticación puede acabar actuando como atractivo recurso. Si complicado es estimular las inversiones que permitan atraer turistas de alta capacidad adquisitiva (en competición siempre con otros territorios), más aún lo es limitar la oferta del turismo previamente existente o impedir que el turismo de masas aproveche las ventajas establecidas. Al final, uno suele sumarse al otro, de tal forma que, aunque en un inicio ambos puedan coexistir, con la consiguiente masificación, con el paso del tiempo sólo uno puede sobrevivir, aquel con mayor capacidad de atracción y número, el turismo de masas.
Por otro lado, tampoco está muy claro que ese turismo de calidad se comporte verdaderamente de forma cívica y adecuada a su clase social. En el caso de Menorca, con una población volcada en el trabajo turístico, basta con poner atención para escuchar historias de cómo, dentro de los hoteles de más alta categoría o en las casas de mayor lujo, es posible encontrar especies protegidas o restos arqueológicos robados usados como adornos y centros de mesa, además de un uso inadecuado de yates y barcas que, anclados en zonas no permitidas, arramplan con las praderas de posidonias o se agolpan e, incluso, atascan, en ciertas rutas marinas. Eso por no hablar de que las propias características del turismo, que como actividad económica es uno de los sectores con menor capacidad redistributiva, le hacen generar empleos mal pagados, temporales y con escasa capacidad de incidencia en otros sectores de mayor valor añadido, como el tecnológico o el industrial.
En definitiva, el denominado turismo de calidad no es ninguna panacea actuando, en la actualidad, como simple recurso narrativo en boca de políticos y empresarios. La mejor política turística es aquella destinada a reducir, en la medida de lo posible, la turistificación de áreas completas de territorios naturales, pueblos y ciudades, y la promoción de la diversificación productiva (en los países más desarrollados del Norte de Europa el turismo no alcanza el 3% del PIB), mientras que se promueve el respeto a los derechos laborales de los trabajadores y trabajadoras del sector y se vigila que su desarrollo no acabe por tener un coste medioambiental insostenible.