La sucesión de campos secos se agita desde las ventanillas del coche, despidiendo la tensión y la impaciencia alojada en nuestra casa, en nuestra ciudad, en nuestros cuerpos. Cruzamos en línea recta hasta Portugal con el reluciente y mágico kit de tiritas de ovulación bajo el brazo y un saquito de cenizas en la maleta. Mi madre nos ha propuesto a los tres hermanos que esparzamos las cenizas de mi padre por rincones del mundo que a él le gustaron o le hubiera gustado conocer. Ha confeccionado pequeños sacos con tela de arpillera, a veces áspera pero siempre confiable, como ella misma.
Llegamos a Lisboa con la devoción de los creyentes; tenemos ganas de relajarnos y de dejar el tic de contar días con las manos. Aun así, todo parece irse de vacaciones menos nuestra ansiedad y nuestro deseo. En la primera semana, casi todas nuestras conversaciones giran alrededor del tema y las cien variaciones sobre su posibilidad y su imposibilidad. A partir del octavo día nos proponemos jugar a lo que de verdad somos, una pareja reciente en su primer viaje de vacaciones de verano. Sí, vacaciones, uno de los fetiches de la pareja burguesa –la modalidad social más aceptada cuando decidimos montar una familia– y de la búsqueda de embarazo.
Al final, casi conseguimos apartarnos del tema y estirar la estancia hasta los quince días. Como casi todos los seres humanos estresados del mundo, en Portugal logramos bajar y bajar y bajar hacia una línea mucho más agradable del vivir. Sintra, Setúbal, Estoril, Cascais. Y en la casita en la Baixa que nos ha prestado una amiga de Leila, el mismo día que el gatito nos ha chivado por el móvil que estamos en “El día D”, consigo sacar las dos rayitas de ovulación en una de las tiritas mágicas. Con dos copas de vinho verde en el cuerpo, lo hacemos durante un par de días como conejos, como en aquella canción de los Magnetic Fields:
“Let’s pretend we’re bunny rabbits until we pass away...”.
Al volver a casa, en Madrid, la aplicación de la tablet nos recibe con otra alerta: efectivamente, hemos pasado el inicio de la fase ovulatoria en plena temporada alta de sexo fértil. Acto seguido aprendemos, vía internet –ese delirante vademécum abierto de par en par–, que gracias a la asombrosa capacidad del moco cervical para mantener vivos a los espermatozoides entre tres y cinco días, puede haberse dado el caso de que, justo cuando la ovulación se haya producido, unos cuantos millones de espermatozoides hayan estado ahí, haciéndole la ola al óvulo ganador, saludando al huevo abanderado del desfile de las olimpiadas de la fertilidad.
Antes de aterrizar en el abismo de ansiedad relacionado con la parte the final countdown del ciclo y mi búsqueda de síntomas, recibo una llamada de Marina.
Extraño, Marina es de las que jamás llaman. Su voz parece menos firme, titubea.
— Marina, ¿estás bien?
Me pide que la acompañe, en medio de este Madrid desierto de amigas, a hacerse “la transfe”. Ha decidido tirar para delante sola.
Así me lo dice, sin más información: “La transfe”. No sé si es un código para despistar a Max, su compañero, o es el nombre técnico en la jerga de la RA (reproducción asistida).
Acepto, claro. Me muero por visitar el Templo de la Fertilidad.
Una hora más tarde veo a Marina esperándome al final del andén de la estación de Cercanías de Aravaca. Su cuerpo menudo, que por cierto está más relleno, espléndido, la media melena oscura y brillante: nadie diría que tiene la edad que tiene; la fórmula del reloj biológico de Preciado daría un muy buen resultado para Marina.
Pero también noto una vulnerabilidad nueva en su estampa. Tengo unas súbitas ganas de protegerla. Me aproximo taconeando con las sandalias de suela de madera. Yo, en cambio, refuljo gracias a la alegría posvacacional y a mi convicción secreta, una vez más, de que estoy embarazada. Esos polvos de Portugal no han podido caer en saco roto. Eran polvos mágicos.
Al llegar a su altura, no me puedo contener y le doy un abrazo. Y ella, sorprendentemente, se deja. De pronto parece tan pequeña como ha sido siempre.
En el camino a la clínica me cuenta que la que se está hartando es ella. No de polvos mágicos, sino del “aquelarre químico”. Según le han dicho sus médicas, conseguir parar la ovulación natural de Marina ha sido difícil como un juego de escapismo.
Sentada en la lujosa habitación de la clínica, me cuenta el ritmo de ingesta de hormonas que lleva su cuerpo. Parches, pinchazos, cápsulas. El objetivo de la odisea: modificar el ciclo para poder manipularlo cual mecanismo de relojería. Los efectos secundarios son visibles: Marina lleva semanas hinchada, calcula que ha debido de engordar unos cinco kilos. Pero peores son los invisibles: mucha irritabilidad y angustia.
Y el miedo, que va de suyo.
El edificio es enorme y aséptico. Podría pasar por alguna de las dependencias centrales de Microsoft si no fuera por la cara de tensión de las parejas que hay dentro. Y eso que estamos en pleno agosto. Todas las empleadas, mujeres, sonríen; son muy amables, pero de verdad, no en plan falso como las de las franquicias dentales. Hay folletos estratégicamente dispuestos con fotos satinadas: parejas diversas –la industria no puede ser homófoba–, mujeres preñadas y bebés. Que también sonríen.
Todas estas madres no irradian juventud, tienen arruguitas y formas redondeadas, como diciendo: es posible, pasa, estás en el lugar correcto. Como en un Harrods de la fertilidad: tenemos el producto adecuado para ti, da igual tu patología o condición.
Miro mis piernas morenas y me automotivo, como si de pronto, afectada por los rayos gamma de las vacaciones, poseyera algún tipo de poder que me susurrara al oído:
“Tú no necesitarás ninguna de estas técnicas”. El verano está de mi lado. Aun así, me lleno el bolso de folletos.
Nos hacen pasar a la sala de “biología”. El biólogo joven y pardillo que trabaja en pleno agosto nos recibe con su mejor cara.
Se respira un aire de solemnidad en cada gesto: el crujido de la bata de papel sobre el cuerpo de Marina, mi extraña presencia en la sala, la cantidad de focos encendidos y un pequeño detalle en el centro: el gran potro ginecológico. Se me cruza la imagen de un veterinario metiéndole el brazo hasta el hombro a una yegua.
Pero el biólogo está emocionado con lo que dice que es “un embrión guapísimo”. Todo es halógeno, azul y metálico a su alrededor.
Entonces entra resuelta la ginecóloga:
—Ya estamos aquí, ¿eh, Marina? Por fin, ya verás qué rapidito.
Sube la calidez de la escena con su piel también tostada y su fingida despreocupación. Habla constantemente, con esa cantinela llena de diminutivos que usa la clase médica con las mujeres. Además de mantenerte infantilizada, quieren que no pienses demasiado en que, casi acto seguido, te van a meter un embrión por la vagina hasta depositarlo al fondo del útero con la ayuda de una cánula que sin duda te asustaría, querida e inconsciente Marina, si pudieses ver su longitud desde donde yo me encuentro. La doctora lleva un gorro de quirófano estampado que haría sombra a cualquiera de los protagonistas de Anatomía de Grey.
Yo, por supuesto, me he acercado previamente a ver la ampliación en pantalla del futurible cigoto de Marina. El biólogo me cuenta que es un embrión criopreservado, que ha sufrido congelación. Me debe de tomar por la segunda madre. Una morena y una rubia. Es todo tan natural y abierto aquí.
Marina se ríe nerviosamente, yo le doy la mano.
La médica, muy concentrada, absorbe el embrión Walt Disney con la cánula, lo introduce y vuelve a sonreír:
—¡Listo, Marina! ¿Has visto qué rapidito?
Marina se incorpora. Dice que no le ha dolido nada.
Descansa un rato en la cama después de la transferencia, y yo me siento a su lado y le quito ese feo gorro de ducha, le deshago la coleta y le cepillo el pelo. Esa intimidad es nueva entre nosotras, pero hoy es un día de esos en que las alianzas se estrechan. Y, sin embargo, siento que no estamos en el mismo equipo.
Quiero creer que por ser seis años menor que ella y tener un novio joven, y estar morena y descansada, puedo sentirme segura de que Gabi y yo estamos en posesión de nuestros propios medios de reproducción.
Me esmero en una buena trenza de espiga mientras contemplamos en silencio los adosados y los olivos que se ven desde el hermoso ventanal de la habitación. Ahora salimos por fin de la clínica, atravesando un arco en el que se lee: “Donde nace la vida”. Y la incertidumbre.