La reciente sentencia absolutoria del caso Romanones ha reabierto el debate en nuestro país sobre cómo debe responder la Justicia, las instituciones que trabajan con niños y la sociedad ante las acusaciones de abusos sexuales a menores. Se da la desgraciada circunstancia que los delitos de pederastia son al mismo tiempo muy frecuentes y muy difíciles de probar. Suelen ser cometidos por personas del entorno de confianza de la victima, su modus operandi se basa en la manipulación emocional y no en la fuerza física, no suele haber testigos directos del crimen y muy frecuentemente no hay evidencia forense concluyente.
Los jueces se suelen encontrar con que tienen que tomar su decisión basándose principalmente en el testimonio totalmente contradictorio de las dos partes enfrentadas y decidir cuál relato les merece mayor credibilidad. Los anglosajones suelen describir este complejo escenario como he said, she said (él dijo, ella dijo).
Al mismo tiempo una sentencia equivocada, tanto a favor como en contra del acusado, puede tener consecuencias devastadoras para la parte perjudicada. Si el acusado es culpable, un pederasta queda en la calle con la posibilidad de cometer nuevos crímenes. Si el acusado no lo es, se ha cometido una grave injusticia, mandando a un inocente a prisión y al mismo tiempo imponiéndole un terrible estigma social.
Si les soy sincero, no me gustaría estar en esa endiablada posición, por eso admiro profundamente a los jueces que con profesionalidad y rigor intentan hacer lo mejor que pueden su trabajo, frecuentemente con escasos medios y excesiva carga de trabajo. Pero también pienso, que hay una serie de medidas, que se podrían tomar desde distintos ámbitos que podrían facilitar su labor.
Teniendo en cuenta que en muchas ocasiones la principal prueba inculpatoria recae en el testimonio de la víctima, se tendrían que hacer todos los esfuerzos posibles para evitar la contaminación externa de su relato. Es ampliamente conocido que las pruebas forenses como el ADN tienen que ser cuidadosamente analizadas para evitar su contaminación, que la convertiría en no valida judicialmente. Menos sabido es que la memoria traumática de la víctima también puede ser contaminada por elementos externos como el número y el tipo de preguntas formuladas por su entorno. El tener que repetir en múltiples ocasiones y ante diferentes entrevistadores la misma historia (policía, médico forense, fiscal, juez) puede desvirtuar el relato e introducir aparentes contradicciones que afecten innecesariamente a la validez de la prueba. Por ese motivo, para aumentar la fiabilidad de su testimonio se tendría que intentar reducir al máximo el número de veces que la víctima tiene que testificar ante estamentos judiciales.
El abuso sexual infantil es una experiencia profundamente traumática para la víctima. Este efecto traumático, afecta de forma significativa tanto a su comportamiento posterior a la agresión sexual como a su memoria del crimen. Para el lego en la materia, puede ser muy difícil comprender comportamientos aparentemente incongruentes de la víctima que, sin embargo, son estadísticamente muy frecuentes, como mantener contacto con su abusador después de la agresión sexual; no denunciar los hechos inmediatamente o no contar todos los detalles de la agresión en un primer momento sino irlo haciendo progresivamente a lo largo de diferentes entrevistas.
También suele ser frecuente que la víctima no recuerde con claridad todos los detalles específicos de la agresión, sino que tenga memorias fragmentadas y lagunas mentales producto del trauma. Por este motivo es muy importante que los tribunales tengan acceso a peritos independientes que les ayuden a entender tanto las reacciones típicas de las víctimas de delitos sexuales, como la diferente forma en que las experiencias traumáticas son procesadas por la memoria. De lo contrario puede ser muy difícil interpretar de forma válida el relato de la víctima.
Desgraciadamente en nuestro país aún sigue vigente la ley del silencio en los casos de pederastia. Eso hace que muchas veces tanto el entorno de la víctima como las instituciones que trabajen con menores no colaboren con la justicia en el esclarecimiento de los hechos. Casos como el obispo de Granada, que se negó hasta en ocho ocasiones a entregar la investigaciones canónica del padre Román al juez de instrucción, deben dejar de producirse. Todo ciudadano de bien debe comunicar a la justicia cualquier información que tenga, por pequeña que sea, que pueda ayudar al esclarecimiento de un delito. Muchas veces, en los casos de pederastia, una buena investigación se basa en construir un caso sólido a partir de informaciones aisladas que por si solas puede parecer que no tienen mucha importancia, pero como las piezas de un puzzle solo adquieren sentido cuando son valoradas en su conjunto.
Por último hay que recordar que aunque las acusaciones falsas por violación son minoritarias (estudios científicos sugieren que entre el 5-10% de denuncias por violación son denuncias falsas) un gran número de casos terminaran en absolución por la dificultad de demostrar el delito y por el alto estándar probatorio. Como suelen explicar los juristas, in dubio pro reo; es mejor que cien culpables queden absueltos que un inocente vaya a prisión.
Pero no debe haber ningún impedimento para que una vez que se ha dictado sentencia, la institución donde ha trabajado el acusado abra una investigación interna y, si encuentra pruebas suficientes, comience un proceso disciplinario que pueda llevar incluso a la expulsión del acusado. En un país civilizado, quien decide quién va a la cárcel y por cuánto tiempo siempre debe ser un juez. Pero quien decide si hay que expulsar a un sacerdote por pederastia es el obispo. Por tanto, una vez que los tribunales han hablado, la pelota pasa ahora al tejado del obispo de Granada.