Dinero público, ¿para qué, para quién?
En las últimas décadas, el manual de política económica aplicado tanto por gobiernos conservadores como socialistas, y exigido por las instituciones comunitarias y por los organismos monetarios y financieros internacionales, incluía un principio básico: la austeridad presupuestaria.
Se consideraba que la reducción del déficit y de la deuda públicos representaba la quintaesencia de las buenas prácticas económicas. Avanzar por esa senda era, según la concepción dominante, la condición necesaria y hasta suficiente para conseguir una economía próspera y eficiente. La recompensa era el crecimiento del Producto Interior Bruto, que, siguiendo la misma línea argumental, beneficiaba a empresarios y trabajadores, a los poderes públicos y al conjunto de la población. Un juego de suma positiva, en suma.
Pero la formidable crisis económica, social y de salud pública que estamos viviendo se ha llevado por delante el sacrosanto principio neoliberal del ajuste presupuestario permanente. Los mismos que antes levantaban esta bandera, ahora toleran, exigen incluso, que los gobiernos se endeuden hasta las cejas y aumenten lo necesario los déficits públicos, así como que los bancos centrales acudan a medidas heterodoxas para proveer de financiación a entidades financieras y corporaciones.
Un discurso del que han hecho bandera las elites empresariales, las grandes corporaciones, las patronales más importantes y los grupos de presión que representan estos intereses… sí, los mismos que, hasta hace bien poco, alimentaban el discurso de la ineficiencia y del despilfarro de lo público, ahora reclaman que el Estado, con el dinero de todas y todos, acuda a rescatar sus negocios. Una nueva entrega de la clásica regla neoliberal de privatizar los beneficios y socializar las pérdidas.
En todo caso, no podemos ni debemos olvidar cómo en la anterior crisis del 2008, una vez que se sanearon las cuentas de bancos y empresas con dinero público, el discurso de la “austeridad” (para las clases populares, por supuesto, los de arriba no conocen el significado de este término) volvió con renovada fuerza. En este sentido, resulta preocupante que organizaciones como el Fondo Monetario Internacional o el Banco de España ya estén advirtiendo de que, una vez superada esta situación de excepcionalidad, los gobiernos deberán proceder a realizar ajustes presupuestarios; y que la Comisión Europea insista en que en absoluto ha abolido el Pacto para la Estabilidad y el Crecimiento, tan sólo ha abierto un paréntesis en su implementación, con la idea de retomarlo cuando remonte la crisis.
Ahora, la batalla no se libra en el terreno de la “austeridad presupuestaria”, que ningún actor significativo está reivindicando, al menos a corto plazo, sino en el acceso a los recursos públicos y en la financiación de los mismos. La propaganda política y los grandes medios de comunicación se empeñan en colar la idea de que todas y todos estamos en el mismo barco, que el virus no conoce de clases sociales, ¡es democrático! En nuestra opinión estamos, más bien, en un escenario de disputa y no de consenso; un escenario donde los de arriba están imponiendo, de hecho, las reglas del juego que son más favorables a sus intereses. Una pelea desigual, dada la actual correlación de fuerzas.
En este contexto de aumento del gasto público, los mejor posicionados vuelven a ser los multimillonarios y las grandes corporaciones. Se habla y mucho sobre la transición ecoenergética y la lucha contra la inequidad, sobre lo público como eje de una economía solidaria y sostenible, sobre la salud y la educación como derechos ciudadanos básicos, sobre la necesidad de convertir la crisis en una ventana de oportunidad para levantar los cimientos de otra economía… pero cada vez se impone más el discurso de la “reconstrucción”, de la “reactivación de la actividad económica”, de la vuelta a la “normalidad”, un planteamiento que favorece claramente a las elites, que se reivindican como piezas claves e insustituibles de ese proceso y que, en consecuencia, pretenden desempeñar un papel destacado en la asignación de los dineros públicos.
Cuentan, además, con la capacidad de presión que se deriva de su poder económico, que no ha dejado de aumentar antes y durante la crisis, poder derivado de una enorme concentración de la renta y la riqueza, que cada vez es más pronunciado, y que supone un auténtico secuestro de la democracia. Porque el maridaje entre poder económico y político –cuyo elemento más visible son las puertas giratorias, pero que también se refleja en los múltiples espacios compartidos, en las conexiones familiares y accionariales, en la oligopolización de la estructura empresarial y en el control de los grandes medios de comunicación– está condicionando de manera crucial tanto la financiación como la distribución de los recursos públicos.
Ese condicionamiento sin duda existe cuando, por ejemplo, el Banco Central Europeo beneficia con su actuación a los principales actores en los mercados financieros proporcionándoles recursos en condiciones privilegiadas, o cuando rechaza actuar directamente sobre la deuda pública de los gobiernos, o cuando confecciona la lista de las corporaciones que accederán a los programas de compra de bonos. Existe, asimismo, condicionamiento cuando la Comisión Europea decide pasar de puntillas sobre la progresividad tributaria, cuando el Gobierno renuncia a imponer una fiscalidad fuerte sobre las grandes fortunas y patrimonios y sobre las grandes corporaciones, abriendo de esta manera la espita de la deuda y colocando las finanzas públicas en la órbita de los mercados financieros que gestionan esa deuda; y también cuando se acuerda inyectar grandes cantidades de liquidez en grandes empresas sin que haya existido un debate de la ciudadanía sobre las condiciones que deben presidir las ayudas presupuestarias. Esto es la política, la mala política.
Aumentar el presupuesto público de manera sustancial es condición necesaria para afrontar la crisis –no nos detenemos en este punto, pero creemos que el Plan de Recuperación y Resiliencia lanzado desde la Comisión Europea no ha estado a la altura de la encrucijada histórica que viven las economías comunitarias, especialmente las meridionales–, pero en absoluto es suficiente.
Es necesario preguntarse si el esfuerzo presupuestario y el endeudamiento de los Estados conducirá a nuevos planes de austeridad y ajuste, o si se hará pagar a quienes más tienen. En nuestra opinión, es urgente situar en la agenda política el reparto de la riqueza, defender la idea de que las rentas altas y los grandes patrimonios deben ser gravados en beneficio de los intereses colectivos. Como hemos señalado anteriormente, este planteamiento no aparece en la agenda del Gobierno de coalición, ni tampoco en la de las instituciones comunitarias. Es aquí donde se vuelve a apreciar el poder de los de arriba, de esos que no se presentan a las elecciones, pero que marcan la hoja de ruta de las instituciones publicas.
Somos plenamente conscientes de que las inercias y las resistencias son muy fuertes y los intereses asociados a las mismas para mantener el estatus quo son muy poderosos. Pero nos jugamos la vida en ello. Hoy es más importante que nunca reafirmar que nuestras vidas vales más que los beneficios de multinacionales y multimillonarios.
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