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La Europa de las divergencias
Uno de los objetivos centrales de la construcción europea ha sido alcanzar cotas crecientes de convergencia entre las economías que formaban parte de ese proceso. Los sucesivos tratados, los documentos oficiales de las instituciones comunitarias y las declaraciones de sus principales responsables no solo ponen el énfasis en esta meta como piedra angular de todo el edificio comunitario, sino que manifiestan haber tenido éxito en su consecución.
Proceder a una valoración de los resultados obtenidos en esta materia exige delimitar el ámbito de análisis, pues con el término convergencia se alude a una variedad de cuestiones diferentes. Buena parte de los trabajos llevados a cabo han colocado el foco en la convergencia macroeconómica, medida a través del PIB por habitante, y en la nominal, reflejada en el comportamiento de la inflación, los tipos de interés y los niveles de deuda y déficit públicos (los denominados criterios de Maastricht). Desde esta perspectiva, habría convergencia si los países con un PIB por habitante más bajo reducen las diferencias que las separan de las más avanzadas; por otro lado, existiría una dinámica de convergencia nominal si las economías relativamente rezagadas se agrupan alrededor de las que ofrecen un cuadro macroeconómico más favorable.
A diferencia de ese planteamiento, las líneas que siguen están centradas en lo que cabe denominar como convergencia estructural, expresión que apunta al cierre de brechas productivas, sociales y territoriales existentes dentro del espacio comunitario, y que se hicieron especialmente visibles con la entrada en las Comunidades Europeas (Unión Europea desde 1993) de países que, como el nuestro, contaban en el momento de la adhesión con estructuras económicas más frágiles que las de los socios fundadores.
Esta aproximación estructural a la convergencia se contempla aquí a partir del comportamiento de un paquete de indicadores: la productividad laboral, medida por el PIB real por hora trabajada, la relevancia de las actividades intensivas en media-alta y alta tecnología en el valor añadido global y el saldo comercial relativo de las manufacturas intensivas en tecnología y trabajo cualificado, expresado como el cociente entre el saldo comercial obtenido en estos bienes y la suma de las exportaciones y las importaciones totales de los países examinados.
Comparo su evolución a lo largo del primer periodo de vigencia de la Unión Económica y Monetaria (UEM), hasta la implosión financiera, y durante los años de crisis, hasta 2018 para dos grupos de países. Uno, que denomino Centro, agrupa a Alemania, Austria, Bélgica, Finlandia, Francia, Holanda y Luxemburgo; el otro, que llamo Periferia, integra a España, Grecia, Italia y Portugal. Soy consciente de que dentro de cada grupo se aprecian diferencias significativas; con todo, este agrupamiento permite identificar fracturas de calado estructural que atraviesan el edificio comunitario.
Las brechas estructurales son sustanciales, persistentes y, en algunos casos, crecientes. La productividad por hora trabajada promedio de los países periféricos era en 1999 muy inferior a la de los centrales (el 55%); ese porcentaje se había reducido en 2007 en dos puntos porcentuales, manteniéndose en los años siguientes en torno a esos parámetros, según Ameco, base de datos de la Comisión Europea.
En lo que concierne a las actividades de media-alta y alta tecnología, su importancia en el valor añadido global en el grupo de países más rezagados alcanzaba en 1999 algo más de la mitad de lo que representaba en los más avanzados. Hasta 2007 la brecha continuó creciendo, pasando del 55% al 50%, para corregirse ligeramente en los años siguientes, hasta situarse en 2015 (último año del que se tienen datos) en un porcentaje ligeramente inferior al de 1999.
Finalmente, los registros obtenidos por los dos grupos de países considerados en los intercambios de productos intensivos en trabajo cualificado y alta tecnología dan cuenta, asimismo, de la existencia de perfiles estructurales bien diferentes. Mientras que el grupo de los más avanzados presenta a lo largo de todo el periodo saldos comerciales excedentarios o en equilibrio, los periféricos acumulan déficits, cuya magnitud solo se reduce en los últimos años, en parte como consecuencia de la contención en la demanda de importaciones asociada a la recesión y el bajo crecimiento.
Tesis invalida
Nada tiene que ver el escenario que dibuja la información que acabo de presentar (y que, por supuesto, debe ser completada añadiendo otras variables de similar calado) con la presunción de que la construcción europea, en general, y la introducción de la moneda única, en particular, están avanzando por una senda convergente. La convergencia (en algunas variables nominales, sobre todo) convive con importantes divergencias estructurales.
La cuestión es trascendente por varios motivos. En primer lugar, porque invalida la tesis de que la convergencia macroeconómica y nominal creaba las condiciones para una convergencia estructural. La evidencia empírica demuestra que esta conexión no se ha producido. Diría, más bien, que las políticas de signo estabilizador y, muy especialmente, las llevadas a cabo a partir de la firma del Tratado de Maastricht y de la entrada en vigor de la UEM han enquistado o acentuado las fracturas productivas y comerciales.
En segundo lugar, la existencia de estas y otras fracturas nos hablan de una Europa jerarquizada, atravesada de importantes asimetrías. Este escenario nada tiene que ver con la retórica europeísta que, contra toda evidencia empírica, sostiene que la construcción europea es un juego de suma positiva en el que todos ganan, sobre todo las economías más rezagadas. Lo cierto es que el mercado único y la unión monetaria ofrecen las mayores oportunidades a las economías y las empresas que disponen de un potencial competitivo superior; la posición subalterna de los países periféricos y la división europea del trabajo que simbolizan resultan funcionales a esos intereses.
En tercer lugar, las disparidades estructurales ponen de manifiesto los límites y las carencias de las políticas redistributivas implementadas desde las instituciones comunitarias que, al menos en teoría, habían sido concebidas para cerrar brechas y abrir sendas convergentes. En el contexto de la construcción europea, los Estados han dispuesto de un margen de maniobra que podrían haber utilizado para promover políticas de signo modernizador. Pero no es menos cierto que, desde la década de 1980, en las instituciones comunitarias han ganado protagonismo las políticas (y la ideología) de la austeridad, reduciendo los recursos destinados a cerrar las brechas estructurales. Son recursos que, por lo demás, han sido en buena medida capturados por las grandes corporaciones de las economías más poderosas.
Viraje necesario
En cuarto lugar, porque pone de manifiesto el error y el sesgo de las políticas, exigidas con particular severidad a los países meridionales, basadas en la represión salarial, los ajustes estructurales y las reformas estructurales promercado. Estas políticas, lejos de contribuir a cerrar gaps, han profundizado las divergencias estructurales.
De todo lo anterior se desprende que las instituciones comunitarias deberían proceder a una profunda reorientación de las políticas económicas aplicadas hasta el momento, y también del diseño institucional que las ha sostenido. Ese viraje pasaría, entre otras cosas, por aumentar de manera sustancial la capacidad financiera del presupuesto comunitario; avanzar una agenda de transformaciones estructurales con el objetivo de renovar y modernizar, con criterios de sostenibilidad, las capacidades productivas de las economías periféricas; aliviar con carácter inmediato la carga que para ellas representa la deuda y el cumplimiento de los rígidos criterios presupuestarios impuestos desde Bruselas, y asegurar una efectiva coordinación de las políticas aplicadas por los Estados miembros y, muy especialmente, reconducir la implementada por Alemania, dando mayor protagonismo a la demanda interna.
Se impone, en consecuencia, un cambio de rumbo en la construcción europea. Una nueva hoja de ruta que ponga en el centro de la agenda lo público, la cooperación y la redistribución. No parece, sin embargo, que la constelación de intereses dominantes en presencia, que obtiene sustanciales beneficios del mantenimiento del actual estado de cosas, apunte en esa dirección.
[Este artículo ha sido publicado en el número 73 de la revista Alternativas Económicas. Ayúdanos a sostener este proyecto de periodismo independiente con una suscripción]
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