Uno de los supuestos más queridos por la teoría económica convencional y dominante es que los salarios aumentan cuando la productividad del trabajo mejora. Dada la existencia de ese nexo, al que se otorga la categoría de ley económica, la clave está en llevar a cabo políticas orientadas a propiciar crecimientos en la productividad.
¿Tiene algo que ver la realidad con ese axioma? Ningún parecido. Entre 2000 y 2007, el peso de los salarios en la renta nacional retrocedió en la Unión Europea (UE) un 1,6%; retroceso que se produjo en 17 de las 28 economías europeas. Entre 2010 y 2018 la caída ha sido del 0,8%, afectando al mismo número de países comunitarios (si bien la composición de ese grupo fue algo diferente). Adviértase que en la primera de las etapas consideradas (2000-2007), cuando se lanzó la moneda única, el PIB real de la UE aumentó en términos agregados un 16,9%; el crecimiento fue también positivo entre 2010 y 2018, del 12,6% (sólo Grecia obtuvo en este último periodo un registro negativo). Esta evolución refleja que, en realidad, la trayectoria seguida por los salarios se ha descolgado del curso seguido por la productividad.
Que las teorías económicas colisionan con la abundante evidencia empírica disponible, peor para esta; retorzamos los datos hasta que digan lo que conviene o, mejor todavía, ignorémoslos. Las presunciones ideológicas y los intereses de los privilegiados que los sostienen son para la economía dominante lo primero y, como ya sabemos, terminan por imponerse.
Sin entrar en los factores, diversos y complejos, que determinan el lento e insuficiente avance de la productividad –entre otros, la debilidad de la actividad inversora y la expansión de la financiera-, lo cierto es que el problema, para el asunto que ahora nos interesa -su vinculación con los salarios-, reside sobre todo en cómo se distribuye su mayor o menor crecimiento.
La distribución entre salarios y beneficios, entre las rentas del trabajo y las del capital. Este es el nudo gordiano del problema que hay que dilucidar, y que debe ocupar tanto la reflexión como la agenda pública. Introducir la distribución en el análisis y dotarla de la centralidad que merece implica apuntar al poder, al conflicto, a la política; significa situar la reflexión de los procesos económicos en el espacio complejo, fértil e imprescindible de los grupos y de las clases sociales; supone, en definitiva, colocar la economía en los espacios socioinstitucionales donde actúan actores con desiguales posiciones y estrategias y con diferentes capacidades para hacer valer sus intereses. En ese contexto, no hay ninguna garantía –y mucho menos una ley- que asegure que las ganancias cosechadas en la productividad se conviertan en salarios. Del mismo modo que nada asegura que los beneficios de los empresarios se conviertan en inversión productiva, o que, a través de los impuestos, contribuyan al fortalecimiento de la capacidad financiera de las administraciones públicas.
Esta mirada nada tiene que ver con los rancios e inverosímiles fundamentos de la economía convencional, donde la política, las instituciones, el conflicto constituyen una anomalía, una interferencia en el funcionamiento de los mercados. Estos, regulados por las leyes de la oferta y la demanda y por el principio de la competencia, son, por definición, eficientes. El centro de todo el planteamiento continúa descansando en un “homo oeconomicus” que, utilizando toda la información disponible, toma decisiones racionales. Los factores productivos –trabajo y capital- son recompensados dependiendo de su contribución a la productividad. Un relato donde, como se puede apreciar, no hay clase sociales ni pugna distributiva.
Una teoría económica y una economía de ficción muy conveniente para el poder, pues aleja el foco de la reflexión y de la acción política de los problemas distributivos y de la desigual capacidad de los actores en presencia para apropiarse de las ganancias de productividad.
Pero no hay buena economía, ni economía socialmente relevante si el relato permanece anclado en un mercado sin actores, gobernado por una suerte de mano invisible. ¿Dónde están en ese relato las corporaciones transnacionales –agroalimentarias, industriales, comerciales y financieras-, las grandes fortunas y patrimonios, las elites empresariales, los grandes bufetes, consultoras y firmas de marketing y publicidad, los propietarios de las grandes empresas de comunicación, los lobbies empresariales?
No es fácil disponer de información al respecto, ni hay interés por parte del establishment en proporcionarla. Tampoco ayuda la opacidad de los mercados donde se materializan o se ocultan una buena parte de las transacciones en las que intervienen estos actores. Pero, a pesar de las dificultades, es fundamental poner la lupa en este ámbito, pues es ahí donde se encuentran los principales engranajes y también las disfunciones más importantes de la economía realmente existente; donde encontraremos la respuesta a la desigual distribución de la renta y la riqueza.