Epidemias, apocalipsis y el anhelo de un orden nuevo: lecciones desde el medievo

La fascinación humana por las narrativas apocalípticas no es un fenómeno contemporáneo. Desde la Biblia, con el diluvio universal, estos relatos han sido recurrentes y la Edad Media no fue una excepción. La escatología del cristianismo medieval giraba en torno a la expectativa del día del juicio final. Más allá de su aspecto temible, en especial el infierno que esperaba a las almas de los pecadores condenados, este fin de los tiempos descrito en el apocalipsis de San Juan era también puerta a la resurrección y el paraíso. En efecto, gran parte de la fascinación por cualquier relato apocalíptico reside en la promesa que entraña de un renacimiento, un nuevo comienzo, un orden nuevo y posiblemente mejor, tras la purificación del mundo pretérito corrupto.

La actual crisis, junto a la devastación, el dolor, la incertidumbre y los temores, ha traído también una intensa discusión acerca de cómo cambiará nuestra sociedad, qué es lo que hemos aprendido en estos meses y qué aspectos desearíamos que guiaran el mundo post COVID-19. Se trata de deseos y esperanzas sobre los que se cierne la sombra del pesimismo: la sospecha de que tras la crisis volveremos a nuestros peores hábitos, que olvidaremos a los trabajadores que nos han salvado, dejaremos que se desmiembre aún más nuestro sistema público, seguiremos jugando a la ruleta neoliberal y dejando que avance el cambio climático.

La historia bajomedieval, con todas salvedades que una comparación con el presente requiere, proporciona un escenario real en el que poder verificar hasta qué punto una epidemia de dimensión mundial (del mundo conocido en aquel entonces), contribuyó, o no, a transformar el orden social y político.

La peste negra asoló Europa entre 1347 y 1349 e inauguró una serie de recurrencias epidemiológicas con una frecuencia variable pero que se extendieron hasta más allá de la Edad Moderna. En el imaginario colectivo, la peste de 1348, que la película 'El Séptimo Sello' (Ingmar Bergman, 1957) convirtió en una de las convenciones fílmicas más potentes de “lo medieval”, es el símbolo de la llamada crisis bajomedieval.

Sin embargo, más allá de sus connotaciones negativas, la crisis bajomedieval marca asimismo el desarrollo de una serie de cambios que permitirán el alumbramiento de un nuevo orden económico y sociopolítico, germen de la Europa moderna: la decadencia del feudalismo, la consolidación de la red urbana europea, la conversión de la nobleza guerrera hacia un modelo cortesano, los orígenes de los estados modernos... En este periodo, la reorganización económica y de la población, así como las turbulencias políticas, cuestionaron las relaciones jurídicas y económicas que habían regido en los siglos previos, transformando el orden político y social. Sin embargo, la relación entre estos fenómenos y la gran mortandad de 1348 no es en absoluto evidente.

Para comprender la complejidad de estas cuestiones es importante señalar que la historiografía no es una ciencia exacta y los historiadores siguen debatiendo cuál fue el papel de la peste en este contexto de crisis y en qué medida los fenómenos posteriores estuvieron causados por esta mortandad o tuvieron su raíz en otros factores previos y posteriores. Ha de pensarse que hasta los años sesenta del siglo pasado, la peste de 1348 interesaba casi exclusivamente a los estudiosos de historia de la medicina. En general puede decirse que el papel atribuido a la peste, más allá de la gran mortandad y el indudable trauma que le siguió, oscila entre lo relativo y lo modesto.

La crisis se habría iniciado décadas antes de la llegada de la peste. Desde finales del siglo XIII ya había muestras de agotamiento de la producción agrícola y de estancamiento de la población. La explotación de terrenos cada vez más marginales y menos fértiles desembocó en un descenso de la productividad, agravado por un empeoramiento del clima, con sucesivas malas cosechas y carestías. El hambre y las malas condiciones higiénicas dejaron a la población en una situación de debilidad ante el ataque del bacilo de Yersin, responsable de la peste.

Como en el caso de la COVID-19, parece que la alteración del ecosistema de los huéspedes originales, en este caso roedores de las estepas, estuvo en el origen de la entrada en contacto de los humanos con la enfermedad. Los ratones salvajes buscaron comida más allá de su hábitat, pasando el bacilo a los ratones que convivían con los humanos. Estos viajaron en las bodegas de los barcos en las rutas comerciales con Oriente y desembarcaron en Italia, transmitiéndose la peste de los ratones a las pulgas y de las pulgas, a los humanos. Las cifras de muertos que se barajan para la epidemia de 1348 no pasan de ser aproximaciones, pero sugieren que la población europea se redujo a aproximadamente la mitad en algunos territorios.

Una consecuencia directa de esta mortandad fue la escasez de mano de obra en el campo con las subsiguientes dificultades para los señores que vivían de las rentas que los campesinos les entregaban. La falta de trabajadores hizo subir salarios, hasta tal punto que las monarquías legislaron para obligar a las personas desocupadas a trabajar y para establecer límites a los sueldos. Los supervivientes accedieron a herencias y recursos adicionales, por lo que mejoraron las condiciones de vida, aumentaron los matrimonios y los nacimientos, aunque las siguientes oleadas de peste siguieron manteniendo la tendencia a la baja demográfica hasta entrado el siglo XV. Aumentó fuertemente la inmigración en las ciudades, donde existía una igualdad mayor entre sus habitantes, especialmente si se compara con las diferencias de estatus entre siervos y señores en el ámbito rural.

Junto a la peste, este periodo vivió otros dos fenómenos con gran capacidad de perturbación: las guerras, como la de los Cien años (1337-1453) o la guerra civil castellana concluida en 1369, y las revueltas urbanas y campesinas. Las guerras fomentaron la centralización monárquica, con el desarrollo de los ejércitos y de sistemas impositivos. Las revueltas campesinas contra los señores contestaban las condiciones de sujeción y los abusos señoriales, mientras que las urbanas fueron a menudo protagonizadas por sectores artesanos que exigían aumentos salariales o mayor participación política. Una constante en las revueltas fue la protesta contra los impuestos exigidos, que recaían sobre el pueblo común, mientras los grupos privilegiados estaban exentos.

Si bien estos fenómenos tuvieron un impacto más directo que la peste en el cambio del orden sociopolítico que se produjo en la baja Edad Media, en ocasiones han sido interpretados como consecuencias de la propia peste. La belicosidad del siglo XIV se ha visto como una respuesta de la nobleza al descenso de sus ingresos al depreciarse las rentas señoriales. Algunas revueltas campesinas fueron una reacción al intento de los señores de contrarrestar estas dificultades con condiciones más severas de sujeción de sus campesinos. Ciertas revueltas urbanas surgieron por oposición a las medidas impuestas para rebajar los salarios que habían aumentado descontroladamente tras la epidemia. Por lo tanto, con una causalidad mucho más indirecta, pueden verse ecos de los efectos de la peste en estos fenómenos que incidieron fuertemente en las transformaciones económicas y sociopolíticas bajomedievales.

Los factores psicológicos de la pandemia son muy difíciles de medir desde una perspectiva histórica, pero probablemente fueron muy intensos por su carácter repentino y devastador en un periodo muy corto de tiempo. La referencia a la peste se convirtió en un tópico habitual, ya fuera como metáfora de cualquier calamidad, o con adjetivos como “pestífero”. No obstante, pasados algunos años se extinguen las menciones en las fuentes a esta mortandad en concreto, pues la peste era un mal recurrente con el que se convivía. En este plano es evidente que nuestra sociedad es muy diferente, ya que no está expuesta a hambrunas y guerras que relativicen la tragedia de la pandemia. Sin embargo, por otro lado, para gran parte de la población occidental las consecuencias de esta epidemia se viven a través de una pantalla en la reclusión de nuestras casas, lo que supone una experiencia mucho más indirecta que la que tendrían los habitantes de una ciudad medieval en medio de la explosión.

No es posible predecir cómo será el planeta post COVID-19. La historia puede enseñarnos mucho, pero la comparativa entre sociedades tan diversas implica considerables diferencias. Sin duda hay elementos comunes: el agotamiento de los recursos naturales actual, el papel del cambio climático (en nuestro caso provocado por la acción humana), el carácter devastador de la epidemia, los intentos de atajarla con medidas políticas de contención y aislamiento, los actos heroicos y solidarios, al igual que los mezquinos e irresponsables. Hay otros, sin embargo, que nos alejan diametralmente del escenario de 1348.

El ejemplo de la peste negra puede sugerir que la recuperación económica y demográfica no tardará tanto en llegar como tememos, e incluso que el trauma colectivo (no es posible investigar los traumas individuales de época medieval) podría dejar menos secuelas de las que pensamos. Por otra parte, siembra dudas sobre el potencial de la epidemia para consolidar cambios socio-políticos de calado. A diferencia de lo que ocurrió durante la conquista de América, cuando las enfermedades llevadas por los españoles arrasaron la población autóctona, en 1348 la población diezmada siguió siendo la rectora tras la epidemia.

Esta población, incluso durante las revueltas que abundaron en el periodo posterior, por lo general no pretendía un cambio político, sino tan solo la mejora de las condiciones de vida. La deslegitimación de los gobernantes tenía más componente de descontento que de subversión. Probablemente este elemento no sea tan distinto a nuestras actitudes hoy en día. Las numerosas críticas se centran progresivamente más en la gestión de la emergencia, que en las evidentes deficiencias de un sistema capitalista que desprotege lo público y acelera el cambio climático. Tendemos a desear una mejora en las condiciones de vida que no requiera un cambio estructural que nos obligue a transformar nuestro estilo de vida.

A la vista de todo esto, ¿qué potencial tienen epidemias como la peste de 1348 o la COVID-19, que han cambiado la faz de la tierra, para dar paso a un orden nuevo? El papel exacto de la peste es difícil de aquilatar, pero su influencia como catalizador de cambios es innegable. La epidemia tiene que ser en todo caso catalizadora de transformaciones cuya gestación la preceda y que encuentren agentes sociales y políticos dispuestos a defenderlas y llevarlas a cabo. Contamos con grandes ventajas en este sentido que determinarán también diferentes resultados: estados y organismos políticos inmensamente más poderosos y con medios inexistentes en el siglo XIV, una sociedad civil con acceso a la educación y a medios de comunicación e información sin parangón en la historia de la humanidad, y unos medios científicos y tecnológicos extraordinarios. Se abre sin duda una oportunidad para cambios sin precedentes, en nuestras manos está cómo se escribirá esta historia.