El pasado 12 de noviembre, dos días después de la repetición electoral, se hacía público por sorpresa un preacuerdo para la formación de un gobierno de coalición entre el Partido Socialista Obrero Español (PSOE) y Unidas Podemos (UP). Más allá de la sorprendente rapidez en anunciar un entendimiento que había sido imposible los meses posteriores a las elecciones generales del 26 de abril, se presentaba un documento, dos páginas escasas, que pretende establecer las bases del futuro gobierno.
En el referido documento es especialmente reseñable el apartado 10, que se encabeza con la frase “Justicia fiscal y equilibrio presupuestario”; un poco más adelante, el texto señala que se aplicarán políticas “con arreglo a los acuerdos de responsabilidad fiscal entre España y Europa”. Nos preguntamos si alcanzar el referido equilibrio presupuestario debe figurar entre los objetivos de un gobierno de izquierdas y si debe ser la Unión Europea (UE) de la austeridad nuestra referencia en materia presupuestaria.
Cuando se habla sobre las cuentas públicas, parecería existir una suerte de “sentido común” neoliberal, ampliamente compartido, incluso entre partidos situados en coordenadas ideológicas supuestamente muy dispares, que conectaría, además, con principios muy básicos de una lógica económica sostenida en una racionalidad indiscutible.
Se ha machacado a la opinión pública desde todo tipo de tribunas – institucionales, mediáticas, académicas y políticas– que “el despilfarro público ha estado en el origen de la crisis y dificulta su salida”, “el Estado es como una familia, no puede gastar por encima de sus ingresos”, “la austeridad es una virtud que debe impregnar el comportamiento de las administraciones públicas”, “los Estados son intrínsecamente ineficientes, mientras que los mercados son el paradigma de la racionalidad”. Una mentira o una vulgaridad, repetida hasta la saciedad por los grandes medios de comunicación, se convierte, para mucha gente, en una verdad indiscutible. Este es el relato tramposo y erróneo que se ha impuesto.
Con este equipaje retórico, cargado de ideología neoliberal, se ha implementado una política económica que ha tenido entre sus piedras angulares la disciplina presupuestaria; el objetivo ha sido reducir progresivamente los niveles de déficit y deuda públicos, hasta alcanzar un equilibrio –o, mejor todavía, un superávit– entre los ingresos y los gastos públicos. Sobre esta lógica, el PSOE y el Partido Popular, siguiendo los dictámenes de Bruselas y sus propias convicciones, modificaron la Constitución para priorizar el pago de la deuda de los rescates a bancos o a autopistas, por encima de derechos sociales como la sanidad o la educación.
Ha pasado el tiempo, pero seguimos instalados en las mismas o parecidas coordenadas analíticas. A pesar del fiasco de estas políticas, de que han intensificado la recesión y prolongado la crisis, de que han destruido capital productivo y agravado la fractura social, de que han llevado la deuda pública a cotas muy superiores a las de precrisis y de que tan solo han cosechado discretos resultados, con costes muy elevados, en materia de reducción del déficit público.
Una paradoja que encuentra todo su significado cuando reparamos en que las políticas austeritarias, presupuestarias y salariales, así como las denominadas reformas estructurales, han servido y sirven para que los costes de la crisis los soporten las mayorías sociales. Y también han sido el bisturí que ha permitido abrir nuevos espacios de enriquecimiento para las élites económicas; los cuidados, la salud, la educación, el manejo de datos… representan, sin duda alguna, negocios muy rentables. Detrás de tanta fanfarria y lugares comunes, el objetivo de los de arriba está claro: ¡todo mercado! ¡Todo para el mercado!
Entretanto, los problemas se han ido agravando: aumento de la pobreza y la exclusión social, creciente precarización del empleo, salarios estancados para la mayoría de los trabajadores, expoliación de los recursos naturales, aceleración del cambio climático, recrudecimiento de la violencia machista y extrema concentración de la renta y la riqueza. Con este panorama, nos parece imprescindible lanzar un plan de emergencia, situar ya en el centro de la agenda política lo común y la vida, ámbitos que no pueden quedar al albur de los intereses privados o de las obsesiones presupuestarias de Bruselas.
Poner en marcha políticas de equidad social, detener y revertir el cambio climático, promover la transición energética y comprometerse con la equidad de género exigen una decidida intervención de las administraciones públicas. Situar en el mismo paquete estos objetivos con el del equilibrio presupuestario, además de contribuir a la ceremonia de la confusión, es pretender la cuadratura del círculo, que, como sabemos, es imposible.
El Gobierno necesita mantener un nivel de déficit público y también de deuda compatibles con esa hoja de ruta, que evidentemente exige destinar una cantidad sustancial de recursos financieros. Estos existen, pero lo que no ha existido ha sido voluntad política, ni aquí ni en Europa, para movilizarlos. Para ello, es necesario luchar de manera decidida contra el fraude fiscal, reforzar la progresividad del sistema tributario, apuntando con determinación a las grandes fortunas y patrimonios, corregir los agujeros legales que benefician a los ricos, exigir que las empresas transnacionales paguen sus impuestos en los países donde generan sus ingresos, prohibir los paraísos fiscales y realizar una auditoría de la deuda pública y privada en nuestro país.
Todo ello colisiona con una UE cuya agenda está en manos de las grandes transnacionales y de los grupos de presión que representan sus intereses, así como de la industria financiera; nada nuevo en un proceso de construcción europea gobernado por y para los mercados. De hecho, la Comisión Europea (CE) ha sido el principal valedor y estandarte de la disciplina presupuestaria, que, además de imponerse con especial dureza a las economías más débiles, ha sido incorporada, junto a la prioridad de atender los pagos de la deuda, a los tratados comunitarios, dotándola de rango constitucional.
Unos pocos días después del anuncio del preacuerdo entre el PSOE y UP, la CE mandó un claro mensaje para las negociaciones de gobierno, exigiendo al Ejecutivo español en funciones el cumplimiento de las rígidas e inaceptables imposiciones en materia de déficit y deuda, establecidas en el Pacto para la Estabilidad y el Crecimiento. Ello podría suponer a corto plazo la introducción de recortes adicionales en las partidas del presupuesto o la paralización de reformas que suponen aumentos en el gasto social; todo ello bajo la amenaza de endurecer los programas de ajuste diseñados desde Bruselas para nuestra economía.
La pregunta es clara: ante las imposiciones de rigor presupuestario y de recortes por parte de Bruselas, ¿qué hará un gobierno de “progreso”?